«No –me dije, involuntariamente—; no tienes derecho a compadecerlo ni de indignarte contra el bienestar del lord. ¿Quién ha sopesado la felicidad que se oculta en el alma de cada uno de estos hombres? Ahí está el pobre cantor, sentado en algún umbral sucio, contemplando el cielo y la luna, cantando alegremente, en esta noche fragante y serena, sin que su alma esté turbada por reproches, odios ni remordimientos. ¿quién sabe lo que sucede en el alma de los hombres que se encuentran entre estas altas y lujosas paredes? ¿Quién sabe si tienen esa alegría inconsciente y dulce de la vida, esa afinidad con el universo, que posee el alma del hombrecillo? Es infinita la bondad y la sabiduría de Aquel que ha dispuesto que existan todas estas contradicciones. Sólo a ti, gusano insignificante, que tratas de penetrar, ilegalmente y con osadía, sus leyes y sus intenciones, sólo a ti te parecen contradicciones. Desde su luminosa e inconmensurable altura, El mira dulcemente, alegrándose de la armonía en que os movéis todos, eterna y contradictoriamente. Tú, con tu orgullo, pensabas escapar a las leyes generales, Pero no; tú también, con tu mezquina indignación contra los camareros, tú también has respondido a las exigencias de la armonía de lo eterno y de lo infinito…»

18 de julio de 1857.

Tres muertes

Era en otoño. Por la gran carretera rodaban a trote largo dos carruajes. En el primero viajaban dos mujeres. Una era el ama: pálida, enferma. La otra, su criada: gorda y de sanos colores. Con la mano rolliza enfundada en un guante agujereado trataba de arreglar los cabellos cortos y lacios que salían debajo de su sombrero desteñido; su pecho erguido, envuelto en una manteleta, respiraba salud; sus vivaces ojos negros contemplaban unas veces, a través de los vidrios, los campos en fuga, y otras miraban a la dama tímidamente o se volvían con inquietud hacia el fondo del coche. El sombrero de la dama se balanceaba, colgado de un costado del coche, frente a la sirvienta, que llevaba un perrito faldero en su regazo. Los pies de ésta descansaban sobre varios estuches esparcidos en el fondo del vehículo, y chocaban a cada sacudida, al compás con el ruido de los muelles y la trepidación de los vidrios.

La clama se mecía débilmente reclinada entre los cojines, con los ojos cerrados y las manos puestas en las rodillas. Fruncía las cejas y de cuando en cuando tosía. Estaba tocada con una cofia de viaje, y en el cuello blanco y delicado llevaba enredado un pañolón azul. Una raya perfectamente recta dividía debajo de la corta sus cabellos rubios extremadamente lisos y ungidos de pomada: había no sé qué sequedad extraña en la blancura de esa raya.

La tez ajada y amarillenta había aprisionado en su flojedad las delicadas facciones: sólo las mejillas y los pómulos mostraban suaves toques de carmín.

Tenía los labios resecos e inquietos; las pestañas ralas y tiesas. Y sobre el pecho hundido caía en pliegues rectos la bata de viaje. Su rostro revelaba, a pesar de tener los ojos cerrados, cansancio, exasperación y prolongado sufrimiento.

El lacayo, apoyándose en el respaldo, cabeceaba en el pescante. A su lado, el cochero gritaba y fustigaba a los caballos, y volvía de cuando en cuando la cara hacia el otro coche.

Paralelamente se extendían anchos y veloces, sobre el lodo calizo, los surcos de las ruedas. El ciclo estaba gris y frío. La neblina, húmeda y penetrante, arropaba campos y camino.

En el carruaje de la dama se respiraba un ambiente asfixiante, cargado de olor a agua de colonia y polvo de camino. La enferma, sobresaltada, echó de pronto la cabeza hacía atrás, y abrió pausadamente sus dos grandes ojos negros, singularmente iluminados por la fiebre.

—¿Todavía no? — exclamó nerviosamente, y apartó con su mano delgada y preciosa el borde la manta de la sirvienta, que, por descuido, al caer había rozado su pie. Matriocha recogió enseguida con ambas manos la manta; se levantó un poco sobre sus recios pies y fue a sentarse más lejos, sonrojada.

Los bellísimos ojos negros de la enferma seguían con ansia los movimientos de la criada.

De pronto, se agarró del asiento con ambas manos e intentó incorporarse; pero sus fuerzas la traicionaban. Su boca se contrajo y se le desfiguró la cara con la expresión de una impotente ironía.

—Sí tú me ayudaras… pero no, gracias, no he menester de tu ayuda, yo sola puedo hacerlo!

Únicamente te suplico que no pongas detrás de mí ninguno de esos bultos… más vale que no los muevas si no sabes hacer nada.

Cerró los ojos por unos instantes, luego volvió a mover pesadamente los párpados y miró, furibunda, a la criada. Matriocha, muy confundida, se mordió los encendidos labios. La enferma exhaló un suspiro, un suspiro que terminó en un acceso de tos; se revolvía toda y luego permaneció largo rato oprimiéndose el pecho con las manos. Pasado el acceso, cerró nuevamente los ojos y continuó sentada, inmóvil.

Los dos carruajes, uno tras otro, entraron en una aldea. Matriocha sacó su mano rechoncha por debajo de la manteleta y se santiguó.

—¿Qué pasa? — inquirió la señora.

—¡Una posta, niña!

—Pero, ¿por qué te persignas?

—¡Una iglesia, niña!

La paciente se asomó por la portezuela, y comenzó a persignarse en silencio al ver la iglesia que en esos momentos rodeaba el coche.

Ambos carruajes se detuvieron de repente en la posta. Del primero descendió el marido de la dama enferma en compañía del médico, juntos se acercaron al coche en que venía la señora.

—Y, ¿cómo se siente usted? — preguntó el médico tomándole el pulso.

—¿Cómo estás, amiga mía; no te has cansado mucho? — inquirió el marido en francés, agregando: — ¿Quieres apearte?

Entretanto Matriocha, que temía interrumpir la conversación de los amos con su torpeza, se arrinconó tras de recoger todas las cajas y estuches de mano.

—Lo mismo de siempre… No me apearé –contestó desganadamente la dama.

El marido permaneció largo rato junto a la puertezuela, y se apartó luego rumbo a la venta.

Matriocha saltó entonces del coche, y corrió en las puntas de los pies, sobre el lodo, hacia el zaguán.

—Pero mis males no son una razón para que ustedes se queden sin comer —dijo al doctor, que permanecía: aún cerca de ella, dejando asomar a sus labios una débil sonrisa. «Nadie se interesa por mí», pensó mientras el doctor se alejaba, y subía por la escalera que conducía a la fonda. «En sintiéndose bien ellos, todo lo demás les importa muy poco…» — Bien, Eduardo Ivanovich —dijo el marido frotándose las manos, contento de encontrar al doctor—: He mandado que nos traigan algo que comer. ¿Qué le parece a usted?

—Sea —respondió el médico.

—Bueno, y ¿cómo sigue la enferma? — preguntó el marido suspirando.