¡Qué diferencia con nuestra pensión de París! Allí nos reuníamos veinte personas de diversas nacionalidades, profesiones y caracteres; y, bajo la influencia de la sociedad francesa, acudíamos a la mesa común como a una diversión. Inmediatamente, la conversación, salpicada de bromas y juegos de palabras, se hacía general, aunque a menudo el idioma fuera diferente. Cada cual expresaba lo que se le ocurría sin preocuparse de cómo lo iba a decir.
Teníamos a nuestro filósofo, nuestro discutidor, nuestro bel esprit; todo era común. En cuanto acabábamos de comer, solíamos retirar la mesa y, llevando el compás o sin llevarlo, bailábamos una polca por la alfombra cubierta de polvo. Aunque algunos eran ligeros de cascos; otro, de escasa inteligencia, y otros, señores respetables, todos éramos personas, tanto la condesa española, con sus románticas aventuras, como el abate italiano, que después de comer declamaba La Divina Comedia; el doctor americano, admitido en las Tullerías; el joven dramaturgo de largos cabellos; la pianista que aseguraba haber compuesto la mejor polca del mundo y la hermosa y desconsolada viuda, que llevaba tres sortijas, en cada dedo. Aunque de modo superficial, todos nos tratábamos humana y amistosamente; y nos llevábamos los unos de los otros un recuerdo agradable e incluso sincero y cordial. En cambio, cuando me encuentro ante una mesa en torno a la cual se reúnen ingreses y contemplo esos encajes, cintas, anillos y vestidos de seda, pienso cuántas mujeres serían felices y proporcionarían la dicha a otros con estas cosas. Es extraño pensar que tal vez estos seres que están sentados unos junto a otros, ignorándose, podrían llegar a ser amigos inmejorables y felices amantes, Sólo Dios sabrá por qué jamás se concederán la felicidad que está en sus manos y que anhelan con tanto ardor.
Me sentí triste, como siempre me sucede después de una comida así. Sin terminar el postre, salí a deambular por la ciudad, es muy mala disposición de ánimo. Las estrechas calles, sucias y oscuras; las tiendas, que cerraban en aquel momento, los obreros borrachos, las mujeres que iban a buscar agua y las señoras, tocadas con sombreros, que se deslizaban a lo largo de las casas, volviendo la cabeza y ocultándose por las callejuelas, no hicieron más que aumentar mi mal humor.
Sin mirar en torno de mí y sin pensar en nada, me dirigí al hotel, con la esperanza de librarme de mi mal humor por medio del sueño. Experimentaba una sensación de frío en le alma, de soledad y de angustia, como sucede a veces, sin causa aparente, al llegar a un lugar nuevo.
Caminaba por el muelle hacia el Schweizerhof cuando, de pronto, me llamaron la atención unos sonidos extraños, aunque dulces y agradables. Esa música me reanimó instantáneamente. Era como si se hubiese infiltrado en mi alma una luz alegre y radiante. Me sentí a gusto. Mi atención, que había estado adormecida, se fijó de nuevo en los objetos circundantes. La belleza de la noche y del lago, hacia la que momentos antes me había sentido indiferente, me sorprendió, como una novedad. En el acto reparé en el cielo sombrío, cruzado por grises nubes e iluminando por la luna naciente; en el lago verde oscuro, en cuya superficie lisa se reflejaban miles de lucecillas; en las montañas de la lejanía, cubiertas de bruma; en el croar de las ranas de Freshenburg, y en el canto de las codornices, que llegaba desde la otra orilla. Delante de mí –en el lugar desde el cual se oía la música y que atraía principalmente mi atención— divisé, en la penumbra, en medio de la calle, un grupo de personas en compacto semicírculo; y, a cierta distancia, un hombrecillo vestido de negro. Más allá se recortaban, elegantemente, en el cielo oscuro, las verjas negras de unos jardines y, a ambos lados de la vieja catedral, erguíanse, majestuosas, las dos austeras flechas de sus torres.
