—La otra está cerrada –replicó el portero.
—¡No es verdad! ¡No está cerrada! –vociferé.
—¡Bueno! Usted lo sabrá mejor que yo.
—¡Sé que me miente!
—¡Para qué hablar! –rezongó el portero, alejándose y encogiéndose de hombros.
—¡Nada de «para qué hablar»! ¡Lléveme inmediatamente a la otra sala!
A pesar de los consejos de la criada y de los ruegos del cantante de que nos fuéramos a acostar, exigí que llamaran al maître h’hôtel y me dirigí a la otra sala, acompañado del hombrecillo. Viéndome tan demudado, el maître h’hôtel no se molestó en discutir. Con una cortesía despectiva, dijo que podía ir donde quisiera. No me fue posible demostrar al portero que había mentido, porque desapareció antes que entrásemos en la sala.
Estaba iluminado y en una de las mesas cenaba una pareja de ingleses. Aunque nos indicaron una mesa algo retirada, me instalé, con el cantor desaliñado, en una que estaba muy cerca de los ingleses, y ordené que nos trajeran la botella que no habíamos terminado.
Al principio, la pareja se sorprendió y luego miró con odio al hombrecillo, que se sentó junto a mí, más muerto que vivo. Después de cambiar unas palabras a media voz con su acompañante, la dama rechazó el plato y, produciendo rumor con su vestido de seda, se puso en pie; ambos abandonaron la sala. A través de la puerta de cristal vi que el inglés, muy irritado, decía algo a un camarero, señalando en nuestra dirección. El camarero asomó la cabeza por la puerta. Me figuré que vendrían a echarnos y me alegré de que, al fin, podría derramar sobre ellos mi indignación. Pero, afortunadamente, aunque entonces no me pareciera así, nos dejaron en paz.
El hombrecillo, que antes se negara a beber, apuró con avidez lo que quedaba en la botella, con tal que nos fuéremos cuanto antes. Sin embargo, me agradeció con emoción, según creí, que lo hubiese obsequiado. Sus ojos tornáronse aún más húmedos y brillantes; y me dijo una frase de agradecimiento muy extraña y embrollada. Pero me gustó oírla. Venía a decir que los artistas serían felices si todo el mundo los respetase como yo, y que me deseaba toda clase de venturas.
Salimos al vestíbulo; allí estaban los camareros y mi enemigo, el portero, que, sin duda, se quejaba de mí. Todos me miraron como a un loco. Esperé a que el hombrecillo llegara hasta donde estaban; y, entonces, con todo el respeto que era capaz de expresar mi persona, me descubrí y le estreché la mano, uno de cuyos dedos estaba atrofiado. Los camareros simularon no verme. Sin embargo, uno de ellos se echó a reír con risa sardónica.
Cuando el cantante desapareció en la oscuridad, subí a mi habitación, deseando disipar, por medio del sueño, todas aquellas impresiones y aquella estúpida ira pueril que me había embargado de repente. Pero estaba demasiado excitado para poder conciliar el sueño y me fui de nuevo a la calle, con la intención de pasear hasta que me calmara. Confieso que lo hice también con la vaga esperanza de encontrar ocasión para pelearme con el portero, el camarero o el inglés y demostrarles toda su crueldad e injusticia. Pero sólo ví al portero, que, al reparar en mí, me volvió la espalda. Durante largo rato, paseé por el muelle de arriba abajo, completamente solo.
«Qué extraño es el destino de la poesía», pensé, una vez que me hube serenado un poco.
