Mientras hablaba el campesino, el barco se había acercado a un grupo de islas.

—Ahora se divisa perfectamente el islote —observó el comerciante—. Mire usted, Ilustrísima —añadió, extendiendo el brazo.

El arzobispo vio una faja gris. Era el islote. Permaneció inmóvil un largo rato, y después, pasando de proa a popa, dijo al piloto: — ¿Qué islote es aquél?

—Uno de tantos. No tiene nombre.

—¿Es cierto que allí trabajan los staretzi por la salvación de su alma?

—Eso dicen, mas no sé si es cierto. Los pescadores aseguran haberlos visto. Pero a veces se habla por hablar.

—Me gustaría desembarcar en el islote para ver a los staretzi —dijo el arzobispo—. ¿Es posible?

—Con el buque, no —respondió el piloto—. Para eso hay que utilizar el bote, y sólo el capitán puede autorizarnos a lanzarlo al agua.

Se dio aviso al capitán.

—Quiero ver a los staretzi —dijo el arzobispo—. ¿Puede llevarme?

El capitán intentó disuadirlo.

—Es fácil —dijo—, pero perderemos mucho tiempo. Y casi me atrevería a decir a Su Ilustrísima que no vale la pena verlos. He oído decir que esos ancianos son unos necios, que no entienden lo que se les dice y casi no saben hablar.

—Sin embargo, quiero verlos. Pagaré lo que sea. Pero le ruego disponer que me lleven a verlos.

La cosa quedó resuelta. Se realizaron los preparativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de bordo y el buque enfiló hacia la isla. Colocaron a proa una silla para el arzobispo, quien sentado en ella clavó la mirada en el horizonte. Los pasajeros también se reunieron para ver el islote de los staretzi. Los que tenían buena vista divisaban ya las rocas de la isla y mostraban a los demás la diminuta choza. Bien pronto uno de ellos descubrió a los tres staretzi.

El capitán trajo un anteojo, miró y lo pasó al arzobispo.

—Es cierto —dijo—. A la derecha, junto a un gran peñasco, se ven tres hombres.

El arzobispo enfocó el largavista en la dirección señalada, y vio, efectivamente, tres hombres: uno muy alto, otro más bajo y el tercero muy pequeño. Estaban de pie, junto a la orilla, tomados de la mano.

—Aquí debemos anclar el buque —dijo el capitán al arzobispo—. Su Ilustrísima debe embarcar en el bote. Nosotros lo esperaremos.

Echaron el ancla, recogieron las velas y el barco empezó a cabecear. Botaron la canoa, saltaron a ella los remeros y el arzobispo descendió por la escala.

Se sentó en un banco de popa y los marinos remaron en dirección del islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se distinguía perfectamente a los tres staretzi: uno muy alto casi desnudo, salvo por un trozo de tela ceñido a la cintura y hecho de fibras entrelazadas; otro más bajo, con un capote harapiento, y por último el más viejo, encorvado y vestido con sotana. Estaban los tres tomados de la mano.

Llegó el bote a la orilla, saltó a tierra el arzobispo y bendiciendo a los staretzi, que se deshacían en reverencias, les habló así: — He sabido que trabajan aquí por la eterna salvación de vuestra alma, amados staretzi, y que rezáis a Cristo por el prójimo. Yo, indigno servidor del Altísimo, he sido llamado por su gracia para apacentar sus ovejas. Y puesto que servís al Señor, he querido visitaros para traeros la palabra divina.

Los staretzi callaron, se miraron y sonrieron.

—Decidme cómo servís a Dios —prosiguió el arzobispo.

El staretzi que estaba en el centro suspiró y miró al viejecito.

El staretzi más alto hizo un gesto de fastidio y también se volvió hacia el anciano.

Este sonrió y dijo: — Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.

—Pues entonces —dijo el arzobispo—, ¿cómo rezáis?

—Nuestra oración es ésta: «Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia».

Y no bien el viejecillo pronunció estas palabras los tres staretzi alzaron la mirada al cielo y repitieron: — Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia.

Sonrió el arzobispo y dijo: — Evidentemente habéis oído hablar de la Santísima Trinidad, más no es así como se debe rezar. Os he tomado afecto, venerables staretzi, porque advierto que queréis complacer a Dios. Pero ignoráis cuál es la forma de servirlo. Esa no es la manera de rezar. Oídme, que yo os la enseñaré. Lo que os diré está en las Sagradas Escrituras de Dios, que dicen cómo debemos dirigirnos a El.

Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a los hombres y les explicó el misterio de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Después agregó: — El Hijo de Dios descendió a la Tierra para salvar al género humano, y a todos nos enseñó a rezar. Atended y repetid conmigo —y el arzobispo empezó—: — Padre nuestro…

Y el primer staretzi repitió: — Padre nuestro…

Y el segundo dijo asimismo: — Padre nuestro…

Y el tercero: — Padre nuestro…

—Que estás en los Cielos… — prosiguió el arzobispo.

Y los staretzi repitieron: — Que estás en los Cielos…

Pero el que estaba en el medio se equivocaba y decía una palabra por otra; el más alto no podía seguir porque los bigotes le tapaban la boca, y el viejecito, que no tenía dientes, pronunciaba muy mal.

El arzobispo recomenzó la oración y los staretzi volvieron a repetirla. El prelado se sentó en una piedra y los staretzi hicieron círculo alrededor de él, mirándolo fijamente y repitiendo todo lo que decía.

Todo el día, hasta la llegada de la noche, el arzobispo luchó con ellos, repitiendo la misma palabra diez, veinte, cien veces, y tras él los staretzi se atascaban, él los corregía y vuelta a empezar.

El arzobispo no se separó de los staretzi hasta que les hubo enseñado la divina oración. La repitieron con él, y después solos. El staretzi del medio la aprendió antes que los otros, y la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la hizo repetir varias veces, y sus compañeros lo imitaron.

Empezaba a oscurecer y la luna se levantaba sobre el mar cuando el arzobispo se incorporó para volver al buque. Se despidió de los staretzi, quienes lo saludaron inclinándose hasta el suelo. El los hizo incorporarse, los besó a los tres, recomendándoles que rezaran como él les había enseñado. Después se instaló en el banco del bote que se dirigió hacia el buque.

Mientras bogaban, seguía oyendo a los staretzi que recitaban en alta voz la plegaria del Señor.

Pronto llegó el bote junto al barco. Ya no se oía la voz de los staretzi, pero aún se los veía en la orilla, los tres a la luz de la luna, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el otro a la izquierda.