Conforme iba acercándome, los sones se distinguían con más claridad. Oía distintamente los dulces acordes de una guitarra, que vibraban en el aire, y varias voces que, interrumpiéndose unas a otras, sin cantar toda la melodía, entonaban algunos pasajes, que permitían adivinarla. Era una especie de mazurca, bella y graciosa. A ratos, las voces parecían estar cerca, a ratos lejos; y otra se oía un tenor, ora un bajo o bien una voz de falsete, que cantaba al estilo tirolés. Aunque no pude comprender bien qué clase de canción era, la encontré encantadora. Los débiles y apasionados acordes de la guitarra, la deliciosa melodía, y la figura del hombrecillo de negro, en medio del decorado fantástico que formaban el oscuro lago, la luna velada, las enormes flechas de las torres, que se erguían silenciosas, y las verjas negras de los jardines, todo esto resultaba extraño, pero indescriptiblemente bello o, al menos, así me lo pareció.
Repentinamente, todas las impresiones involuntarias y confusas adquirieron significado y encanto para mí. Era como si se hubiera abierto en mi alma una flor lozana y perfumada. En lugar del cansancio y de la indiferencia que había sentido momentos antes por todo lo existente, experimenté, de pronto, la necesidad de amar y una inmotivada alegría de vivir.
“¿Qué más puedo desear?», me dije. «La belleza y la poesía me rodean. Debo disfrutar de ellas hasta donde me alcancen las fuerzas. ¿Qué más puedo pedir? Todo esto es mío, todo el bien…»
Me acerqué más. El hombrecillo debía de ser un tirolés vagabundo. Estaba ante las ventanas del hotel, con un pie hacia delante y la cabeza levantada, rasgueando en las cuerdas de la guitarra y cantando en diferentes tesituras. Inmediatamente, sentí ternura y agradecimiento hacia aquel hombre, por la transformación que había provocado en mí.
Pude distinguir que iba vestido con una vieja levita negra, que tenía los cabellos negros y que se cubría con una sencilla gorra. Su indumentaria no tenía nada de artística; su postura y sus movimientos traviesos, alegres e infantiles, y su pequeña estatura, le daban un aspecto lastimoso y divertido al mismo tiempo. En las ventanas y en los balcones del hotel, magníficamente iluminados, se veían damas con elegantes trajes de anchas faldas y caballeros que lucían blanquísimos cuellos. Junto a la puerta estaban el portero y los criados, con sus libreas de galones dorados. En medio de semicírculo que formaban la gente y algo más lejos, en el paseo, bajo los tilos, se habían reunido los camareros del hotel, con sus flamantes trajes, los cocineros con sus gorras y sus chaquetas blancas, algunas muchachas, que permanecían abrazadas, y paseantes. Sin duda todos experimentaban el mismo sentimiento que yo, todos estaban callados escuchando atentamente al hombrecillo.
Reinaba el silencio; sólo a ratos se oían, a lo lejos, los golpes uniformes de un martillo, que transmitía el agua; el croar de las ranas desde Freshenburg, y el monótono canto de las codornices.
Lo mismo que un ruiseñor, el hombrecillo cantaba en la oscuridad, copla tras copla y canción tras canción. A pesar de que ya había llegado junto a él, su canto seguía pareciéndome delicioso. Su voz no era potente, pero sí muy agradable; eran extraordinarios, el gusto y la delicadeza con la que emitía; revelaban un talento natural. Modificaba cada estribillo; y era evidente que esos graciosos cambios eran improvisados. A ratos se oía un murmullo de aprobación entre los que estaban en el paseo o los que se asomaban a las ventanas. Cada vez era mayor el número de caballeros y damas elegantes que aparecían en el Schweizerhof. Los paseantes se detenían en el muelle; había por doquier, al pie de los tilos, grupitos de hombres y mujeres. Junto a mí, y algo separado de la gente, se hallaban un lacayo y un cocinero de casas aristocráticas. Ambos fumaban cigarros. El cocinero sentía vivamente el encanto de la música. A cada nota de falsete, movía la cabeza, entusiasmado; y empujaba al lacayo con el codo, con una expresión que quería decir: “¡Qué bien canta! ¿Eh?» El lacayo, cuya sonrisa daba a entender todo lo que disfrutaba, se limitaba a encogerse de hombros, con lo cual quería significar que a él era difícil asombrarle, pues había oído cantar mejor.