—Que nuestro Señor Jesucristo sea con usted –decía el marido a la dama que lo acompañaba, a punto de abrir la puerta—. En nadie tiene tanta confianza como en usted; le habla usted siempre con tal dulzura. Vaya usted a persuadirla, querida prima.

Quiso él abrir la puerta; pero ella lo detuvo, se pasó varias veces el pañuelo por los ojos, y dijo —¡Supongo que ahora no se me conocerá que he llorado!

Abrió la puerta ella misma y penetró en la estancia de la moribunda.

El marido esperaba presa de una emoción indecible: perdidamente agobiado. Intentó acercarse adonde estaba la anciana; pero le faltó valor, desvió su camino y fue a pararse frente al cura. Éste levantó el rostro y suspiró. Su abundosa barba siguió el movimiento de los ojos y volvió a caer.

—¡Dios mío, Dios mío! — murmuró el marido—.

¿Qué haremos?

—¡Es irremediable! — repuso el cura, y al exhalar un suspiro su ceño y su barba blanca se elevaron y descendieron alternativamente.

—Y pensar que mamá se halla en ese estado de desolación. Es para ella un golpe de muerte.

Seguramente no resistirá. ¡La quería tanto! — Y hablando con el cura—. ¡Padre, consuélela usted!

El sacerdote se levantó de su sitio y se acercó a la anciana diciendo: — Es evidente que nadie puede comprender la pena de una madre, lo confieso; mas con todo, hay que tener fe en la misericordia de Dios.

Al oír estas palabras, el rostro de la anciana se contrajo en un ataque nervioso que la dejó postrada por algunos instantes.

—¡Dios es misericordioso! — siguió el cura predicando en cuanto la anciana comenzaba a recobrar los sentidos—. Habrá de saber usted que en mi parroquia hubo una vez una enferma, seguramente mucho más grave que María Dmitrievna. Pues bien, un simple burgués la curó en pocos días con un cocimiento de yerbas. Ese curandero habita actualmente en Moscú. Yo le decía a Vassily Dmitriovich que podía llamarlo, aunque no fuera más que para proporcionar a la enferma un consuelo. Para Dios todo es posible.

—No, mi hija no podrá vivir más: ¡Dios ha dispuesto, sin duda, llamarla en mi lugar! — dijo la anciana, y de nuevo perdió los sentidos.

El marido se cubrió el rostro con las manos y huyó de la habitación. En el corredor, a los primeros pasos, topóse con el primogénito, de seis años, que a todo correr perseguía a su hermanita menor.

—¡Cómo! — repuso la criada—, ¿no quiere usted mandar a los niños a que vean a la señora?

—No, no quiere verlos, ello podría emocionarla—.

El chico de detuvo unos instantes mirando fijamente el rostro de su padre, como si por instinto presintiese algún desenlace grave que él no acertaba a explicarse. Luego, saltó en un pie y echó a correr nuevamente en persecución de su hermanita.

—Mírala, papá —gritó el chicuelo—, parece caballo moro.

En la otra estancia, la prima se hallaba sentada a la cabecera de la moribunda, y la consolaba en hábil plática; trata de iniciarla, de familiarizarla con la idea de la muerte. El médico, cerca de la otra ventana, preparaba los medicamentos. Y la enferma, sentada entre cojines, y envuelta en una bata blanca, contemplaba con serenidad a su prima.

—No seas inocente, hermana mía —le dijo —; no hagas esfuerzos inútiles, sabes que soy cristiana y que no ignoro nada; sé que no me quedan muchos días de vida, y sé también que si mi marido me hubiera hecho caso, a estas fechas estaría yo en Italia, y seguramente sana. Pero qué remedio, acaso Dios lo habrá querido así. Todos los mortales pecamos, no se me escapa;

pero tengo fe en que Dios, misericordioso, sabrá perdonar a todos. Y cuando intento comprender lo que pasa en mi propio ser, descubro que, al igual que mis semejantes, soy pecadora, amiga mía. Mas a pesar de ello, no puedo olvidar lo mucho que he sufrido; ni con cuánta paciencia he sabido soportar mis dolores.

—¡Entonces llamaremos al cura, amiga mía! Te sentirás mejor cuando hayas comulgado afirmó la prima.

La enferma inclinó la cabeza en señal de asentimiento y murmuró: — ¡Señor, perdona a esta pobre pecadora!

La prima salió a la puerta y llamó al cura.

Es un ángel —dijo al marido—. Éste se puso a llorar. Pasó el sacerdote a la alcoba. La anciana seguía sin sentido sobre el diván; reinó por algunos instantes el silencio, al cabo de los cuales volvió a salir el sacerdote. Mientras se desvestía la estola y se arreglaba los cabellos murmuraba en voz baja: — Gracias a Dios, la enferma se muestra más tranquila.

Desea veros.

Entraron en la alcoba la prima y el marido, y encontraron a la enferma bañada en llanto frente a la imagen de la Virgen.

—¡Te felicito, esposa mía, te felicito! –interrumpió el marido.

—Gracias, me siento mucho mejor, experimento una indecible dulzura —dijo sonriendo y serena.

—¡Dios es misericordioso, omnipotente!

Bruscamente, como si se hubiera acordado de algo urgentísimo, hizo una seña a su marido y murmuró: — ¡Tú no quieres nunca hacer lo que te pido!

—¿Qué cosa, ángel mío?

—Cuántas veces te he dicho que esos doctores no saben nada; existen simples curanderos que suelen hacer milagros, curar a las gentes. El señor cura conoce un burgués. ¿Por qué no mandas buscarle?

—Pero, ¿cómo se llama, amiga mía?

—¡Dios mío, nunca quiere comprender! — dijo la enferma y al decirlo se extendió en el lecho y cerró los ojos. El médico, al notario, se acercó y le tomó el pulso, cada vez más débil, guiñó un ojo al marido.

La enferma notó el gesto y volvió la cara con espanto. La prima se puso también a llorar.

—¡No llores! — dijo la paciente—, ¡no ves que sufres y a la vez aumentas mi congoja! ¿O quieres, por ventura, robarme lo que me queda de calma?

—¡Eres un ángel, eres un ángel! — repetía la prima.

Aquella misma tarde la enferma era sólo un cadáver, tendida en su lecho mortuorio, en medio de la vasta sala de la residencia señorial. Adentro, con las puertas cerradas, un diácono leía con voz nasal, monótona, los salmos de David. La luz viva de los cirios en los altos candeleros de plata caía sobre la fuente pálida de la muerta, sobre las manos pesadas que parecían de cera, y sobre los pliegues tiesos de la sobrecama; particularmente en las partes salientes donde se ocultaban los pies y las rodillas.

El diácono seguía leyendo rítmicamente, sin comprender palabra de la lectura. Su voz resonaba con extraña sonoridad en la espaciosa sala callada.

De vez en cuando se oían procedentes de alguna pieza contigua voces de niños y ruido de pasos. El diácono seguía salmodiando: — «Oculta tu faz en el polvo, retén tu aliento, porque ellos serán turbados, ellos desfallecerán y volverán al polvo.»