El enfermo bebía con la cara pegada al luciente jarro, bebía con avidez exasperante, mojándose los mostachos hirsutos. Con marcada dificultad levantó la barba sucia y los ojos hundidos para mirar a su interlocutor. Al desprenderse del jarro quiso levantar el brazo para enjugarse los labios; pero no pudo: se limpió con la manga del abrigo de jerga.

Respiraba pesadamente por la nariz y contemplaba con fijeza al joven cochero, haciendo esfuerzos para hablar.

—¿Se las has ofrecido a alguien acaso de balde? Te las pido porque está lloviendo afuera y tengo que ira trabajar. Dime la verdad, tío Fedor, ¿las necesitas?

En el pecho del enfermo se oyó un ruido sordo, y al voltearse le acometió fuerte tos casi se ahogaba.

—¡Cómo las ha de necesitar! ¿No ves que hace dos meses que no baja de su rincón? — gritó de repente la cocinera, y su cólera resonó estruendosa por todo el aposento—. De tal modo sufre que siento que se me desgarran mis propias entrañas solamente de oír sus quejas. Para qué diablos habrá de necesitar ya sus botas. Con botas no le habrán de enterrar… Por más que, con perdón de Dios, ya seria tiempo… Miren ustedes cómo se desgarra los pulmones al toser.

Habría sido prudente transportarle a alguna otra parte. Parece que en la ciudad vecina hay hospitales: allí estaría mejor, porque aquí nos ocupa espacio y no deja de acusar molestias. ¡Y se atreven todavía a pedirme limpieza!

—¡Ea, Serioga, date prisa, que los señores te están esperando! — gritó desde la puerta el posadero. Serioga quiso marcharse sin obtener respuesta del enfermo; pero éste, víctima del ataque de tos, le hizo comprender con ojos y manos que deseaba hablarle. Tras breves instantes de reposo: — Puedes llevarte las botas, Serioga –dijo ahogándose—. Pero con la condición de que habrás de comprar una piedra y mandarla colocar sobre mi tumba cuando me muera —agregó con voz cada vez más hueca y apagada.

—Muchas gracias, tío Fedor. Entonces me las llevo; claro que compraré la piedra, descuide.

—¿Han oído, muchachos? — insistió penosamente el enfermo, y comenzó a toser con más fuerza.

—Sí, sí, hemos oído —contestó uno de los cocheros.

—Por Dios, Serioga: mira, allí viene otra vez el posadero a buscarte. Dicen que la dama de Shirkinsk se ha puesto muy grave. Serioga se descalzó precipitadamente sus botas viejas, demasiado grandes, y las arrojó debajo del banco.

Las botas del tío Fedor le quedaban a las mil maravillas, y las miraba y remiraba complacido, mientras a toda prisa se dirigía hacia el coche. — ¡Hombre, que botas te has comprado! –exclamo en el camino otro cochero— ¡Dámelas, te las engrasaré! — agregó con la untura en la mano.

Serioga, sin hacer, caso, saltó al Pescante Y empuñó las riendas.

—Oye, ¿es cierto que te las regaló?

—¡Envidioso! — exclamó Serioga, mientras se envolvía las piernas con los largos faldones de su abrigo volvía las piernas con los troncos: — ¡Hola, preciosos! — dijo, y levantó el látigo en el aire.

Arrancaron los dos coches, y viajeros, baúles y aurigas se perdieron entre la bruma otoñal.

El cochero tísico se quedó allí, en la choza malsana, sobre la estufa. Trabajosamente se volteó del otro lado y guardó silencio. Las gentes iban y venían, comiendo y charlando, hasta que anochecido, se encaramó la cocinera por encima de la estufa en busca de su propio abrigo, que había guardado en un rincón.

—Perdóname, Nastasia; no te dice eso? –masculló condolida—. ¿Qué te duele, tío?

—Las entrañas, Nastasia; las entrañas, que se me van acabando, ¡Dios sabe por qué!

—La garganta y el pecho, ¿no te duelen mucho?

—Me duele todo, Nastasia, es la muerte que se acerca. Eso es lo único que yo sé —gimió el enfermo.

—Ahora cúbrete bien los pies —dijo Nastasia compasiva, y con sus propias manos lo abrigó cuidadosamente.

Una lamparilla mortecina alumbraba la choza durante toda la noche. Nastasia y una decena de cocheros roncaban tendidos en el suelo o sobre los bancos. Sólo el tío Fedor gemía y tosía toda la noche. Hacia el amanecer se calló completamente.

—¡Es extraño lo que vi en sueños! — dijo la cocinera desperezándose a la débil claridad de la mañana—. Vi que el tío Fedor bajaba de su rincón y se ponía a cortar leña.

Soñé que me decía: «Permíteme, Nastasia que te ayude» y yo le respondía. «Y, ¿cómo has de poder cortar leña, tío Fedor?» A pesar de todas mis súplicas le vi que cogía el hacha y que comenzó a trabajar con una rapidez asombrosa. En torno de él volaban las astillas, y de ver aquello me preguntaba azorada: "¡Pues no decían que estaba muy enfermo!» A lo cual él me respondía: "¡Nada de eso, me siento muy bien!» Y de nuevo levantaba el hacha y seguía partiendo leña con una rara habilidad. En eso estaba cuando lancé un grito y desperté.

—¡Tío Fedor, tío Fe… dor…!

Fedor no respondía.

—¡Se habrá muerto! ¡Vamos a ver! — dijo uno de los cocheros, La mano fría y exangüe colgaba cubierta de vello. El rostro estaba pálido, yerto.

—Hay que dar parte al inspector, ¡creo que está muerto! — anunció el cochero desde arriba.

El pobre cochero muerto no tenía parientes, y había venido de comarcas muy lejanas. Al día siguiente lo enterraron en el camposanto nuevo, detrás del bosque. Y por muchos días Nastasia no cesó de relatar a cuantas gentes pasaban por la fonda, su extraño sueño, y cómo fue ella la primera que pensó en el tío Fedor en los instantes de la muerte.

Había llegado la primavera. A lo largo de las húmedas calles del pueblo, por entre las capas de escarcha que cubrían los basureros, murmuraban los riachuelos. Lo abigarrado de los trajes y el barullo de las conversaciones daban el paisaje cierta vivacidad. En los huertos, detrás de los tabiques de las chozas, se hinchaban los brotes de los árboles, y las ramas se mecían con suavidad al arrullo de una fresca brisa. Por todas partes caían límpidas las gotas.

Los gorriones piaban chillones, revoloteando en alegre confusión. El jardín, las casas y los árboles resplandecían bajo el sol. El cielo, la tierra y el corazón de los mortales parecían bañados de juvenil regocijo.

En una de las calles principales, frente a una vasta residencia señorial, se levantaba una enorme hacina de heno verde. En esa casa se hallaba la misma moribunda que dejamos en la venta, camino del extranjero.

Cerca de la puerta de la alcoba estaban en pie su marido y una mujer entrada en años.

Sobre el diván aparecía sentado un sacerdote, con los ojos cerrados y algo en la mano, que cubría la estola. En la esquina, en un sillón, se hallaba recortada una anciana, la madre de la enferma, que lloraba amargamente. junto a ella, una criada desdoblaba entre las manos un pañuelo limpio, en espera de que la anciana lo pidiese, en tanto que otra le frotaba las sienes con algún linimento, y le abanicaba el rostro.