El arzobispo llegó al buque y subió al puente. Levaron anclas, el viento hinchó las velas y la nave se puso en marcha continuando el viaje interrumpido.

El arzobispo se sentó a popa, con la mirada clavada en el islote. Aún se divisaba a los tres staretzi. Después desaparecieron y sólo se vio la isla. Y por último ésta también se desvaneció en lontananza y quedó el mar solo y cintílate bajo la luna.

Se recogieron los peregrinos y el silencio envolvió el puente. Pero el arzobispo aún no quería dormir. Solo en la popa, contemplaba el mar, en dirección del islote, y pensaba en los buenos staretzi. Recordaba la dicha que habían experimentado al aprender la plegaria y agradecía a Dios que lo hubiera señalado para ayudar a aquellos santos varones, enseñándoles la palabra divina.

Esto pensaba el arzobispo, con la mirada fija en el mar, cuando vio algo que blanqueaba y fulguraba en la estela luminosa de la luna. Será una gaviota o una vela blanca. Miró con más atención, y se dijo: sin duda es una barca de vela que nos sigue. ¡Pero cuán veloz avanza!

Hace un instante estaba lejos, muy lejos, y ahora ya está cerca. Además, no se parece a ninguna de las barcas que yo he visto, y esa vela tampoco parece una vela.

No obstante, aquello los sigue y el arzobispo no atina a descubrir qué es. ¿Un buque, un ave, un pez? También parece un hombre, pero es más grande que un hombre. Y, además, un hombre no podría caminar sobre el agua.

Se levantó el arzobispo y fue adonde estaba el piloto.

—¡Mira! — le dijo—. ¿Qué es eso?

Pero en ese instante advierte que son los staretzi que se deslizan sobre el mar y se acercan a la nave. Sus níveas barbas lanzan un intenso resplandor.

El piloto deja la barra y grita: — ¡Señor, los staretzi nos persiguen sobre el mar, y corren por las olas como por el suelo!

Al oír estos gritos, los pasajeros se levantaron y lanzáronse hacia la borda. Entonces todos vieron a los staretzi que se deslizaban por el mar, tomados de la mano y que los de los extremos hacían señas de que el buque se detuviera.

Aún no habían tenido tiempo de detener la marcha, cuando los tres staretzi llegaron junto al barco, y levantando los ojos dijeron: — Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos enseñaste. Mientras lo repetíamos lo recordábamos, pero una hora después olvidamos una palabra, y no podemos recitar la plegaria. Enséñanosla otra vez.

El arzobispo se persignó y dijo inclinándose hacia los staretzi: — Vuestra oración llegará igualmente al Señor, santos staretzi. No soy yo quien debe enseñaros. ¡Rogad por nosotros, pobres pecadores!

Y el arzobispo los saludó con veneración. Los staretzi permanecieron un instante inmóviles, después se volvieron y se alejaron sobre el mar.

Y hasta el alba se vio un gran resplandor del lado por donde habían desaparecido.

Melania y Akulania

Aquel año llegó pronto la Semana Santa.

Apenas se había terminado de viajar en trineo, la nieve cubría aún los patios y por la aldea, fluían algunos riachuelos. En un callejón, entre dos patios, se había formado una charca. Dos chiquillas de dos casas distintas —una pequeña y la otra un poco mayor— se encontraban en la orilla.

Ambas tenían vestidos nuevos: azul, la más pequeña; y amarillo, con dibujos, la mayor. Y las dos llevaban pañuelos rojos en la cabeza. Al salir de misa, corrieron a la charca y, tras enseñarse sus ropas, se habían puesto a jugar. La pequeña quiso entrar en el agua sin quitarse los zapatos; pero la mayor le dijo:

—No hagas eso, Melania; tu madre te va a retar. Me descalzaré; descálzate tú también.

Se quitaron los zapatos, se metieron en la charca y se encaminaron una al encuentro de la otra. A Melania le llegaba el agua hasta los tobillos.

—Esto está muy hondo; tengo miedo, Akulina.

—No te preocupes, la charca no es más profunda en ningún otro sitio. Ven derecho hacia donde estoy.

Cuando ya iban juntas, Akulina dijo:

—Ten cuidado, Melania, anda despacio para no salpicarme.

Pero, apenas hubo pronunciado estas palabras, Melania dio un traspié y salpicó el vestidito de su amiga. Y no sólo el vestidito sino también sus ojos y su nariz. Al ver su ropa nueva manchada, Akulina se enojó con Melania y corrió hacia ella, con intención de pegarle.

Melania tuvo miedo; comprendió que había hecho un desaguisado y se precipitó fuera del charco, con la intención de correr hacia su casa. En aquel momento pasaba por allí la madre de Akulina. Al reparar en que su hija tenía el vestido manchado, Le gritó:

—¿Dónde te has puesto así, niña desobediente?

—Ha sido Melania. Me ha salpicado a propósito.

La madre de Akutina agarró a Melania y le propinó un golpe en la cabeza. La pequeña alborotó con sus gritos toda la calle y no tardó en acudir su madre.

—¿Por qué pegas a mi hija? — exclamó, y se puso a discutir con su vecina. Las dos mujeres se insultaron. Los campesinos salieron de sus casas y la gente se aglomeró en la calle. Todos gritaban, pero nadie escuchaba al otro. En la pelea, se empujaron entre sí y ya era inminente una batalla, cuando intervino una vieja, la abuela de Akulina. Se adelantó hacia el grupo de los campesinos y comenzó a suplicarles que se calmasen.

—¿Qué hacen? En un día tan sagrado, deberían regocijarse en vez de pecar de este modo.

Pero nadie hizo caso de la viejecita y poco faltó para que la derribaran. Nada hubiera podido conseguir, a no ser por Akulina y Melania. Mientras las mujeres se peleaban, Akulina había limpiado las manchas del vestido y había salido de nuevo hacia la charca. Tomó una piedra y con ella apartó la tierra para que el agua corriera por la calle. Melania se acercó a ayudarla con una astillita. Así, el agua llegó al sitio en que la andana trataba de separar a los contendientes. Las niñas venían corriendo a ambos lados del arroyo:

—¡Alcánzala! ¡Melania, alcánzala! — gritaba Akulina. La pequeña no podía replicar, ahogada por la risa. Y las dos niñas siguieron corriendo, divertidas con la astillita que el agua arrastraba. Llegaron junto a los campesinos. Al verlas, la vieja exclamó, dirigiéndose a estos:

—¡Teman a Dios! Están peleando precisamente por causa de estas dos niñas, cuando ellas se han olvidado de todo hace rato y juegan en amor y compañía. Son más inteligentes que todos ustedes.

Los hombres miraron a las niñas y se avergonzaron de su proceder. Luego, se burlaron de sí mismos y cada cual se volvió a su casa.

«Si no sois como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos.»

El origen del mal