La idea que tenía de mi moralidad dimanaba de que no se conocían en mi familia esas disposiciones especiales, tan comunes en la esfera de nuestros nobles terratenientes, pues todos mis deudos permanecían fieles al juramento de fidelidad que habían hecho ante el altar.

De esa suerte me había forjado desde la infancia el sueño de una vida conyugal elevada y poética. Mi esposa sería un dechado de todas las virtudes; nuestro mutuo cariño, inquebrantable; la pureza de nuestra vida conyugal, inmaculada. Así pensaba yo, muy engreído con la nobleza de mis proyectos.

Pasé diez años de mi vida de adulto sin darme prisa por contraer matrimonio, y haciendo lo que yo llamaba la vida tranquila y juiciosa del soltero. No era un seductor, no tenía apetitos contra natura, ni convertía la disipación en objeto principal de mi vida, sino que participaba del placer sin ofender las conveniencias sociales, y me creía ingenuamente un ser moral en extremo. Las mujeres con quienes tenia relaciones no pertenecían a nadie más que a mí, y yo no les pedía otra cosa que el placer del momento.

En todo esto no veía nada de anormal, sino que, por el contrario, me felicitaba de no formar lazos duraderos en mi corazón, y miraba como una prueba de honradez el pagar siempre con dinero contante. Huía de las mujeres que podían estorbar mi porvenir enamorándose o dándome un hijo. No vaya a creerse que dejó de mediar algún hijo o un pasajero amor, pero yo me las arreglaba de modo que no llegué una sola vez a enterarme…

Y viviendo así, me reputaba un hombre honrado a carta cabal. No comprendía que los actos físicos por sí solos no constituyen la relajación, sino que ésta consiste más bien en emanciparse de todo lazo moral respecto de una mujer con quien se tienen relaciones carnales.

¡Y yo veía como un mérito esa emancipación! Recuerdo que una vez me inquieté seriamente por haberme olvidado de pagar a una mujer, cuyas caricias, sin duda, inspiró el amor y no el interés. No me quedé tranquilo hasta demostrarle, enviándole el dinero, que no me creía sujeto a ella por ningún lazo. No mueva usted la cabeza como si estuviese de acuerdo conmigo‑exclamó de pronto vehementemente;—ya conozco esas ilusiones. Todos en general, y usted en particular, si no es una rara excepción, tienen las mismas ideas que yo tenía entonces y, si está usted de acuerdo conmigo, es sólo ahora; antes no pensaba usted así.

Tampoco pensaba así yo; y si hubiera tenido quien me contara lo que yo ahora le cuento, no me habría sucedido lo que me ha sucedido. Pero, en fin, la cosa no es para tanto. Usted dispense. En verdad que es espantoso, espantoso este abismo de errores y de disipación en que vivimos frente al verdadero problema de los derechos de la mujer…

—¿Qué es lo que usted entiende por el verdadero problema de los derechos de la mujer?

—El problema de lo que es ese ser especial, organizado de distinto modo que el hombre, y de cómo ese ser y el hombre deben mirar a la mujer. Pero continuemos la historia.

V

—Durante diez años, viví en el desorden más repulsivo, soñando con el amor más noble, y hasta en nombre de ese amor. Sí, antes de contarle cómo asesiné a mi mujer, he de decirle de qué modo me pervertí. La maté antes de conocerla: maté a la mujer desde el momento en que hube saboreado los deleites de la sensualidad sin amor, y con eso y, desde entonces, maté a la mía. Sí. señor, no he comprendido mi crimen y el origen de todas mis desgracias sino después de haberme atormentado y de haber vivido largo tiempo en continuo suplicio. Vea usted, pues, dónde y cómo empezó el drama que ha acarreado mi desgracia.

Hay que remontarse a la época en que tenía dieciséis años, cuando estaba todavía en el colegio y mi hermano mayor estudiaba el primer curso. Aunque en aquella época no andaba yo aún en tratos con mujeres, no era inocente ni mucho menos, como tampoco lo son los infelices niños de nuestra sociedad. Hacía más de un año que me habían abierto los ojos algunos mozalbetes, amigos míos, y que me torturaba la idea de la mujer, no como se quiera, sino la idea de la mujer como algo infinitamente delicioso, la idea de la desnudez de la mujer.

Mi soledad no era ya pura. Vivía en un suplicio, como seguramente le habrá pasado a usted y al noventa y nueve por ciento de nuestros muchachos. Sentía un vago espanto, oraba a Dios y me prosternaba.

Estaba ya pervertido en imaginación y en la realidad, pero me faltaba dar los últimos pasos. Me perdía a mis solas, más sin haber puesto las manos todavía en otro ser humano.

Todavía era tiempo de salvarme, cuando he aquí que un amigo de mi, hermano un estudiante muy alegre, de los que se llaman mozos de chispa, es decir, uno de los mayores bribones, al que debíamos ya el saber beber y jugar a las cartas, se aprovechó de una noche de embriaguez para arrastrarnos. Fuimos. Mi hermano, tan inocente como yo, cayó esa noche… Y yo, un monigote de dieciséis años me manché igualmente y contribuí a la deshonra de la mujer, sin comprender lo que hacía; nunca he pensado que cometiese por ello una mala acción. Verdad es que hay diez mandamientos en la Biblia; pero los mandamientos no son más que para recitarlos delante de los curas, y no parecen tan indispensables siquiera como los preceptos sobre el uso del que en las oraciones subordinadas.

De modo que yo no había oído nunca a las personas mayores, cuya opinión respetaba, que aquello fuese reprensible. Al contrario, muchas personas me decían que había hecho bien, que, después de ese acto, se calmarían mis luchas y mis sufrimientos: eso lo había oído o lo había leído. Había oído decir a las personas mayores que era saludable, y mis amigos creían ver en ello cierta audacia merecedora de aplauso. Así, pues, el hecho era enteramente loable.

En cuanto al peligro de una enfermedad, no hay que temer; ¿no se cuida: de ello el gobierno?

Este rige la marcha regular de las casas públicas, asegura la higiene de la corrupción en beneficio de todos nosotros, jóvenes y viejos, y se encargan de esta vigilancia médicos retribuidos. ¡Perfectamente bien! Afirman que el libertinaje es provechoso para la salud, e instituyen una corrupción regular. Sé de algunas madres que vigilan para que la salud de sus hijos no se altere por lo que a este caso refiere. ¡Y la ciencia misma los envía a los lupanares!

—Pero ¿por qué dice usted la ciencia? —pregunté.

—Los médicos son los sacerdotes de la ciencia. ¿Quién pervierte a los jóvenes afirmando tales reglas de higiene? ¿Quién pervierte a las mujeres ideando y enseñándoles medios de no tener familia? ¿Quién cuida la enfermedad? ¡Ellos!

—Pero ¿por qué no cuidar la enfermedad?

—Porque cuidar la enfermedad es dar carta blanca a la disipación.

—No, porque entonces…

—Sí, con que una centésima parte de los esfuerzos que se gastan en curar la enfermedad se emplease en curar la lascivia, hace mucho tiempo que no existiría la enfermedad, mientras que ahora todos los esfuerzos se consumen, no en extirpar la disipación sino en favorecerla combatiendo sus consecuencias. Pero en fin no se trata de eso; se trata de que yo, como la mayoría de los hombres de nuestra clase, incluso los aldeanos, he pasado por el horrible trance de caer, y no porque me subyugase la seducción natural de una mujer cualquiera. De ningún modo. Caí en el lazo porque no veía en ese hecho degradante más que una función legítima y útil para la salud, porque otros no veían en él más que una expansión natural., excusable, y hasta inocente en un joven. Yo no comprendía que aquello fuese una caída y empecé a entregarme a esos placeres que creía característicos de mi edad, de la misma manera que empecé a beber y fumar.