La palabra modestito me dio la idea de no llevarlo a un cafetín, sino al Schwezerhof, donde estaban las personas que le habían escuchado. A pesar de que rehusó tímidamente, repitiendo que ese hotel era demasiado elegante, insistí y acabó por acceder. Fingiendo estar tranquilo, me siguió por el muelle, agitando jovialmente la guitarra. Varios jóvenes ociosos que paseaban, se habían acercado a escuchar lo que le decía al cantor; y fueron en pos de nosotros hasta la misma entrada, creyendo, sin duda, que volvería a cantar.

Pedí una botella de vino al camarero que nos encontramos en el vestíbulo. Nos miró con una sonrisa; y pasó de largo sin decir palabra. El maître h’hôtel, a quien me dirigí con el mismo ruego, me escuchó con expresión grave; y, tras de examinar de pies a cabeza la pequeña figura del cantor, ordenó al camarero, con tono autoritario, que nos condujese a la sala de la izquierda. Era un modesto café para gente humilde. En un rincón, una criada jorobaza fregaba vasos; todo el mobiliario lo constituían bancos y meses de madera, sin manteles. El camarero que acudió a servirnos nos observó, con una sonrisa entre dulce y burlona; y, con las manos en los bolsillos, cambió unas palabras con la criada jorobaza. Sin duda, quería darnos a entender que, con su posición social y sus cualidades, estaba muy por encima del cantor y que, no sólo no le humillaba servirnos, sino que hasta lo tomaba como una diversión.

—¿Quieren vino corriente? –preguntó, con aire de entendido, haciendo una seña que aludía a mi compañero, mientras se pasaba la servilleta de un brazo a otro.

—Sírvanos champaña de la mejor calidad –dije, tratando de adoptar el aire más altanero y más imponente posible.

Pero ni el hecho de haber pedido champaña, ni mi fingida altanería impresionaron al camarero. Permaneció mirándonos un instante con una sonrisa; luego, consultó su reloj de oro y abandonó la sala sin apresurarse, como si paseara. No tardó en volver con una botella de vino, acompañado de otros dos camareros. Estos se sentaron junto a la criada y nos observaron, divertidos, con una sonrisa benévola, como suelen contemplar los padres a sus hijos cuando juegan. Sólo la criada parecía mirarnos compasivamente y sin ironía. Aunque me resultaba desagradable obsequiar al cantor bajo las miradas de los camareros, me esforcé en cumplir mi cometido de la manera más desenvuelta. En la sala había buena luz y pude examinar mejor al tirolés. Era un hombre diminuto, casi un enano, aunque proporcionado y musculoso. Tenía recios cabellos negros cortos, pequeñas patillas, grandes ojos negros, lacrimosos y desprovistos de pestañas; y una boca pequeña, que se plegaba en expresión dulce y agradable. Su sencillo traje estaba sucio y roto. Por sus trazas –estaba curtido y desaliñado— más bien tenía aspecto de un pobre vendedor que de un artista. Sin embargo, había algo conmovedor y original en su boca y en sus ojos brillantes y siempre húmedos. Se le hubieran podido suponer de veinticinco a cuarenta años; en realidad, tenía treinta y ocho.

He aquí lo que me contó de su vida, con evidente franqueza y buena voluntad. Era natural de Argovia. Siendo niño, había perdido a sus padres. Nunca había tenido medios de fortuna.

Había aprendido el oficio de ebanista; pero veintidós años atrás, una enfermedad le había atacado los huesos de un brazo, privándole de la posibilidad de trabajar. Desde pequeño había sido aficionado al canto; así, pues empezó a cantar. Los extranjeros solían darle algo de dinero. Llegó a ser un profesional; se compró una guitarra y, desde hacía diecisiete años, recorría Suiza e Italia, cantando ante los hoteles. Su equipaje consistía en una guitarra y un portamonedas, en el que, en aquel momento, tenía tan sólo un franco y cincuenta céntimos, que gastaría en cenar y en dormir aquella noche. Cada año recorría los lugares más frecuentados de Suiza: Zurich, Lucerna, Interlaken, Chamonix, etcétera. Se iba a Italia por el monte de San Bernardo y volvía por el San Gotardo o por Saboya. A la sazón, se le hacía penoso andar, porque, debido al frío, sentía un dolor en las piernas, que llamaba gliederzucht.

Ese dolor iba en aumento cada año; además, sus ojos y su voz se volvían más débiles. No obstante, en aquel momento se disponía a irse a Interlaken, Aix‑les‑Bains e Italia, país al que quería particularmente. Parecía estar muy satisfecho de su vida. Le pregunté por qué no volvía a su pueblo y si tenía allí algún pariente, casa o un poco de tierra. Frunció la boca, esbozando una sonrisa jovial.

—Oui, le sucre est bon, it est doux pour les enfants! (el azúcar es buena; es dulce para los niños) –replicó, haciendo un guiño y señalando a los camareros.

No comprendí lo que había querido decir. Los camareros se echaron a reír.

—No poseo nada. Si poseyese algo ¿acaso iba a andar así? Vuelvo, de cuando en cuando, a mi pueblo, porque hay algo que me atrae.

Repitió con una sonrisa maliciosa la frase : «Oui, le sucre est bon», y se echó a reír, con expresión bonachona. Los camareros, muy divertidos, reían a carcajadas; la jorobada miraba al hombrecillo, muy seria, con sus ojos bondadosos; y se apresuró a recoger la gorra que éste había dejado caer durante la conversación. He observado muchas veces que a los cantores ambulantes, a los acróbatas y hasta a los prestidigitadores, les gusta llamarse artistas. Por eso, varias veces hice alusión a mi interlocutor de que era artista; pero él consideraba su trabajo como un simple medio de ganarse la vida. Cuando le pregunté si escribía las canciones que cantaba, se sorprendió mucho de esa extraña pregunta. Dijo que estaba lejos de poder hacerlo;

que todas las melodías que cantaba eran antiguas canciones tirolesas.

—Me parece que la canción de Righi no es antigua –objeté.

—Hace quince años que la escribió un alemán de Basilea, un hombre muy inteligente. La escribió para los extranjeros. Es una canción magnífica.

Y el hombrecillo me tradujo las palabras de la canción al francés:

Te advierto, si vas al Righi, Que no has menester zapatos Hasta que llegues a Weggis, Porque antes vas embarcado.

En Weggis coge un bastón Y una muchacha del brazo.

Entra a pimplarte una copa, Más no bebas demasiado:

El que quiera beber mucho Antes tiene que ganarlo.

—¡Oh! Es una canción magnífica –repitió.

También debió de gustar a los camareros, porque se acercaron a nosotros.

—¿Quién ha compuesto la música? –pregunté.

—Nadie. Para cantar a los extranjeros, hay que improvisar siempre algo nuevo.

Cuando nos trajeron hielo y serví el champaña a mi interlocutor, debió de sentirse molesto. Se volvió hacia los camareros y se movió, inquieto, en el banco. Brindamos por la salud de los artistas. El tirolés bebió media copia y creyó necesario sumirse en reflexiones y enarcar las cejas.

—Hace mucho que no he bebido un vino tan bueno, je ne vous dis que ça (no lo digo más).

En Italia el vino de Asti es bueno; pero éste es mejor. ¡Oh! ¡Qué bien se vive allí!