Y ¿porqué tan gran injusticia? ¡Porque era pío, y porque pertenecía a un caballerizo!»

Kolstomier no pudo continuar su relato aquella noche, porque acaeció en el corral un suceso que atrajo la atención de todo el ganado.

Koupchika, hermosa yegua que venía siguiendo con interés la narración, se mostró muy inquieta y se alejó pausadamente al cobertizo. De pronto se la oyó quejarse con todas sus fuerzas. Se acostó, se levantó, se volvió a acostar…

Se le acercaron las yeguas viejas, quienes en seguida comprendieron lo que aquello significaba. En cuanto a las yeguas jóvenes, fue tan grande su emoción, que ya no les fue posible atender al viejo Kolstomier.

A la mañana siguiente se vio que la yegua tenía a su lado un retoño.

Néstor llamo al palafrenero, quien condujo a la madre y al hijo a una cuadra. Las demás salieron a pasear como de costumbre.

VIII Cuarta noche

Tan pronto como se cerró la puerta tras de Néstor y se estableció el silencio, Kolstomier continuó de este modo:

«En mis peregrinaciones tuve ocasión de observar de cerca a los hombres y a los caballos.

Permanecí la mayor parte de mi vida con dos amos: con un príncipe, que era oficial de húsares, y con una buena anciana que vivía en Moscú, cerca de la iglesia de San Nicolás.

«El tiempo que pasé con el húsar fue para mí el mejor y más agradable.

«Aunque él haya sido la causa de mi ruina y aunque él no haya amado a nadie ni a nada en el mundo, yo lo quería y lo quiero con todas mis fuerzas de mi corazón de caballo.

«Lo que me gustaba en él es que era joven, hermoso, feliz y rico, y que, por todas estas razones, no amaba a nadie. Vosotros comprendéis bien ese sentimiento que nos aguijonea. Su frialdad y mi dependencia no hacían más que impulsar el cariño que le tenía.

«–Mátame, atorméntame pensaba yo–; cuanto más me haga sufrir tu mano, más feliz seré.

«El fue quien me compró al chalán a quien me había vendido el caballerizo por 800 rublos.

«Como os acabo de decir, aquella fue la mejor época de mi existencia. Estaba enamorado.

Yo lo sabía, porque cada día lo llevaba a casa de ella y porque a menudo les paseaba juntos.

Ella era hermosa como él, y su cochero no les cedía en belleza. Mi vida se iba deslizando de este modo: por la mañana venía un palafrenero a limpiarme y acicalarme; era un aldeano joven; abría la puerta de mi cuadra, barría ésta con esmero, me quitaba la manta y me pasaba la almohaza.

«…Yo le mordisqueaba los dedos y golpeaba alegremente el suelo con mis cascos para darle las gracias. Después me lavaba, y una vez hecha mi limpieza, me miraba con admiración. Cuando me había puesto heno y avena en el pesebre, se marchaba, y entonces venía el cochero principal a ver si todo estaba en orden.

«El cochero, Teófano, se parecía a su señor: ni el uno ni el otro tenían miedo a nada ni amaban a nadie en el mundo; y por eso precisamente los querían y los admiraban todos.

Teófano vestía en todas las grandes ocasiones una camisa encarnada, un casaquín de veludillo negro y pantalones de igual género y color. Me gustaba verlo los días de fiesta cuando, bien peinado y bien vestido, entraba en la caballeriza gritando con voz sonora:

«–¡Animal! ¿Qué haces? –y me daba una palmada en la ancas.

«Yo comprendía que aquello era una broma y una caricia a la vez, porque nunca me hizo daño; así que enderezaba las orejas y le sonreía.

«Teníamos también un caballo de pelo negro, que algunas veces enganchaban conmigo por las tardes. Se llamaba Polkane. Tenía el carácter muy agrio y era enemigo de bromas. Mi pesebre estaba cerca del suyo y reñíamos a menudo, pero Teófano no le temía. Un día, Polkane y yo nos desbocamos en la principal calle de Moscú, en la Kuznetskii most, y ni amo ni cochero se asustaron. Gritaban, riendo, a la gente para que se apartase: nos inclinaban a la derecha o a la izquierda para evitar accidentes y no aplastaron a nadie. A su servicio perdí mis más preciosas cualidades y la mitad de mi vida; pero no importa, no me quejo de ello; fui dichoso.

«A mediodía venían a peinarme el tupé y las crines, a limpiarme y engrasaron los cascos.

Luego me enganchaban.

«Nuestro trineo era muy pequeño, de paja trenzada, forrada de veludillo; todo el atalaje estaba revestido de placas de acero de suma elegancia. Tan pronto como yo estaba listo, Teófano, vistiendo hermoso caftán y con un cinturón rojo que le ceñía por debajo de los sobacos, venía a ver si todo estaba dispuesto. Satisfecho de su examen, montaba en su asiento, empuñaba la fusta con la que nunca me pegó, y exclamaba:

«–¡Soltad el caballo!

«Tomaba yo impulso, y rompía la marcha gracioso y arrogante.

«Todos se detenían para vernos pasar. La cocinera, cuando salía para tirar el agua sucia, se interrumpía para mirarnos. Los aldeanos se quedaban con la boca abierta. Nos deteníamos ante la escalinata. Y a veces transcurrían dos o tres horas antes de que bajase el señor.

Pasábamos todo aquel espacio de tiempo rodeados por la servidumbre, hablando alegremente y comunicándonos, todas las noticias que habíamos oído. Después, cansados de estar tanto tiempo parados, dábamos una pequeña vuelta y volvíamos a esperar la voluntad o el capricho de nuestro amo. Por fin se oía ruido en la antecámara y el criado Fiskone, vestido de negro, llegaba gritando: ‘Acercaos’. (En nuestro tiempo no existía aún la estúpida costumbre de decir ‘Adelante’, como si yo ignorase que no podía irse hacia atrás).

«Teófano se acercaba y nuestro señor llegaba con paso airoso, arrastrando la espada y con la cabeza erguida, aunque cubierta en parte por el cuello del chaquetón y por el chacó.

«Sin prestarnos atención se metía en el trineo y partíamos. Yo le dirigía siempre una mirada de reojo, sacudiendo la cabeza y encorvando graciosamente el cuello.

«El príncipe está de buen humor, me decía a mi mismo si observaba que había dirigido la palabra a Teófano sonriendo, y yo entonces procuraba hacer honor a mi amo.

«–¡Cuidado! –gritaba Teófano a la multitud que se agolpaba a nuestro paso.

«El mayor de mis placeres consistía en encontrar otro caballo que trotase bien, y adelantarle. Siempre que Teófano y yo veíamos a lo lejos un coche digno del nuestro, tomábamos impulso, y, aparentando no ocuparnos de él, lo íbamos alcanzando poco a poco, hasta que llegábamos, por fin, a su altura. Luego lo dejábamos atrás, satisfechos de nuestro éxito, sin dignarnos hacer ostentación de él, y continuábamos nuestro camino».

Rechinaron los goznes de la puerta, entró Néstor y el viejo caballo pío dejó de hablar.