—Sí, en casa de nuestro principal ha ocurrido un escándalo, y no es fácil ver en claro el asunto. Se trata de una mujer amiga de divertirse y que ha empezado a torcerse. Él es un hombre inteligente y serio. Primeramente era con el librero. El marido trató, con la mayor dulzura, de reducirla a la razón; pero ella no cambiaba de conducta, sino que, al contrario, cometía las acciones más feas, y hasta dio en robarle el dinero. Él la maltrataba. ¡Como si no!

La cosa iba de mal en peor. Empezó a admitir requiebros de un hombre que no era cristiano, es decir, de un hereje, de un judío, con perdón de ustedes. ¿qué podía hacer mi principal? La ha dejado a sus anchas, y él lo pasa ahora como soltero, mientras ella vive arrastrándose por esos mundos de Dios, vamos, perdida.

—Es que él es un imbécil, —dijo el viejo, —si desde el primer día no la hubiese dejado campar por sus respetos y la hubiese atado corto, viviría honradamente. ¡Ya lo creo! Hay que acabar con esas libertades desde el principio. No te fíes de caballo en camino real, ni de la mujer en tu casa, dice el adagio.

En este momento pasó el revisor pidiendo los billetes para la estación próxima. El viejo le dio el suyo.

—Sí, hay que dominar a tiempo al sexo femenino; si no, se lo llevará todo el diablo.

—Pero vamos: ¿usted no ha corrido también en Kunavino con buenas mozas? —preguntó el abogado sonriendo.

—¡Eso es distinto! —repuso severamente el comerciante. —Adiós, —añadió levantándose del asiento.

Se envolvió en su capotón de paño, saludó, quitándose la gorra, cogió la maleta y salió del coche.

II

Tan pronto como se hubo marchado el viejo, se generalizó la conversación.

—¡He ahí un vejete del Antiguo Testamento! —exclamó el viajante.

—Es un Domostroy (1)—dijo la señora—¡vaya unas ideas salvajes sobre la mujer y el matrimonio!

—Señores, —repuso el abogado, —todavía estamos muy lejos de las ideas europeas con respecto al matrimonio. En primer término, los derechos de la mujer; luego la mujer libre;

después el divorcio, como cuestión no resuelta aún… y en fin, qué sé yo…

—Lo esencial, y lo que no comprenden sujetos como ese, —interrumpió la señora‑es que sólo el amor consagra el matrimonio, y que el verdadero matrimonio es el consagrado por el amor, y no otro.

El viajante escuchaba con atención y guardaba en la memoria las frases instructivas para explotarlas en lo sucesivo.

—¿Y qué amor es ese que consagra el matrimonio? —dijo de improviso el caballero nervioso y taciturno, que se había aproximado, sin que ninguno de nosotros lo notara.

Estaba de pie con la mano apoyada en el respaldo del asiento y notablemente impresionado. Tenía encarnada la cara, hinchada una vena de la frente y temblorosos los músculos de las mejillas.

—¿Qué amor es ese que consagra el matrimonio? —volvió a decir.

—¿Qué amor? —contestó la señora. —¡El amor común entre esposos!

—Pero ¿cómo puede ocurrir que sea capaz de consagrar el matrimonio un amor común? —continuó, visiblemente afectado, el caballero nervioso.

Y pareció que intentaba decir algo desagradable a la señora.

Ella lo comprendió, sin duda, y empezó a aturdirse.

—¿Cómo? Pues muy sencillo‑dijo.

El caballero nervioso cogió la palabra al vuelo.

—¡No; muy sencillo, no!

—La señora dice, —interrumpió el abogado, señalando a su esposa, —que el matrimonio debe ser ante todo resultado de un afecto, de un amor, si usted quiere, y que cuando existe el amor, el matrimonio representa algo sagrado, pero sólo en tal caso; mientras que todo matrimonio que no se funda en un afecto natural, en el amor, no encierra nada que obligue moralmente. ¿No es cierto, querida?… Por consiguiente… —añadió el abogado, queriendo continuar la discusión.

El caballero nervioso no le dejó acabar y, haciendo grandes esfuerzos por contenerse, preguntó:

—Bien, sí, señor; pero ¿como ha de entenderse ese amor, única cosa que consagra el matrimonio, según ustedes?

—Todo el mundo sabe lo que es el amor‑dijo la señora.

—Pues yo no lo sé, y desearía saber cómo lo define usted.

—¿Cómo? Pues muy sencillamente.

Se quedó pensativa, y después continuó de esta manera:

—El amor… el amor… es la preferencia exclusiva de una persona a todas las demás.

—¿Una preferencia por cuánto tiempo?… ¿Por un mes, por dos días, por media hora? — arguyó el caballero con una irritación singular.

—No, cálmese usted y dispense, sin duda no me ha entendido, puesto que su contestación es muy distinta a lo que ya afirmo y pretende refutar.

—¡Sí; hablo absolutamente de lo mismo! De la preferencia de una persona a todas las demás… Pero pregunto: ¿una preferencia, por cuanto tiempo? Ésta es la cuestión.

—¿Por cuánto tiempo? Por mucho, y a veces por toda la vida.

—Bien, pero todo eso se ve en las novelas, y jamás en la vida práctica; pues la preferencia de uno sobre todos rara vez dura varios años; lo más común es que sólo dure meses, cuando no semanas, días, horas, minutos…

—¡Ah! No, no, señor. ¡Usted dispense! —dijimos los tres a la vez.

Hasta el viajante profirió un monosílabo de reprobación.

—¡Sí, ya sé! —dijo gritando más que todos. —¡Ustedes hablan de lo que se cree que existe, y yo hablo de lo que existe efectivamente! Cualquier hombre experimenta lo que ustedes llaman amor por todas las mujeres bonitas, y muy poco por su mujer. De ahí el refrán que no miente: Es la mujer ajena miel, y la propia, hiel.

—¡Ah! Lo que usted dice es horrible. Y el hecho es que existe entre los seres humanos ese sentimiento que se llama amor, y que dura, no meses y años, sino toda la vida.

—No, no existe tal cosa; yo lo afirmo. Aun admitiendo que Menelao hubiese preferido a Elena por toda la vida, Elena prefirió a Paris. Es lo que ha sucedido, sucede y sucederá siempre, y no puede ser de otra manera, como no puede suceder que, en un saco lleno de garbanzos, dos de ellos, marcados con una señal especial, vayan a colocarse siempre el uno al lado del otro. A parte de que ya no es algo discutible sino cierto que han de llegar un día la saciedad o el aborrecimiento, por parte de Elena o por parte de Menelao. La única diferencia que puede haber en esto es que el uno se canse más tarde o más temprano que el otro, pero amarse toda la vida, vamos, señores, repito que eso no se ve mas que en las novelas cursis, y que no pueden creerlo más que los niños. Amar a una persona toda la vida es como si se dijera que una vela puede arder siempre.