Van a curarme, probablemente –se dijo–.

Dejémoslos hacer.

En efecto. Sintió que acababan de hacerle algo extraordinario en la garganta. Experimentó un vivo dolor, se estremeció, vaciló, recobró el equilibrio en seguida y esperó lo que pudiera suceder,..

Notó que por el cuello y el pecho le corría alguna cosa liquida y tibia. Hizo una larga aspiración y experimentó un gran bienestar.

Cerró los ojos y bajó la cabeza, que nadie le sujetaba ya. Le acometió un gran temblor en las patas y todo su cuerpo se estremeció.

No se asustó en modo alguno, pero se sorprendió mucho.

Todo pareció haber tomado nuevo aspecto. Hizo un movimiento hacia delante y hacia arriba. Sus patas flaquearon, y al intentar dar un paso, cayó en tierra sobre el costado izquierdo.

El curtidor esperó a que terminaran las convulsiones. Espantó a los perros que habían avanzado algo y, cogiendo al caballo por las patas traseras, empezó a quitarle la piel.

–¡Pobre viejo! –dijo Vaska.

–Si no estuviera tan flaco, hubiera sido muy hermosa su piel –dijo el curtidor.

Cuando la yeguada regreso al anochecer, pudo distinguir a lo lejos una masa roja rodeada de perros, de cuervos y de halcones, que parecían disputarse alguna presa. Un perro, con las patas delanteras llenas de sangre, tiraba con fiereza un pedazo de carne. La pequeña yegua alazana contempló aquel espectáculo sin moverse, y fue necesario que le pegasen para que siguiese su camino.

Durante la noche se oyeron los aullidos de los lobeznos, que se regocijaban con la presa que habían encontrado. Cinco de ellos rodeaban el cadáver del pobre viejo, y se disputaban los jirones de su carne.

Ocho días después, detrás del corral, sólo se veía un cráneo blanco y dos fémures. Lo demás había desaparecido. En el verano siguiente, un aldeano que pasó por aquel sitio recogió los huesos y los vendió.

El cadáver vivo de Nikita, que aún seguía comiendo y bebiendo, no fue depositado en la tierra, sino años después. Ni su piel, ni su carne, ni sus huesos sirvieron para nadie.

Como hacía veinte años que aquel cadáver vivía a costa ajena, su entierro fue una molestia más para los que le habían conocido. Hacia ya mucho tiempo que nadie lo necesitaba. Sin embargo, cadáveres vivos parecidos a él creyeron un deber cubrir su podrida humanidad con un uniforme nuevo y magníficas botas, ponerlo en un ataúd, encerrar éste en una caja de plomo, transportarlo a Moscú y allí desocupar viejas tumbas y, enterrar en una de ellas aquel cuerpo vestido con uniforme nuevo y lustrosas botas, y cubrirlo de tierra…

La sonata a Kreutzer

Pero en verdad os digo que cualquiera que mira a una mujer para desearla, ha cometido ya adulterio con ella en su corazón.

(S. Mateo, vers.28) Y sus discípulos le dijeron: Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse; pero él les dijo:

no todos son capaces de eso, sino solamente aquellos a quienes está permitido; porque hay eunucos que nacieron tales desde el vientre de su madre; los hay a los que los hombres hicieron eunucos, y los hay que se hicieron eunucos a sí mismos para ganar el reino de los cielos. El que pueda comprender esto que lo comprenda.

(S. Mateo, XIX, 10, 11, 12)

I

Estábamos a comienzos de primavera.

Dos días con sus interminables noches llevábamos de viaje en ferrocarril.

Cada vez que el tren paraba, subían nuevos viajeros a nuestro coche y bajaban otros al mismo tiempo. A pesar de aquel continuo subir y bajar del coche, siempre quedaban tres personas que, como yo, no se apearían tal vez hasta la estación más lejana. Estas eran una señora ni joven ni vieja, de semblante marchito, con gorra a la cabeza y paletó de hombre, que fumaba continuamente; su acompañante, un caballero muy locuaz, de unos cuarenta años, que llevaba un bonito equipaje, perfectamente arreglado; y por último, otro caballero de edad regular, bajo de estatura, nervioso, con unos ojos muy abiertos y brillantes de color indefinido y muy atractivos, ojos que pasaban con rapidez de un objeto a otro. Este señor se mantenía apartado de nosotros, y no entabló conversación con viajero alguno en casi todo el trayecto, como si quisiera evitar toda clase de relación con sus compañeros de viaje. Si le dirigían la palabra, contestaba brevemente y se ponía a mirar por la ventanilla del coche.

Atribuí esta obstinación a que le pesaba la soledad. Él parecía adivinar mi pensamiento y, cuando se encontraban nuestros ojos, cosa que sucedía a menudo porque estábamos sentados frente a frente, volvía la cabeza y evitaba entrar en conversación conmigo, al igual que con los demás viajeros. Al caer la tarde, aprovechando una parada larga, el caballero del lujoso equipaje, que era un abogado —según me dijeron‑abandonó el coche con su señora y fue a tomar un té. Mientras estuvo fuera entraron nuevos viajeros, y entre ellos un señor bastante viejo, muy alto y completamente afeitado, comerciante al parecer, embutido en un amplio capote de pieles y con la cabeza cubierta por una gorra no menos cumplida. Este comerciante se sentó frente al asiento vacío del abogado y de su compañera. Inmediatamente entró en conversación con un joven que parecía viajante de comercio, y que también acababa de subir.

Empezó la conversación el viajante diciendo «que el sitio de enfrente estaba ocupado», y el viejo respondió «que él se quedaba en la estación más próxima». Así empezó la charla.

Yo no me encontraba lejos de esos dos viajeros, y como el tren estaba parado, podía oír trozos de su plática, mientras los demás callaban.

Hablaron primero del precio de los productos en el mercado, y, en general, de asuntos del comercio; nombraron a una persona que ambos conocían y después conversaron sobre la feria de Nijni‑Novgorod.

El comisionista se jactaba de conocer personas que andaban allí de francachelas y devaneos; pero el viejo no le dejó continuar, y empezó a relatar antiguas hazañas amorosas y francachelas en las cuales había tomado parte, siendo joven, en Funanvino. Se mostraba muy ufano de tales recuerdos, y creía sin duda que en nada padecía con eso la gravedad que denotaban su semblante y sus modales. Contaba cómo, estando beodo, había hecho en Kunavino tales locuras que no podía sino narrarlas en voz baja.

El viajante soltó una carcajada estrepitosa. El viejo se reía también, enseñando dos dientes agudos y amarillentos. Como no me interesaba semejante charla, salí del vagón para estirar un poco las piernas. Al pie de la portezuela me encontré al abogado que, seguido de su señora, volvía a ocupar su puesto. —¿Adónde va usted? —me dijo. —No tendrá tiempo; ha sonado el primer toque y el segundo no se hará esperar.