En el cautiverio aprendió a hacer botas: y, con el dinero que ganó en su nuevo oficio, compró el libro de los Mártires, que solía leer cuando había luz en su celda. Los días festivos iba a la iglesia de la prisión, leía el Libro de los Apóstoles y cantaba en el coro. Su voz se había conservado bastante bien. Los jefes de la prisión querían a Aksenov por su carácter tranquilo. Sus compañeros le llamaban «abuelito» y «hombre de Dios». Cuando querían pedir algo a los jefes, lo mandaban como representante y, si surgía alguna pelea entre ellos, acudían a él para que pusiera paz.

Aksenov no recibía cartas de su casa e ignoraba si su mujer y sus hijos vivían.

Un día trajeron a unos prisioneros nuevos a Siberia. Por la noche, todos se reunieron en torno a ellos y los preguntaron de dónde venían y cuál era el motivo de su condena. Aksenov acudió también junto a los nuevos prisioneros y, con la cabeza inclinada, escuchó lo que decían.

Uno de los recién llegados era un viejo, bien plantado, de unos sesenta años, que llevaba una barba corta entrecana. Contó porqué le habían detenido.

–Amigos míos, me encuentro aquí sin haber cometido ningún delito. Un día desaté el caballo de un trineo y me acusaron de haberlo robado. Expliqué que había hecho aquello porque tenía prisa en llegar a determinado lugar. Además, el cochero era amigo mío. No creía haber hecho nada malo sin embargo, me acusaron de robo. En cambio, las autoridades no saben dónde ni cuándo robé de verdad. Hace tiempo cometí un delito, por el que hubiera debido haber estado aquí. Pero ahora me han condenado injustamente.

–¿De dónde eres? –preguntó uno de los prisioneros.

–De la ciudad de Vladimir. Me dedicaba al comercio. Me llamo Makar Semionovich.

Aksenov preguntó levantando la cabeza:

–¿Has oído hablar allí de los Aksenov?

–¡Claro que sí! Es una familia acomodada, a pesar de que el padre está en Siberia. Debe ser un pecador como nosotros. Y tú, abuelo. ¿Por qué estás aquí?

A Aksenov no le gustaba hablar de su desgracia.

–Hace veinte años que estoy en Siberia a causa de mis pecados –dijo suspirando.

–¿Qué delito has cometido? –preguntó Makar Semionovich.

–Si estoy aquí, será que lo merezco –exclamó Aksenov, poniendo fin a la conversación.

Pero los prisioneros explicaron a Makar Semionovich por qué se encontraba Aksenov en Siberia; una vez que iba de viaje, alguien mató a un comerciante y escondió el cuchillo ensangrentado entre las cosas de Aksenov. Por ese motivo, le habían condenado injustamente.

–¡Qué extraño! ¡Qué extraño! ¡Cómo has envejecido, abuelito! –exclamó Makar Semionovich, después de examinar a Aksenov; y le dio una palmada en las rodillas.

Todos le preguntaron de qué se asombraba y dónde había visto a Aksenov; pero Makar Semionovich se limitó a decir:

–Es extraño, amigos míos, que nos hayamos tenido que encontrar aquí.

Al oír las palabras de Makar Semionovich, Aksenov pensó que tal vez supiera quién había matado al comerciante.

–Makar Semionovich: ¿has oído hablar de esto antes de venir aquí? ¿Me has visto en alguna parte? –preguntó.

–El mundo es un pañuelo y todo se sabe. Pero hace mucho tiempo que oí hablar de ello, y ya casi no me acuerdo.

–Tal vez sepas quién mató al comerciante.

–Sin duda ha sido aquel entre cuyas cosas encontraron el cuchillo –replicó Makar Semionovich, echándose a reír–. Incluso si alguien lo metió allí. Cómo no lo han cogido, no le consideran culpable.

¿Cómo iban a esconder el cuchillo en tu saco si lo tenías debajo de la cabeza? Lo habrías notado.

Cuando Aksenov oyó esto, pensó que aquel hombre era el criminal. Se puso en pie y se alejó. Aquella noche no pudo dormir. Le invadió una gran tristeza. Se representó a su mujer, tal como era cuando le acompañó, por última vez, a una feria. La veía como si estuviese ante él; veía su cara y sus ojos y oía sus palabras y su risa. Después se imaginó a sus hijos como eran entonces, pequeños aún, uno vestido con una chaqueta y el otro junto al pecho de su madre. Recordó los tiempos en que fuera joven y alegre; y el día en que hablaba sentado en el porche de la posada, tocando la guitarra, y vinieron a detenerle. Recordó cómo le azotaron y le pareció volver a ver al verdugo, a la gente que estaba alrededor, a los presos… Se le representó toda su vida durante aquellos veintiséis años hasta llegar a viejo. Fue tal su desesperación, al pensar en todo esto, que estuvo a punto de poner fin a su vida.

«Todo lo que me ha ocurrido ha sido por este malhechor», pensó.

Sintió una ira invencible contra Makar Semionovich y quiso vengarse de él, aunque esta venganza le costase la vida. Pasó toda la noche rezando, pero no logró tranquilizarse. Al día siguiente, no se acercó para nada a Makar Semionovich, y procuró no mirarlo siquiera.

Así transcurrieron dos semanas. Aksenov no podía dormir y era tan grande su desesperación, que no sabía qué hacer.

Una noche empezó a pasear por la sala. De pronto vio que caía tierra debajo de un catre.

Se detuvo para ver qué era aquello. Súbitamente, Makar Semionovich salió de debajo del catre y miró a Aksenov con expresión de susto. Este quiso alejarse; pero Makar Semionovich, cogiéndole de la mano, le contó que había socavado un paso debajo de los muros y que todos los días, cuando lo llevaban a trabajar, sacaba la tierra metida en las botas.

–Si me guardas el secreto, abuelo, te ayudaré a huir. Si me denuncias, me azotarán; pero tampoco te vas a librar tú, porque te mataré.

Viendo ante sí al hombre que le había hecho tanto daño; Aksenov tembló de pies a cabeza. Invadido por la ira, se soltó de un tirón y exclamó.

–No tengo por qué huir, ni tampoco tienes por qué matarme; hace mucho que lo hiciste. Y en cuanto a lo que preparas, lo diré o no lo diré, según Dios me de a entender.

Al día siguiente, cuando sacaron a los presos a trabajar, los soldados se dieron cuenta de que Makar Semionovich llevaba tierra en las cañas de las botas. Después de una serie de búsquedas, encontraron el subterráneo que había hecho. Llegó el jefe de la prisión para interrogar a los presos. Todos se negaron a hablar. Los que sabían que era Makar Semionovich, no le delataron, porque le constaba que le azotarían hasta dejarlo medio muerto.

Entonces, el jefe de la prisión se dirigió a Aksenov. Sabía que era veraz.

–Abuelo, tú eres un hombre justo. Dime quién ha cavado el subterráneo, como si estuvieras ante Dios.

Makar Semionovich miraba el jefe de la prisión como si tal cosa; no se volvió siquiera hacia Aksenov. A éste le temblaron las manos y los labios. Durante largo rato no pudo pronunciar ni una sola palabra, «¿Por qué no delatarle cuando él me ha perdido? Que pague por todo lo que me ha hecho sufrir. Pero si lo delato, le azotarán. ¿Y si le acuso injustamente?