—Pero es que usted habla del amor físico… ¿No admite usted un amor basado en una conformidad de ideales, en una afinidad espiritual?.

—¿Por qué no? Pero en ese caso no hace falta procrear. Dispensen ustedes mi rudeza. Lo raro es que esa armonía de ideales no se ve entre viejos, sino entre personillas jóvenes y agraciadas (añadió con una sonrisa irónica). Sí; yo afirmo que el amor, que el verdadero amor, no consagra el matrimonio, como solemos creer, sino que, al contrario, lo destruye.

—No soy de su opinión, —repuso el abogado, —a cada aserto, los hechos de la vida real desmienten sus teorías sobre el matrimonio, pues toda la humanidad, o, por lo menos, la mayor parte, hace vida conyugal, y muchos esposos acaban tranquilamente una larga vida en común.

El caballero nervioso sonrió maliciosamente :

—¿Y qué? Me dice usted que el matrimonio se funda en el amor; y cuando yo niego la existencia de todo otro amor que el que proviene del goce de los sentidos, quiere usted probarme la existencia del amor por el hecho del matrimonio, que es por parte del hombre una violencia y una mentira por parte de la mujer.

—No, no hay tal‑objetó el abogado. —Yo sólo digo que los matrimonios han existido y existen.

—Pero, ¿cómo y por qué? Han existido y existen para gentes que han visto y ven en el matrimonio algo sacramental… una obligación contraída ante la divinidad. Para esos, existen, y para nosotros no son más que hipocresía y violencia. Estamos convencidos de ello, y para acabar tan inicua farsa, predicamos el amor libre; pero predicar el amor libre no es en substancia sino invitar a volver a la promiscuidad de los sexos (usted dispense, dijo a la señora), al pecado a la buena de Dios de los raskolniks. Los viejos cimientos no son ya tan sólidos como antes y hay que edificar sobre otros nuevos, pero no predicar la vida licenciosa.

Al hablar así se acaloró de tal modo que todos callaron, mirándole con asombro.

—Y, sin embargo, el estadio de transición es terrible. La gente comprende que no se puede admitir el pecado al azar. Hace falta regularizar de algún modo las relaciones sexuales, pero no existe más base que la antigua en la que ya nadie cree. Hombres y mujeres siguen casándose lo mismo que antes, pero han perdido la fe en el matrimonio, lo cual lleva consigo la mentira y la violencia. La mentira, de por sí, no es una carga demasiado pesada para la pareja. Ambos cónyuges representan ante el mundo una comedia considerándose como monógamos (cosa que no está bien, si en realidad son polígamos); pero, en fin, eso puede aguantarse con paciencia. Pero cuando marido y mujer, como sucede a menudo, después de haberse comprometido a pasar juntos toda la vida (sin saber por qué), se encuentran con que ya al segundo mes sienten deseos de separarse, y, sin embargo, siguen viviendo juntos, entonces sobreviene una existencia infernal, y las víctimas de semejante tortura no tienen otro remedio para sus males que la embriaguez o el suicidio.

Todos guardaron silencio. Nos encontrábamos en una situación violenta.

—Sí, no puede negarse que, en algunas ocasiones, la vida marital termina con una tragedia espantosa. Vean ustedes, por ejemplo, el caso de Pozdnychev‑dijo el abogado, queriendo desviar la conversación de aquel terreno inconveniente y demasiado excitante. — ¿Han leído ustedes cómo mató a su mujer por celos?.

La señora contestó que no había leído nada sobre ese crimen. El caballero nervioso no despegó los labios; cambió de color. De repente dijo:

—Veo que ha adivinado usted quién soy.

—No, no he tenido ese gusto.

—El gusto no es muy grande. Yo soy Pozdnychev.

Nuevo silencio. Pozdnychev se sonrojó y volvió a palidecer en seguida.

—Después de todo nada importa. Ustedes dispensen, no quiero molestarlos.

III

Volví a sentarme en mi sitio. El abogado y la señora cuchicheaban. Yo estaba sentado junto a Pozdnychev, y guardaba silencio. Habría querido hablarle, pero no sabía por dónde empezar, y así pasó una hora hasta la próxima estación, en la cual se apearon el abogado, la señora y el viajante. Pozdnychev y yo nos quedamos solos.

—¡Lo dicen, pero mienten o se engañan! —exclamó Pozdnychev.

—¿De qué habla usted?

—Pues… siempre de lo mismo.

Apoyó los codos en las rodillas, y se apretó las sienes con las manos.

—¡El amor, el matrimonio, la familia!… ¡Mentira mentira y mentira!

Luego, se levantó y, corriendo la cortinilla, volvió a echarse sobre el asiento. En esta postura permaneció en silencio durante más de un minuto.

—¿No le resulta a usted desagradable estar conmigo, sabiendo quién soy?

—¡Oh! ¡De ninguna manera!

—¿Tiene usted sueño?

—En absoluto.

—Entonces, ¿quiere usted que le cuente mi vida?

En este preciso momento entró el revisor de billetes. Mi interlocutor le dirigió una mirada llena de enfado, y no comenzó hasta que estuvo fuera. Después siguió su relato sin detenerse.

Mientras hablaba, su rostro se alteró varias veces de una manera tan completa que, en cada una de sus transformaciones, no ofrecía nada de semejante con su expresión anterior.

Los ojos, la boca, el bigote, hasta la barba, todo era nuevo, y siempre una fisonomía bella y conmovedora. Estos cambios tenían lugar en la penumbra que nos rodeaba de golpe: durante cinco minutos se veía una cara pero en seguida, sin saber cómo, volvía a cambiar y aparecía enteramente desconocida.

IV

¡Sea! Voy, pues, a contarle todos mis infortunios y la historia espantosa de mi vida. Sí, espantosa; y la historia misma es más espantosa que su sangriento desenlace.

Se pasó la mano por los ojos y empezó, después de una pausa:

—Para entenderlo debidamente hay que contarlo todo desde el principio; hay que explicar cómo y por qué me casé, y hay que explicar lo que era yo antes de mi matrimonio. Empezaré diciéndole cuál es mi condición: hijo de un rico hidalgo de la estepa, antiguo mariscal de la nobleza, fui alumno de la Universidad, licenciado en Derecho. Me casé a los treinta años.

Pero antes de hablarle de mi matrimonio, quiero contarle la vida que llevaba de soltero y las falsas ideas que en aquel tiempo abrigaba sobre el matrimonio. Yo llevaba la misma existencia de tantos otros que presumen de distinción, es decir una existencia relajada y llena de vicios, a pesar de lo cual estaba muy convencido de ser hombre de una moralidad intachable.