Lo escucharon más de cien personas. El músico pidió tres veces seguidas que le dieran algo.

Nadie le echó ni un solo céntimo y muchos se burlaron de él.

Esto no es una invención, sino un hecho real. Los que quieran pueden preguntar a los que viven permanentemente en el Schweizerhof o consultar los diarios, para saber quiénes eran los extranjeros que se alojaban en dicho hotel el 7 de julio.

He aquí un acontecimiento que los historiadores contemporáneos deben apuntar, con letras indelebles. Es más importante, más serio y tiene un sentido más profundo que los acontecimientos registrados en los periódicos y en las historias. El que los ingleses hayan matado otro millar de chinos, porque no compran nada por dinero, sino que pagan en especias; que los franceses hayan arrasado otro millar de cabilas, porque son buenas lascosechas de trigo en África; que la guerra continua sea muy útil para la formación de un ejército; que el embajador turco en Nápoles no pueda ser judío, y que Napoleón se pasee a pie en Plombières y afirme que reina sólo por la voluntad del pueblo… son palabras que ocultan o muestran lo que sabemos desde hace mucho. En cambio, creo que el hecho ocurrido en Lucerna, el 7 de julio, es nuevo y extraño y que no se refiere a las eternas malas cualidades de la naturaleza humana, sino a una determinada época del desarrollo de la sociedad. No es un hecho para la historia de los actos humanos, sino para la del progreso y la del la civilización.

¿Por qué este hecho inhumano, inconcebible en cualquier pueblo alemán, francés o italiano, ha podido ocurrir aquí, donde la libertad y la igualdad han llegado al máximo grado;

aquí, donde se reúnen las personas mejor educadas de las naciones más civilizadas? ¿Por qué esos hombres cultos y humanitarios que, por lo general, son capaces de realizar grandes obras, no tienen sentimientos humanos para una obra de caridad personal? ¿Por qué esos hombres, que tanto se preocupan de las Cámaras, mítines y sociedades del estado de los chinos solteros en la India, del desarrollo del cristianismo y de la cultura en África y de la formación de sociedades para mejorar la humanidad, no encuentran en su alma el amor prístino y sencillo hacia el prójimo? ¿Es posible que no exista ese sentimiento, que en su lugar sólo haya ambición, vanidad y avaricia, sentimientos que dirigen a esos hombres en las Cámaras, en los mítines y en las sociedades? ¿Es posible que la divulgación de una asociación razonada, egoísta, de los hombres, que llaman civilización, destruya y contradiga la necesidad instintiva de unirse por medio del amor? ¿Es posible que ésta sea la igualdad por la que se ha derramado tanta sangre inocente, por la que se han cometido tantos crímenes? ¿Es posible que los pueblos, lo mismo que los niños, puedan ser felices sólo con la palabra igualdad?

¿Igualdad ante la ley? Pero, ¿acaso la vida entera del ser humano se desarrolla en los dominios de la ley? Sólo una milésima parte de su vida está sometida a las leyes; el resto está fuera de ellas, está en los dominios de la costumbres y del concepto de la sociedad. Y en la sociedad, el criado está mejor vestido que el cantor y le ofende impunemente. A mi vez, yo visto mejor que el criado y lo ofendo impunemente. El portero me considera como a un superior; pero cree que el cantor está por debajo de él. Cuando me vio con el hombrecillo, se creyó igual a nosotros y se mostró grosero. Fui insolente con él y entonces reconoció que era inferior a mí. El camarero fue insolente con el cantor; y éste se juzgó inferior a él. ¿Es posible que sea libre un Estado en que se puede encarcelar, aunque sólo sea a un ciudadano, que no perjudica ni molesta a nadie, por el hecho de que se gana la vida como puede, para no morir de hambre?

¡Qué desdichado y lastimoso es el ser humano, con su necesidad de decisiones positivas, arrojado en medio de ese infinito océano, siempre en movimiento, del bien y del mal, de hechos, de argumentos y contradicciones! Los hombres luchan durante siglos enteros para separar el bien del mal. Pasan siglos; y ponga lo que ponga una inteligencia imparcial en los platillos de la balanza del bien y del mal, éstos no oscilan, puesto que hay tanto bien como mal en cada uno. ¡Si, al menos, el hombre aprendiera a no pensar ni juzgar de un modo absoluto y positivo, a no responder a las preguntas que se le dan tan sólo para que sigan siendo siempre preguntas! ¡Si, al menos, el hombre aprendiera a no pensar ni juzgar de un modo absoluto y positivo, a no responder a las preguntas que se le dan tan sólo para que sigan siendo siempre preguntas! ¡Si al menos comprendiera que toda idea es, a la vez, falsa y verdadera! Es falsa, por su unilateralidad, por la imposibilidad, para el hombre, de abarcar toda la verdad; y es verdadera por la manifestación de una parte de las aspiraciones humanas.

Se han hecho divisiones en este infinito caos, en perpetuo movimiento, del bien y del mal; se han trazado líneas imaginarias sobre este mar; y se cree que será así como ha de dividirse.

¡Como si no existiera una infinidad de otras subdivisiones, hechas desde otro punto de vista, en otra dimensión! Cierto es que las nuevas subdivisiones son obra de siglos; pero ya han pasado y pasarán millones de siglos. La civilización es el bien; la barbarie, el mal; la libertad, el bien; la esclavitud, el mal. Ese conocimiento imaginario destruye la necesidad instintiva, la mejor, la primordial del bien en la naturaleza humana. ¿Quién puede definir la libertad, el despotismo, la civilización y la barbarie? ¿Dónde están los límites de lo uno y de lo otro?

¿Qué alma posee una medida del bien y del mal, tan inquebrantable como para poder medir los hechos complejos que están sucediendo? ¿Quién tiene una inteligencia tan poderosa que pueda abarcar, aunque sea en el inmóvil pasado, todos los acontecimientos y sopesarlos?

¿Quién ha visto un Estado en el que no coexistan el bien y el mal? ¿Cómo puedo saber que veo más bien que mal, por ejemplo, por no hallarme en el punto de mira verdadero? ¿Quién es capaz de desligarse por completo de la vida, por medio de la inteligencia, aunque no sea más que un momento, para contemplarla desde arriba, independientemente?

Existe en nosotros un solo guía infalible: el Espíritu universal, que penetra en todos conjuntamente y en cada uno por separado, insuflando en cada individuo la aspiración de lo que debe ser; es el mismo espíritu que ordena al árbol que crezca hacia el sol, a la flor que arroje las simientes en otoño, y a nosotros, que nos unamos los unos a los otros.

Esta única voz, bendita e infalible, es la que ahoga el bullicioso y apresurado desarrollo de la civilización. ¿Quién es más humano y quién es más bárbaro? ¿Aquel lord que, al ver el traje raído del cantor, abandona iracundo la mesa, que no le da por su esfuerzo ni la millonésima parte de su fortuna, y que ahora, satisfecho por haber comido bien, sentado en una clara y hermosa habitación, juzga con tranquilidad los asuntos de China, considerando justas las muertes que allí se ocasionan; o el pobre cantor que, exponiéndose a ser encarcelado y con un solo franco en el bolsillo, recorre valles y montañas, desde hace veinte años, sin hacer daño a nadie, y recreando a la gente con sus canciones; ese cantor al que han ofendido y han estado a punto de expulsar, y que hambriento y avergonzado, ha ido a pasar la noche sobre un montón de paja?

De pronto, en medio del silencio nocturno, oí los sones de la guitarra y la voz del cantor, que llegaban desde lejos, desde la ciudad.