Tomé una almohada y la puse en un extremo, hice un hueco en el otro con mi puño y la coloqué allí, para luego doblar su gorro de dormir en cuatro y cubrirla hasta la cabeza con él.

Continuó inmóvil. Apagué la vela y súbitamente oí su voz desde la almohada:

—Leva, ¿por qué me he vuelto de porcelana?

No supe qué contestar, y ella repitió:

—¿Cambiará algo entre nosotros el que yo sea de porcelana?

No quise apenarla y respondí que no. Volví a tocarla en la oscuridad; estaba quieta como antes, fría y de porcelana. Su estómago seguía siendo el mismo que en vida, sobresalía un poco, hecho poco natural para una muñeca de porcelana. Entonces experimenté un extraño sentimiento. Me pareció agradable que hubiese adquirido aquel estado y ya no me sentí sorprendido. Ahora todo resultaba natural. La levanté, me la pasé de una mano a la otra para abrigarla bajo mi cabeza. Le gustó. Nos dormimos. Por la mañana me levanté y sali sin mirarla. Todo lo sucedido el día anterior me parecía demasiado terrible. Cuando regresé a la hora de comer, había recuperado su estado normal, pero no le recordé su transformación, temiendo apenarlas a ella y a la tía. Sólo te lo he contado a ti. Creí que todo había pasado, pero cada día, al quedarnos solos, ocurre lo mismo. De pronto se convierte en un minúsculo ser de porcelana. En presencia de los demás continúa igual que antes. No se siente abatida por ello, ni tampoco yo. Por extraño que pueda parecerte, confieso con franqueza que me alegro, y aun pese a su condición de porcelana, somos muy felices.

Te escribo todo esto, querida Tania, para que prepares a sus padres para la noticia y para que papá investigue con los médicos el significado de esta transformación y si no puede ser perjudicial para el niño que esperamos. Ahora estamos solos, está sentada bajo mi corbata de lazo y siento como su nariz puntiaguda me rasca el cuello. Ayer la dejé sola en una habitación y al entrar vi que «Dora», nuestra perrita, la había arrastrado hasta una esquina y jugaba con ella. Estuvo a punto de romperla. Le pegué a «Dora», metí a Sonia en el bolsillo de mi chaleco y la conduje a mi estudio. Ahora estoy esperando de Tula una cajita de madera que he encargado, cubierta de tafilete en el exterior y con el interior forrado de terciopelo frambuesa, con un espacio arreglado para que pueda ser llevada con los codos, cabeza y espalda dispuestos de tal modo que no pueda romperse. La cubriré también totalmente de gamuza.

Estaba escribiendo esta carta cuando ha ocurrido una terrible desgracia. Ella estaba sobre la mesa cuando Natalia Petrovna la ha empujado al pasar. Ha caído al suelo y se ha roto una pierna por encima de la rodilla, y el tronco. Alex dice que puede arreglarse con un pegamento a base de clara de huevo. Si tal receta se conoce en Moscú, envíamela, por favor.

Los tres staretzi [27]

Y orando, no habléis inútilmente, como los paganos, que piensan que por su parleria serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos, porque vuestro padre sabe de que cosas tenéis necesidad, antes de que vosotros le pidáis.

SAN MATEO, VI, 7 y 8

El arzobispo de Arcángel navegaba hacia el monasterio de Solovski. Iban en el buque varios peregrinos que se dirigían al mismo lugar para adorar las sagradas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba serenamente.

Algunos peregrinos se habían recostado, otros comían; otros, sentados, conversaban en pequeños grupos. El arzobispo subió al puente y comenzó a pasearse. Al acercarse a la proa vio un grupito de pasajeros y en el centro un mujik que hablaba señalando un punto en el horizonte. Los demás lo escuchaban con atención.

El arzobispo se detuvo y miró en la dirección que señalaba el mujik; pero sólo vio el mar, cuya bruñida superficie resplandecía a la luz del sol. El arzobispo se acercó al corro y prestó atención. El mujik, al verlo, se descubrió y calló. Los demás lo imitaron, descubriéndose respetuosamente.

—No os violentéis, hermanos míos —dijo el prelado—. Yo también quiero oír lo que cuenta el mujik.

—Pues bien —dijo un comerciante que parecía menos intimidado que los demás componentes del grupo—, nos contaba la historia de los tres staretzi. (Así llaman en Rusia a los religiosos de avanzada edad.) — ¡Ah! — dijo el arzobispo—. ¿Y qué historia es ésa?

Y, acercándose a la borda, se sentó sobre un cajón.

—Habla —agregó, dirigiéndose al campesino—, yo también quiero oírte. ¿Qué señalabas, hijo mío?

—Aquel islote —respondió el campesino, mostrando, a su derecha, un punto del horizonte—.

Justamente en ese islote los tres staretzi trabajan por la salvación de su alma.

—Pero, ¿dónde está el islote?

—Mire usted en la dirección de mi mano. ¿Ve esa nubecilla? Pues bien, algo más bajo, a la izquierda. Esa especie de faja gris.

El arzobispo miraba con atención, pero como el agua centelleaba y él no tenía costumbre, nada alcanzaba a ver.

—Pues no veo nada —dijo—. Mas, ¿quiénes son esos staretzi y cómo viven?

—Son hombres de Dios —contestó el campesino—. Hace ya mucho que oí hablar de ellos, pero hasta el verano pasado no tuve oportunidad de verlos.

El mujik reanudó su relato. Un día que había salido a pescar, un temporal lo arrastró hasta aquel islote desconocido. Echó a caminar y descubrió una minúscula cabaña, junto a la cual estaba uno de los staretzi. Poco después aparecieron los otros dos. Al ver al campesino, pusieron sus ropas a secar y lo ayudaron a reparar su barca.

—¿Y cómo son? — preguntó el arzobispo.

—Uno de ellos es encorvado, pequeño y muy viejo. Viste una raída sotana y parece tener más de cien años. Su blanca barba empieza a adquirir una tonalidad verdosa. Es sonriente y apacible como un ángel del cielo. El segundo, un poco más alto, lleva un andrajoso capote. Su luenga barba gris tiene reflejos amarillos. Es muy vigoroso: puso mi barca boca abajo como si se tratara de una cáscara de nuez, sin darme tiempo a ayudarlo. El también parece siempre contento. El tercero es muy alto: su barba es blanca como el plumaje del cisne y le llega hasta las rodillas. Es un hombre melancólico, de hirsutas cejas, que sólo cubre su desnudez con un trozo de tela hecha de fibras trenzadas, que se sujeta a la cintura.

—¿Y qué te dijeron? — preguntó el sacerdote.

—Oh, hablaban muy poco, aun entre ellos. Les bastaba una mirada para entenderse. Le pregunté al más anciano si hacía mucho tiempo que vivían allí y él no sé qué me respondió con tono de fastidio. Pero el más pequeño lo tomó de la mano, sonriendo, y el alto enmudeció.

«El viejecito dijo solamente: «Haznos el favor…

«Y sonrió.»