—En efecto; en Italia se aprecia la música y a los artistas –dije, deseando comentar el fracaso que había tenido aquella noche ante las puertas del Schweizerhof.

—Sí; pero allí no puedo proporcionar placer a nadie con la música. Los italianos son los mejores músicos del mundo. Claro que canto canciones tirolesas; y, sea como sea, constituyen una novedad para ellos.

—¿Son más generosos los señores en Italia? –continué, con la intención de hacerle participar de mi odio hacia los huéspedes del Schweizerhof—. Probablemente allí no puede suceder que en un gran hotel, en que se hospedan gentes ricas, cien personas escuchen a un artista y no le den nada…

Mis palabras no produjeron el efecto que yo esperaba. Ni siquiera se la había ocurrido al hombrecillo indignarse contra aquella gente; al contrario, vio en mi observación un reproche a su talento, que no había sido digno de recompensa, y procuró justificarse.

—No siempre se recoge mucho. A veces, está uno cansado y pierde la voz. Hoy he andado durante nueve horas y he cantado casi todo el día. Es difícil cantar en estas condiciones.

Además, los grandes señores, los aristócratas, no tienen ganas de oír canciones tirolesas.

—Sin embargo ¿cómo es posible no dar nada? –repetí.

No comprendió mi observación.

—No es eso –dijo—. Lo principal es que aquí on est trè serré par la Police (se está muy vigilado por la policía). Las leyes de la República no nos permiten cantar. No es como en Italia, donde uno puede ir por donde le plazca, sin que nadie le diga una palabra. Aquí dan permiso para cantar, si quieren, pero lo mismo pueden meterle a uno en la cárcel.

—¿Cómo? ¿Es posible?

—Sí. Si le llaman a uno la atención y vuelve a cantar, se expone a que lo encierren. Yo estuve tres meses en la cárcel –dijo sonriendo, como si se tratara de un recuerdo agradable.

—¡Oh! Esto es horrible. ¿Por qué?

—Así son las nuevas leyes de la República –continuó, animándose—. No quieren comprender que un hombre pobre como yo debe vivir de alguna manera. Si no fuera un inválido, trabajaría. ¿Qué mal hago cantando? ¡Vaya unas disposiciones! Los ricos pueden vivir como quieran; pero a un pauvre diable como yo no lo dejan en paz. ¿Son ésas las leyes de una República? La verdad es que, en tal caso, no queremos República, ¿no es verdad, caballeros? No queremos República; lo único que queremos …, lo único que queremos… — se turbó un poco—… son unas leyes naturales.

Volví a llenar su copa.

—¿No bebe? –le pregunté.

Tomó la copa en la mano e hizo una inclinación de cabeza.

—Ya sé lo que se propone –dijo, guiñando un ojo y amenazándome con un dedo—. Quiere emborracharme para ver lo que voy a hacer, pero no lo conseguirá.

—¿Con qué objeto iba a hacerlo? Sólo deseo que pase un rato agradable.

Sin duda lamentó haberme ofendido, interpretando mal mi intención. Se turbó, e incorporándose, me tomó por un codo.

—Ha sido una broma –exclamó, mirándome con expresión suplicante con sus ojos húmedos.

A continuación, dijo una frase muy embrollada y maliciosa, que debía de significar que yo era un buen hombre.

—Je ne vou dis que ça –concluyó.

Seguimos charlando y bebiendo; y los camareros continuaron mirándonos, sin disimular su ironía. A pesar del interés que tenía para mí nuestra conversación, no podría por menos de notarlo; y me irritaba cada vez más. Uno de ellos se levantó y, acercándose al hombrecillo, le miró la coronilla con una sonrisa, Yo tenía un acopio de ira contra los huéspedes del Schweizerhof, que aún no había podido descargar; y confieso que los camareros me excitaban.

En aquel momento entró el portero y, sin quitarse la gorra, se sentó a mi lado, acodándose en la mesa. Esto último hirió mi amor propio y mi orgullo, haciendo estallar la ira que había ido almacenando durante la noche. ¿Por qué el portero me saludaba inclinándose humildemente al verme solo y, en cambio, en aquel momento, porque estaba en compañía de un cantante callejero, se sentaba con insolencia junto a mí? Sentí que me embargaba la ira de la indignación, esa ira que aprecio y que incluso incito, porque obra en mí de una manera apaciguadora y me da, al menos, para cierto tiempo, una especie de elasticidad, energía y fuerzas para mis capacidades físicas y morales. Me levanté de un salto.

—¿De qué se ríe? –grité al camarero sintiendo que mi semblante palidecía y que mis labios temblaban a pesar mío.

—No me río –contestó el hombre, apartándose.

—Sí; se está riendo de este señor. Y usted, ¿qué derecho tiene de sentarse aquí cuando hay clientes? No se atreva a volver –vociferé dirigiéndome al portero.

Se puso en pie y se retiró hacia la puerta, refunfuñando.

—¿Qué derecho tiene a reírse de este señor y a permanecer sentado en la sala cuando él es un cliente y usted un criado? ¿Por qué no se ha reído de mí ni se ha sentado a mi lado durante la comida? ¿Por qué él va pobremente vestido y canta por la calle, mientras que yo llevo un traje elegante? ¿No es eso? El es pobre; pero mil veces mejor que usted. El no molesta a nadie y, en cambio, usted lo ofende.

—¡Pero si no he hecho nada! ¿Por qué me dice eso? –replicó, tímidamente el camarero—.

¿Acaso le impido que esté aquí?

El camarero no me entendía; mi discurso en alemán había sido inútil. El insolente portero quiso salir en defensa del camarero; pero lo increpé con tal dureza, que fingió no comprender tampoco, y se limitó a hacer un gesto con la mano. Fuese porque la criada había notado mi excitación y temía que se armara un escándalo, fuese porque participara de mi opinión, se puso de mi lado, y trató de arreglar las cosas. Suplicó al portero que se callara y quiso tranquilizarme. «Derr Herr Hat Recht.; Sie haben Rect.» (el señor tiene razón; tiene usted razón, repetía. El hombrecillo tenía un aspecto lastimoso. Muy asustado y sin comprender mi acaloramiento n i lo que quería, me rogó que nos fuéramos cuanto antes. Pero la ira provocaba en mí cada vez mayor necesidad de hablar. Recordé a la muchedumbre que se había reído del cantante, a los que le habían escuchado sin darle nada; y no quise calmarme por nada del mundo. Si el portero y los camareros se hubiesen mostrado menos conciliadores, sin duda me hubiera pegado con ellos o hubiera asestado un bastonazo en la cabeza a alguna señorita inglesa. Si en aquel momento me hubiera encontrado en Sebastopol, seguido que me habría arrojado con placer contra una trinchera enemiga para acuchillar a los ingleses.

—¿Por qué nos han pasado a esta sala y no aquella otra? ¿Eh? –pregunté al portero, cogiéndole del brazo, para que no se fuera—. ¿Qué derecho tiene de juzgar por el aspecto de este caballero que debe estar en esta sala y no en la otra? ¿Acaso no somos todos iguales en un hotel, desde el momento en que pagamos, sin hablar ya de una república, sino en el mundo entero? ¡Es repugnante esa república de ustedes! ¡Vaya una igualdad! No se hubiera usted atrevido a introducir en esta sala a los ingleses. A los ingleses, que han escuchado cantar a este señor gratuitamente; es decir, a cualquiera de ellos, que le han robado los céntimos que debía haberle dado. ¿Cómo ha osado pasarnos a esta sala?