«Todos la aman y la buscan, es lo único que se desea en la vida; pero nadie reconoce su fuerza, nadie aprecia ese bien, el mejor del mundo, nadie estima ni siente gratitud por los que se lo dan a los hombres. Preguntad a cualquiera de los huéspedes del Schweizerhof cuál es el mejor bien del mundo, y todos, o el noventa y nueve por ciento, dirán, con expresión sardónica, que es el dinero. «Tal vez le desagrade esta opinión; tal vez no concuerde con sus elevadas ideas; pero ¿qué hacer si la vida humana está organizada de modo que el dinero es lo único que constituye la felicidad del hombre? No he podido impedir a mi inteligencia que vea el mundo tal y como es, o sea que vea la verdad», os contestarán. Tu espíritu es miserable, eres un ser despreciable que no sabe lo que necesita… “¿Por qué habéis abandonado vuestra patria, vuestras ocupaciones y negocios y os habéis reunido en esa pequeña ciudad de Suiza llamada Lucerna? ¿Por qué os habéis asomado a los balcones y habéis escuchado con respetuoso silencio las canciones del infeliz mendigo? Si hubiese cantado más, lo habríais seguido escuchando en silencio. ¿Acaso se os podría echar de vuestra patria y obligaros a reuniros en ese rinconcito de Lucerna, por dinero, así fuese por millones? ¿Se os podría obligar a permanecer inmóviles y callados en los balcones? ¡No! Tan sólo una cosa os obliga a proceder así y seguirá moviéndoos eternamente con mayor fuerza que los demás móviles; la necesidad de poesía que no reconocéis, pero que sentís y que sentiréis, mientras os quede algo de humano. La palabra «poesía» os parece ridícula, la pronunciáis en tono despectivo, admitís el amor a la poesía sólo en los niños y en las señoritas necias, y aún de ellos os reís; vosotros sólo necesitáis lo positivo. Pero los niños consideran la vida de un modo sensato; saben lo que se debe amar y lo que da la felicidad; a vosotros, en cambio, os ha pervertido la vida hasta el punto de que os burláis de lo único que amáis y buscáis solamente lo que aborrecéis y lo que hace vuestra desgracia. Estáis tan ofuscados, que no comprendéis vuestra obligación hacia vuestra obligación hacia el pobre tirolés, que os proporciona un placer puro; y, sin embargo, os figuráis que debéis humillaros ante un lord y sacrificar vuestra tranquilidad y vuestro bienestar sin oficio ni beneficio. ¡Qué absurdo! ¡Qué insensatez! Pero no es eso lo que más me llama la atención esta noche. Conozco perfectamente, estoy casi acostumbrado a que la gente ignore lo que le proporciona la felicidad y a que sea insensible respecto de los placeres poéticos, pues me encuentro a menudo con tales casos en la vida. Tampoco constituye nada nuevo para mí la grosera crueldad de la multitud; digan lo que digan los defensores del buen sentido del pueblo, éste no es sino la unión de seres humanos, desde luego; pero que se unen solamente por su lado animal y grosero; y lo único que expresan es la debilidad y crueldad de la naturaleza humana. Pero vosotros, hijos de una nación libre y humanitaria; vosotros, que sois cristianos; vosotros, que sois sencillamente hombres, ¿cómo habéis podido responder con frialdad y burla al placer puro que os ha proporcionado un pobre ser que pide? En vuestra patria hay asilos para pobres. No hay mendigos, no debe haberlos, ni debe existir el sentimiento de compasión sobre el que se basa la mendicidad. Pero el cantor ha trabajado, os ha proporcionado un placer, pidiéndoos que le dierais a cambio un poquito de lo que os sobra.
Vosotros le habéis examinado con una sonrisa fría, como si se tratara de una rareza, desde vuestras lujosas habitaciones. Erais más de cien personas ricas y felices; pero ninguna se ha dignado echarle un solo céntimo. Y cuando se alejó, avergonzado de vosotros, el pueblo insensato no os persiguió y ofendió a vosotros, sino a él, porque os habíais mostrado fríos, crueles e indignos; porque le habíais robado el placer que os ofreciera.
El 7 de julio de 1857, un pobre cantante callejero cantó y tocó la guitarra por espacio de media hora ante el hotel Schweizerhof, de Lucerna, en el que se hospedaba gente muy rica.