La mujer llevaba puesto un traje de muselina de seda de grandes ramos. Adornaba su cabeza con gruesos pasadores de oro, y sus brazos con hermosas pulseras. El centro de mesa y los cubiertos eran de plata, y todo el servicio de porcelana de Sèvres.

El mozo del comedor, con traje negro y chaleco azul, permanecía derecho como un huso ante la puerta.

Los muebles y las colgaduras denotaban riquezas. Todo era bello, pero faltaban el gusto y la elegancia.

El dueño, deportista encarnizado, era uno de esos hombres a quienes se les ve en todas partes, lo mismo en las carreras que en el teatro. Uno de esos que arrojan magníficos ramos a las actrices. Su amigo Nikita Serpukovsky tenía ya cuarenta años. Era alto, robusto, calvo, y llevaba barba y largo bigote.

En otro tiempo debió haber sido muy guapo. Actualmente era pasable, moral y físicamente.

Sus deudas eran tan considerable, que, para no verse reducido a prisión, había tenido que solicitar del gobierno un empleo en una ganadería de la Corona.

Todo cuanto llevaba puesto tenía un sello particular de elegancia que demostraba su origen distinguido.

En su juventud se había comido una fortuna de un millón de rublos y había contraído deudas que ascendían a ciento veinte mil. Aquel pasado inspiraba tanto respeto a sus abastecedores, que le concedieron un crédito ilimitado.

Habían transcurrido diez años. Su prestigio disminuía y Nikita empezaba a encontrar muy triste la vida. Tomó la costumbre de embriagarse, cosa que no le había sucedido nunca en otro tiempo. Sin embargo, no se le podía acusar de que empezara entonces a beber, puesto que había bebido ya desde su edad más tierna. Su seguridad de otro tiempo iba desapareciendo. Su mirada se hacia vaga. Sus movimientos comenzaban a ser indecisos.

Semejante situación resultaba enojosa para quien había estado acostumbrado a hacerse obedecer y admirar por todo el mundo.

El propietario y su mujer, que lo conocían desde hacia largo tiempo, lo miraban compasivamente, se cambiaban signos de inteligencia y procuraban hacer lo necesario para que se sintiese a gusto.

La felicidad y la fortuna de su amigo humillaban al pobre Nikita y le recordaban su pasado, que desgraciadamente no volvería ya. Procuraba, no obstante, vencer la preocupación que se apoderaba de él.

–¿No le molesta el cigarro, María? dijo, dirigiéndose a la dueña de la casa.

No tenía la menor intención de molestarla. Al contrario, en su actual posición, más bien trataba de congraciarse con ella.

Tomó un cigarro.

El dueño de la casa le ofreció un puñado de los suyos con aire contrariado.

–Tómalos: son excelentes –le dijo.

Nikita rechazó los cigarros con la mano, algo humillado, diciendo:

–Gracias.

Y abrió su petaca.

–Prueba los míos, te lo ruego.

La joven tenía más delicadeza que el propietario. Trató de cambiar de conversación y se puso a hablar con volubilidad.

–Me gustan mucho los cigarros, pero no fumo aunque vea fumar a mi lado –dijo con amable sonrisa.

Otra sonrisa de Nikita fue su contestación.

–No insistió el propietario, que no se daba cuenta de nada, tómalos, tengo otros, pero no son tan buenos. Ahora que, si prefieres los grandes, puedes quedártelos todos.

Y luego, dirigiéndose a su criado, le dijo en alemán:

–Fritz, bringen. Sie bitte noch einen Kasten.

Se consideraba feliz dándose tono delante de cualquiera. No comprendía hasta qué punto humillaba al pobre Nikita, que encendió un cigarro y procuró darle nuevo giro a la conversación.

–¿Cuánto te ha costado Atlasnii? –le preguntó.

–Muy caro –repuso–; no menos de cinco mil rublos, pero estoy satisfecho. ¡Si vieras qué vástagos!

–¿Corren bien?

–¿Que si corren …? Han ganado los tres primeros premios: uno en Tula, otro en Moscú y el tercero en San Petersburgo, y eso que tenían por rivales los caballos de Vageikof.

–Para mi gusto, está un poco gordo tu Atlasnii –replicó Nikita.

–¡Y las yeguas! Son finísimas. Ya las verás mañana. Tengo dos que son soberbias.

Y empezó a enumerar sus riquezas.

Su mujer comprendió que aquella conversación mortificaba a Nikita, y para cortar por lo sano dijo:

–¿Queréis tomar una taza de té?

–No, gracias –contestó el dueño, y continuó su conversación con Nikita.

Viendo que no había medio alguno de hacerle cambiar de tema, la mujer se levantó.

Entonces, el dueño de la casa la cogió en sus brazos y la abrazó con ternura.

Nikita sonrió. Pero cuando ambos desaparecieron detrás de la cortina, la expresión de su rostro se alteró profundamente: se volvió triste, dolorosa y hasta se dibujó en ella una sombra de irritación.

XII

El dueño de la casa volvió y se sentó, sonriendo, frente a Nikita. Ambos guardaron silencio.

Aquél se preguntaba de qué podría vanagloriarse aún delante del pobre Nikita, que procuraba aparentar no ser tan desgraciado como se le creía. Pero a uno y a otro les costaba trabajo hallar nuevo tema de conversación.

«¡Si al menos bebiera! –se decía el dueño–. Este hombre es triste como un entierro. Habrá que hacerle beber para que se ponga alegre».

–¿Te vas a quedar aquí mucho tiempo? le preguntó a su hués ped.

–Un mes quizá.

–¿Te parece que cenemos…?

Y, dirigiéndose a su criado, preguntó:

–Fritz, ¿está servida la cena?

Se encaminaron al comedor, donde habían servido la mesa con los manjares más delicados y los vinos más exquisitos.

Bebieron. Luego comieron. Volvieron a beber. Volvieron a comer y la conversación se hizo más animada.

Nikita Serpukovsky se animó y habló con el aplomo de tiempos pasados.

Hablaron de mujeres, bohemias, bailarinas y francesas.

–Di, ¿dejaste a la Mathieu? –le preguntó su huésped.

–No fui yo quien la dejé, sino ella la que me dejó a mi. ¡Cuando pienso en el dinero que he gastado en mi vida, me estremezco! Hoy me considero dichoso poseyendo mil rublos, y en otro tiempo… Me alegraría perder de vista Moscú y todos mis antiguos amigos… Me resulta muy penoso vivir entre ellos.