En efecto, apenas llegué a la cola del tren, se oyó la campana. En el momento de entrar, el abogado hablaba en voz alta con su compañera. El comerciante, sentado frente a ellos dos, permanecía taciturno y cabizbajo.

* * * —Pues como iba diciendo, —profirió el abogado sonriente, —cuando yo pasé por su lado, ella declaró rotundamente a su marido «que no podía ni quería vivir con él, porque…»

Y continuó, pero yo no me enteré del resto de la frase, distraído por el paso del revisor y de un nuevo viajero. Una vez restablecido el silencio, volví a oír la voz del abogado: la conversación pasaba de un caso particular a consideraciones generales.

—Después viene la discordia, los apuros de dinero, las disputas entre ambas partes, y el matrimonio se separa… Antiguamente, rara vez sucedían esas cosas… ¿No es cierto? — preguntó el abogado a los dos comerciantes, procurando manifiestamente atraerlos a la conversación.

En aquel momento empezó a moverse el tren; el viejo se descubrió, sin contestar, y se santiguó por tres veces, mascullando una oración. Cuando hubo acabado, se encasquetó la gorra hasta los ojos y dijo:

—No, señor, no es cierto; eso sucedía antes igual que hoy, aunque en los tiempos que corren ocurra con más frecuencia… ¡Ahora sabe la gente tanto!…

El abogado respondió al viejo algo que no pude entender, porque, como la velocidad del tren iba en aumento, era tal el ruido que no les oía ya distintamente. Picado de curiosidad por saber lo que diría el abuelo, me acerqué. También mi vecino, el caballero nervioso, estaba evidentemente interesado, y prestaba oído sin cambiar de sitio.

—Pero ¿qué daño hace la instrucción? —preguntó la señora con una sonrisa apenas perceptible. —¿Sería mejor casarse como antes, cuando los novios no se veían siquiera antes del matrimonio? —continuó, respondiendo, según la costumbre de nuestras señoras, no a las palabras de su interlocutor, sino a las que creía que iba a decir. —Las mujeres no sabían si llegarían a amar, ni si serían amadas; se casaban con el primer advenedizo, y después lloraban toda la vida. Por lo visto, según ustedes, las cosas andaban mejor de esa manera‑prosiguió, dirigiéndose al abogado y a mí solamente.

—¡Ahora sabe tanto la gente! —volvió a decir el viejo, mirando con desdén a la señora.

—Quisiera saber cómo explica usted la correlación entre la instrucción y los sentimientos conyugales‑profirió el abogado sonriendo ligeramente.

El comerciante quiso responder, pero la señora se adelantó diciendo:

—No, ¡aquellos tiempos han pasado!

El abogado le cortó la palabra.

—Déjale decir lo que piensa.

—Porque ya no se respeta nada‑repuso el abuelo.

—Sin embargo, ¿qué razón tiene asociarse a una persona a la que no se quiere? Los animales son los únicos que se aparejan a la voluntad del amo. Pero las personas tienen inclinaciones, afectos… —se apresuró a decir la señora, dirigiendo una mirada al abogado, a mí y al viajante, que escuchaba de pie y sonriendo maliciosamente.

—Señora, —dijo el anciano, —los animales son bestias, y el hombre ha recibido una ley.

—Bien, pero a pesar de esto, ¿es posible vivir con un hombre cuando no se le ama? — insistió la señora, animada indudablemente por la simpatía y la atención con que todos la escuchábamos.

—Antes no se hacían semejantes distinciones, —replicó el anciano en tono grave. —Ahora es cuando ha entrado eso en las costumbres. Tan pronto ocurre la cosa más pequeña en el matrimonio, la mujer dice: «Ahí te quedas; yo me voy de esta casa.» Hasta entre los aldeanos se ha aclimatado la moda: «Toma, aquí tienes tus camisas y tus calzones; ¡yo me voy con Vanka, que tiene el pelo más rizado que tú!» ¿Es posible entenderse con esas?… Y, sin embargo, lo primero para toda mujer, debe ser el temor al marido.

El viajante nos miró al abogado, a la señora y a mí, reprimiendo una sonrisa, y dispuesto a burlarse de las palabras del comerciante o a aprobarlas, según la actitud de los demás.

—¿Qué temor? —preguntó la señora.

—¿Qué temor? ¡Pues el temor del marido! Ya lo he dicho; sí, del marido.

—Eso se acabó para siempre.

—No, señora; eso no puede acabarse nunca. Eva, es decir, la mujer, salió de una costilla del hombre, y no será otra cosa hasta el fin del mundo— dijo el anciano, meneando la cabeza tan severamente y con tales aires de triunfo, que el viajante, creyendo decidida en su favor la victoria, soltó una estrepitosa carcajada.

—Sí, eso piensan ustedes los hombres‑replicó la señora, sin darse por vencida y volviéndose hacia nosotros, —ustedes se han reservado la libertad para su uso solamente; en cuanto a la mujer, quieren encerrarla en un serrallo. A ustedes les está permitido todo. ¿No es cierto?

—¡Un hombre es muy diferente!

—¿De modo que, según usted, al hombre le está permitido todo, verdad?

—Nadie ha dicho tal cosa, señora; lo que hay es que, si el hombre anda en malos pasos fuera de casa, no por eso se aumenta la familia; pero la mujer, la esposa, es un cristal que fácilmente se rompe‑continuó el comerciante con la misma severidad.

Su tono autoritario subyugaba evidentemente al auditorio; la misma señora se veía derrotada, pero no se daba por vencida.

—Sí; pero usted admitirá seguramente que la mujer es un ser humano, y tiene sentimientos, como el marido. ¿Qué debe hacer, pues, si no quiere a su esposo? Diga usted.

—¡Si no le quiere!… —dijo el viejo, descomponiéndose y frunciendo el ceño. —¡Pues no faltaba más! ¡Se la obliga a que lo quiera!

Este argumento inesperado pareció de perlas al comisionista, que se creyó en el caso de acogerlo con muestras de asentimiento.

—No, señor; eso no es posible. Nunca podrá obligarse a nadie a querer por fuerza; cuando no hay cariño, esto es imposible.

—Y si la mujer falta al marido, ¿qué ha de hacerse entonces? —dijo el abogado.

—Eso no puede suceder‑contestó el abuelo. —Hay que andar con mucho cuidado.

—Pero ¿y si ocurre a pesar de los cuidados? ¿Convendrá usted en que ocurre con frecuencia?

—¡Sucede entre los señorones, es cierto; pero entre nosotros no! — respondió el abuelo. — Y si hay maridos tan imbéciles que no dominen a su mujer, bien merecido tienen cuanto les ocurra. Pero de todos modos, nada de escándalos. Tengas o no tengas cariño; pero no trastornes la casa. Todo marido puede dominar a su mujer. ¡Para eso es fuerte! Yo no ignoro que hay imbéciles que se dejan manejar por sus mujeres; peor para ellos, que se arreglen allá con su manera de vivir…

Todos callaron. Se adelantó el comisionista y, no queriendo quedarse a la zaga del debate, dijo sonriente: