Además, ¿acaso eso aliviaría mi situación?», pensó.

–Anda viejo, dime la verdad: ¿quién ha hecho el subterráneo? –preguntó, de nuevo, el jefe.

–No puedo, excelencia –replicó Aksenov, después de mirar a Makar Semionovich–. Dios no quiere que lo diga; y no lo haré. Puede hacer conmigo lo que quiera. Usted es quien manda.

A pesar de las reiteradas insistencias del jefe, Aksenov no dijo nada más. Y no se enteraron de quién había cavado el subterráneo.

A la noche siguiente, cuando Aksenov se acostó, apenas se hubo dormido, oyó que alguien se había acercado, sentándose a sus pies. Miró y reconoció a Makar Semionovich.

–¿Qué más quieres? ¿Para qué has venido? –exclamó.

Makar Semionovich guardaba silencio.

–¿Qué quieres? ¡Lárgate! Si no te vas, llamaré al soldado –insistió Aksenov, incorporándose.

Makar Semionovich se acerco a Aksenov; y le dijo, en un susurro:

–¡Iván Dimitrievich, perdóname!

–¿Qué tengo que perdonarte?

–Fui yo quien mató al comerciante y quien metió el cuchillo entre tus cosas. Iba a matarte a ti también; pero oí ruido fuera. Entonces oculté el cuchillo en tu saco; y salí por la ventana.

Aksenov no supo qué decir. Makar Semionovich se puso en pie e, inclinándose hasta tocar el suelo, exclamó:

–Iván Dimitrievich, perdóname, ¡perdóname por Dios! Confesaré que maté al comerciante y te pondrán en libertad. Podrás volver a tu casa.

–¡Qué fácil es hablar! ¿Dónde quieres que vaya ahora?… Mi mujer ha muerto, probablemente; y mis hijos me habrán olvidado… No tengo adónde ir…

Sin cambiar de postura, Makar Semionovich golpeaba el suelo con la cabeza repitiendo:

–Iván Dimitrievich, perdóname. Me fue más fácil soportar los azotes, cuando me pegaron, que mirarte en este momento. Por si es poco, te apiadaste de mí y no me has delatado.

¡Perdóname en nombre de Cristo! Perdóname a mí, que soy un malhechor.

Makar Semionovich se echó a llorar. Al oír sus sollozos también Aksenov se deshizo en lágrimas.

–Dios te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú –dijo.

Repentinamente un gran bienestar invadió su alma. Dejó de añorar su casa. Ya no sentía deseos de salir de la prisión; sólo esperaba que llegase su último momento.

Makar Semionovich no hizo caso a Aksenov y confesó su crimen. Pero cuando llegó la orden de libertad, Aksenov había muerto ya.

El primer destilador

Un pobre mujik se fue al campo a labrar, sin haber almorzado. Llevó un pedazo de pan. Después de haber preparado su arado, escondió su mendrugo debajo de un matorral, y lo cubrió todo con su caftán.

El caballo se había cansado; el mujik tenía hambre. Desenganchó su caballo y lo dejó pacer; luego se acercó para comer. Levanta el caftán; el mendrugo había desaparecido. Busca por todos lados, vuelve y revuelve el caftán, lo sacude: no aparece el mendrugo.

–¡Qué raro es esto! –pensaba–. ¡No he visto pasar a nadie, y, sin embargo, alguien me ha llevado el mendrugo!

El mujik quedó sorprendido.

Y era un diablillo que, mientras labraba el mujik le había robado la comida. Luego se escondió detrás del matorral, para escuchar al mujik, y ver cómo se enfadaba y nombraba al demonio.

El mujik distaba de estar contento.

–¡Bah! –dijo–. No me moriré de hambre. El que me haya quitado la comida la necesitaba, sin duda: ¡que le haga buen provecho!

El mujik se fue al pozo, bebió agua, descansó un momento, y volvió a enganchar el caballo, tomó el arado y se puso de nuevo a trabajar.

El diablillo se enfureció mucho al ver que no había logrado hacer pecar al mujik. Fue a pedir al diablo jefe que lo aconsejase. Le refirió cómo había tomado el pan al mujik, y cómo este, en vez de enfadarse, había dicho: «¡Buen provecho!»

El diablo en jefe se enojó.

–Ya que el mujik –le dijo– se ha burlado de ti en esta ocasión, es que tú mismo has dejado de cumplir tu deber. No has sabido hacerlo bien. Si dejamos que los mujiks y las babás se nos suban a las barbas, esto va a ser intolerable… No puede esto concluir de este modo vete, vuelve a casa de ése, y gánate el mendrugo, si quieres comértelo. Si antes de tres años no has vencido a ese mujik, te daré un baño de agua bendita.

Estremecióse el diablillo.

Volvió rápidamente a la tierra, reflexionó largo tiempo sobre el modo de reparar su falta.

Pensaba y pensaba el diablillo; y, por fin, dio con lo que buscaba.

Se transformó en un buen hombre, y se puso al servicio del mujik. En previsión de que vería seco el verano, aconsejó a su dueño que sembrara el trigo en terrenos pantanosos.

El mujik siguió el consejo de su criado, y sembró el trigo en tierras pantanosas.

El trigo de los demás mujiks fue quemado por el sol: el del pobre mujik creció lozano y fresco; tuvo para comer hasta la otra cosecha, y le quedó aún mucho pan.

Aquel verano, el criado convenció al mujik de que sembrara el trigo en las alturas; y precisamente hubo muchas lluvias.

El trigo de los demás se inundó, se pudrieron los tallos, y no sacaron espigas. En cambio, el mujik recogió en las alturas un trigo magnífico. Y tuvo tanto trigo sobrante, que no sabía qué hacer con él.

Entonces, el criado le enseñó a hacer vodka, se puso a beberla y dio a beber a los demás.

Entonces, el diablillo se fue a encontrar al diablo jefe, diciéndole que había ganado el mendrugo. El diablo jefe, quiso ver si era verdad.

Se fue a casa del mujik y vio que éste, habiendo invitado a las personas principales, les daba vodka a todas. La esposa misma servía la bebida; pero, al pasar cerca de la mesa, se enganchó con el ángulo, y derramó un vaso.

El mujik se enfadó; riñó a su mujer.

–¡Cuidado con esa tonta de mil demonios! –dijo–. ¿Acaso te figuras que esto es agua de lejía, para derramarla de este modo?

El diablillo tocó con el codo al diablo, su jefe.

–Fíjate bien –le dijo–. Ahora veremos cómo le duele el mendrugo.

Después de haber reñido a su mujer, el mujik quiso servir él mismo, y que brindaran todos. Llegó un pobre mujik que nadie esperaba. Viendo que los demás bebían vodka, habría querido también beber un poco para animarse. Allí estaba el pobre mujik tragando saliva. El dueño se negó a hacerlo beber: iba murmurando: