IX Quinta noche

El cielo estaba encapotado desde la mañana.

Ni una gota de rocío había venido a refrescar la tierra. El aire era caliente. Por la noche, los caballos se agruparon como de costumbre en torno del viejo narrador, que continuó de esta manera:

«El período más feliz de mi vida no fue de larga duración. Al finalizar el segundo invierno experimenté la mayor alegría de mi vida, pero ¡ay!, aquella alegría fue seguida de una terrible desgracia.

«Era por carnaval. Ibamos a las carreras con el príncipe. Vi en ellas a mis antiguos camaradas Atlasnii y Bitchk. No comprendí bien lo que hacían allí. Nuestro señor se apeó y dio orden a Teófano de que se colocase en la pista.

«Recuerdo que me introdujeron en ella y me colocaron al lado de Atlasnii. En la primera vuelta lo dejé atrás y me acogieron con exclamaciones de triunfo. La multitud me siguió, y más de cinco personas le ofrecieron al príncipe cinco mil rublos por mí. El les contestó sonriendo y mostrándole sus dientes de singular blancura:

«–No es un caballo, es un amigo, y aunque me dieran por él montañas de oro, no lo cedería. Hasta la vista, señores.

«Y dicho esto, montó en el trineo y dio al cochero la dirección de la casa de su amada.

Partimos y aquél fue el último día feliz de mi existencia.

«Llegamos a la casa, y… la mujer se había marchado con otro, cinco horas antes. El príncipe lo supo por boca de la doncella.

«Saberlo y ordenar al cochero que siguiese a la fugitiva, todo fue uno. Sin darme tiempo para respirar, me lanzó a toda velocidad. Por primera vez en mi vida sentí en mi cuerpo la impresión del látigo y di un paso en falso. Traté de detenerme, pero mi amo gritó: ¡Rápido, rápido!, y continuamos a todo galope, hasta alcanzar a la fugitiva, a veinticinco verstas de distancia.

«Cuando llegué, no pude comer y pasé temblando toda la noche. A la mañana siguiente me llevaron al agua y desde aquel momento fui caballo perdido. Me atormentaron, que es lo que los hombres llaman cuidar. Se me fueron cayendo los cascos.

Se me hincharon y curvaron las patas y me quedé débil y apático.

«Me vendieron a otro chalán, que me daba zanahorias y otros ingredientes, con los que no me curaba, pero conseguía engordarme. No recuperé mis fuerzas, pero cualquiera que no fuese inteligente, se engañaba al verme. Tan pronto como llegaba algún comprador, el chalán cogía un látigo y me molía a golpe hasta que me encolerizaba y me ponía a hacer cabriolas.

Una señora anciana me compró y me sacó, por fin, de las garras del chalán.

«Esta se pasaba la vida en la iglesia de San Nicolás y lo zurraba a su cochero todos los días. El pobre se venía a llorar a mi cuadra. Entonces fue cuando supe que las lágrimas tienen un saborcillo amargo bastante agradable. Algún tiempo después, murió la vieja. Su intendente me llevó al campo y me vendió a un buhonero. Me dieron trigo para comer y mi salud empeoró. El buhonero me vendió a un aldeano, que me dedicó a labrar la tierra. Además de lo mal alimentado y mal cuidado que estaba, tuve la desgracia de herirme en la palma de un casco con un pedazo de hierro, con lo que pasé mucho tiempo cojo. El aldeano me dejó en manos de un tratante bohemio a cambio de otra caballería y en poder de éste sufrí un verdadero martirio. El bohemio me vendió a nuestro intendente y heme aquí entre vosotros».

Toda la yeguada guardó silencio.

X

Al volver al día siguiente a la casa, el ganado se encontró al dueño con un extraño.

La vieja Juldiba se les acercó y les dirigió una mirada investigadora. Uno de ellos era joven todavía, el propietario. El otro era un antiguo militar, de rostro congestionado.

La yegua pasó por delante de ellos tranquilamente, pero las yeguas jóvenes se conmovieron y admiraron cuando su dueño se colocó entre ellas y le indicó algo a su amigo.

–Esa yegua tordilla se la compré a Vageikof –le dijo.

–Y aquella cuatralba, ¿de dónde procede? Es muy bonita.

–Aquella es la de la raza de Krienovo –repuso el dueño.

Pero no se podía examinar bien a los caballos de aquel modo, así que llamaron a Néstor y el viejo, montado sobre el pío, se acercó apresuradamente con el sombrero en la mano. El pobre animal, a pesar de su cojera, hizo lo posible para marchar tan de prisa como se lo permitían sus patas llenas de heridas y hasta intentó tomar el galope para testimoniar su buena juventud.

–No hay yegua mejor que ésa en toda Rusia –dijo el dueño, mostrando una de las yeguas jóvenes.

El desconocido la admiró, por cortesía. Parecía estar profundamente aburrido, pero fingió que le interesaba la yegua.

Si, efectivamente –contestó con voz distraída. Al cabo de cierto tiempo, y después de haber visto una porción de caballos, no pudo resistir más y dijo:

–¿Vámonos?

–Como quieras –replicó el dueño, y ambos se alejaron en dirección a la puerta.

El desconocido, contento de verse libre y ante la idea de sentarse pronto a la mesa para comer, beber y fumar, se animó visiblemente.

Al pasar por delante de Néstor, que permanecía en pie y en actitud de esperar órdenes, apoyó su gruesa mano en las ancas del caballo pío, y dijo:

–¡Qué casualidad! He tenido un caballo parecido a éste. Te he hablado de él en otra ocasión, ¿te acuerdas?

El dueño, viendo que su amigo no ponía atención en sus caballos, no se cuidó de lo que éste le decía y consintió andando y siguiendo con la vista a sus yeguas.

De pronto oyó un relincho débil y trémulo. Era el viejo pío, que había empezado a relinchar, pero se contuvo en seguida, asustado de su temeridad.

El viejo Kolstomier había reconocido en el viejo militar a su querido amo, el húsar.

XI

Caía desde la mañana una lluvia fina y fría, pero en casa del propietario no se preocupaban de ello.

En derredor de una mesa bien servida se hallaban reunidos el propietario, su mujer y el viejo militar.

La mujer, que estaba esperando un niño, se mantenía erguida y tiesa, pero su vientre se notaba ya claramente. Hacía con gracia los honores de la mesa, mientras el propietario abría una caja de cigarros, con fecha de diez años. Según él, nadie los tenía iguales.

El propietario era un arrogante mozo de veinticinco años, elegante y vestido a la moda por un sastre de Londres. Algunas alhajas adornaban la cadena de su reloj y hermosos botones de turquesa los puños de su camisa. Tenía la barba cortada a lo Napoleón III y llevaba las puntas de su bigote retorcidas hacia arriba.