El dueño de la casa se fastidiaba escuchando a Nikita. Hubiera preferido hablar de sí mismo o vanagloriarse de sus riquezas.

Nikita, por su parte, sentía la necesidad de hablar de él, de su pasado.

El dueño de la casa le sirvió más bebida y esperó a que acabase para hablarle de su yeguada, de sus caballos, de su María, que no lo amaba por su dinero, sino por él mismo.

–Quisiera decirte que me gustaría… empezó a decir, pero Nikita le interrumpió, y siguió diciendo:

–Hubo un tiempo en que yo sabía vivir bien y gastarme el dinero. Hablas de caballos, pues bien, dime: ¿cuál es tu caballo más veloz?

Su huésped, feliz por tener la palabra, empezó a contar una larga historia sobre su yeguada. Nikita no le dejo concluir.

–Sí, sí –dijo–; no es por distracción, no es por gusto por lo que tenéis caballos, sino por vanidad. Ya lo sabemos; pero en mí era distinto. Te decía esta mañana que tuve un caballo pío parecido a ese caballo viejo que monta el guardián de tu ganadería. ¡Qué caballo, cielo santo!

No puedes recordarlo, porque fue en el año 42. Llegué a Moscú. Fui a casa de un chalán y vi allí un caballo pío; me agradaron sus formas… ¿El precio? Mil rublos. Lo compré. No he tenido ni volveré a tener nunca un caballo como aquél… Tú eras entonces demasiado pequeño para juzgar su mérito, pero oirías hablar de él. Todo Moscú lo admiraba.

–Sí. Oí hablar de él, efectivamente; pero quería decirte que en mi…

–¡Ah! ¿Conque oíste hablar de él? Lo compré sin conocer su raza. Hasta mucho tiempo después no supe que era hijo de Liubeski I. Lo habían vendido a causa de su pelo, que no fue del agrado de su dueño… ¡Ah! ¡Aquél era un gran tiempo! ¡Oh! ¡Mi juventud, mi juventud!

Ya estaba casi completamente ebrio.

–Tenía yo entonces veinticinco años y ochenta mil rublos de renta, los dientes blancos y ni una sola cana en la cabeza… ¡Todo me salía bien en aquel tiempo!

–Pero entonces no había caballos que trotasen tanto como los de hoy –le interrumpió el dueño de la casa–. Como sabes, mis caballos…

–¡Tus caballos…! Pero ¿acaso tienen comparación… ? Me acuerdo como si hubiera sido hoy… Iba con mi caballo pío a las carreras… En aquel momento no tenía mis caballos en Moscú… No me gustaban los trotones; siempre he preferido los caballos de raza. El pío era mi caballo favorito. Tenía en aquella época un buen cochero. También acabó mal… Pues, como te decía, llegué a las carreras…

— «Serpukovsky –me decían–, ¿dónde están tus trotones?

— «No los tengo; no tengo más que mi caballo pío. Apuesto a que os deja a todos atrás.

— «¡Imposible!

— «¿Apuestas mil rublos…?

«Aceptaron. El pío llegó a la meta cinco minutos antes que los demás, y gané la apuesta…

Pero eso no es todo: yo he hecho, con mis caballos de raza, cien verstas en tres horas. Todo Moscú lo sabe».

Y Nikita se puso a hablar con tanto entusiasmo, que le fue imposible al dueño de la casa meter baza. Lo miraba con desesperación, y no hacía más que llenar su copa.

Iba a amanecer y Nikita seguía hablando con animación de sus pasadas proezas: su huésped seguía escuchándole desesperado.

Por fin, se decidió a levantarse.

–Vayámonos a dormir –dijo Serpukovsky.

Y se levantó tambaleándose, y con paso vacilante se dirigió a las habitaciones que se le habían preparado.

El dueño de la casa comentaba con su mujer:

–No. ¡No hay quien pueda tolerar a Nikita! Está borracho, y ha hablado sin cesar ni detenerse un momento.

Y luego se permite hacerme la corte.

–Temo que me pida dinero.

Serpukovsky, por su parte, se arrojó en la cama vestido.

«Creo que he bebido bien –se dijo; pero, ¿qué importa eso? Su vino es bueno, pero él es un cochino. Se ve en él enseguida al advenedizo. En cuanto a mi… también soy un cochino».

Y se echó a reír.

En otro tiempo era yo el que pagaba y ahora me pagan a mí… Sí, la Winkler me mantiene… Le tomo dinero. Esto en él estaría bien… ¡Si pudiera desnudarme! ¡Si pudiera quitarme las botas…!»

–¡Eh! ¡Muchacho! –gritó; pero el criado se había ido a acostar hacia ya tiempo.

Se sentó. Se quitó el uniforme, el chaleco interior, los pantalones. Se quitó hasta una bota, pero le fue imposible quitarse la otra.

Se echó de nuevo en la cama y empezó a roncar con todas sus fuerzas, saturando la habitación con las emanaciones del vino y del tabaco.

Aquella noche no pudo entregarse Kolstomier a sus recuerdos. Vaska le echó una manta sobre el lomo, montó en él y salió a galope.

Lo dejó hasta la madrugada en la puerta de la taberna, en compañía del caballo de un aldeano.

Los dos caballos se lamieron mutuamente con cariño.

A la mañana siguiente, cuando Kolstomier volvió a la cuadra, se rascó con encarnizamiento.

–Esto me molesta –se dijo.

Pasaron cinco días. Llamaron al veterinario.

–Tiene sarna –dijo–. Vendedlo a los gitanos.

–¿Para qué? Vale más matarlo, y hoy antes que mañana.

El día se anunciaba hermoso.

Salió la yeguada y únicamente se quedó en casa Kolstomier.

Un hombre raro, pobremente vestido con una túnica llena de remiendos, se acercó a él.

Era el curtidor de pieles. Cogió al caballo por la brida y se lo llevó. Kolstomier le siguió con docilidad, arrastrando sus patas llenas de ampollas, heridas y pústulas. Al rebasar la puerta cochera, intentó dirigirse al abrevadero, pero el curtidor le tiró de la brida, diciendo:

–Es inútil.

El curtidor y Vaska se dirigieron a un sitio solitario a espaldas del corral del ganado. El curtidor le entregó las bridas a Vaska. Se quitó la túnica y sacó un cuchillo y una piedra de afilar. El caballo quiso morder el bocado como hacía de costumbre, pero Vaska no se lo permitió.

El ruido monótono que hacía el curtidor aguzando el cuchillo y sacándole filo adormeció al caballo, que permaneció inmóvil con el belfo inferior caído y los dientes al descubierto.

De pronto sintió que le rodeaban el pescuezo y que le levantaban la cabeza… Abrió los ojos y vio dos perros delante de él.

Uno de ellos seguía con interés los movimientos del curtidor; el otro, sentado sobre sus patas traseras, miraba como si esperase de él alguna cosa. El caballo, después de contemplar a los perros, empezó a frotar el morro contra la mano del curtidor.