—Ésa, precisamente, es la idea que quería expresar‑dijo con animación. —Eso es justamente lo que hace que se sostengan dos opiniones en apariencia contradictorias. Por una parte una tremenda humillación y de la otra un poder soberano. Pasa con la mujer lo mismo que con los judíos, que se vengan con el poder que les da su dinero del envilecimiento al que les condenamos. «¿Nos permitís que nos dediquemos al comercio? De acuerdo; pues por medio de los negocios nos convertiremos en amos vuestros,» dicen ellos. «¿No queréis ver en nosotras más que un objeto sensual?, sea, pues por los sentidos nos apoderaremos de vosotros,» dicen, a su vez las mujeres.

No es, pues, la privación del derecho de sufragio, ni el veto para ejercer determinadas magistraturas lo que constituye la ausencia de los derechos de la mujer, aparte de que pregunto: ¿esas ocupaciones, son realmente tales derechos? Lo que hay es una prohibición de acercarse a un hombre o de alejarse de él y de escogerlo a su antojo, en vez de ser escogida.

Esto le llama la atención, ¿no es así? Entonces, privad al hombre de esos derechos, puesto que goza de ellos, ya que se los negáis a su mujer. Para igualar todas las probabilidades, la mujer, dominada por la sensualidad, se hace dueña absoluta por medio de los sentidos, de tal manera que, siendo él quien en apariencia escoge, es en realidad ella la que elige. Y cuando posee a fondo el arte de seducir, abusa y adquiere un dominio extraordinario, un imperio terrible sobre la humanidad.

—Pero ¿dónde ve ese predominio tan extraordinario?

—¿Dónde? En todas partes. Vaya a esos grandes almacenes de sederías y tejidos que hay en las poblaciones de alguna importancia, y verá en ellos amontonados millones de francos y el producto de un trabajo que, por lo gigantesco, es casi incalculable. Dígame, ¿hay en la décima parte de esos almacenes alguna cosa que sea de uso del hombre?

Todo el lujo es para la mujer que lo busca, impulsándola siempre hacia adelante ¿Y las fábricas? En su mayor parte no hacen más que trabajar para la mujer, y millones de hombres, generaciones enteras de obreros, sucumben en esos trabajos hechos en condiciones semejantes a las de las penitencierías, para que ella se pueda engalanar. Lo mismo que si fuese una reina poderosísima, la mujer mantiene en la esclavitud y el trabajo a las nueve décimas partes de la humanidad. Y todo esto sucede, ni más ni menos, por negar a la mujer derechos iguales a los del hombre. Se venga excitando nuestros sentidos y procurando que caigamos en las celadas que nos tiende; y tal es la influencia que han llegado a ejercer sobre ellos que en su presencia pierden la calma no sólo los jóvenes de sangre caliente, sino hasta los viejos.

Y la mujer conoce tan bien esa influencia que no la oculta. Lo verá fácilmente si observa las sonrisas de triunfo en una fiesta popular, en un baile o en una reunión de etiqueta. En cuanto un joven se acerca a ella, cae en sus redes y ¡adiós razón!

Siempre experimenté cierto malestar al hallarme en presencia de una mujer en traje de corte, de una joven del pueblo con pañuelo rojo y traje endomingado, y de una señorita vestida para un baile. Y eso es todavía más terrible para mí hoy día. Veo en todo ello un peligro para los hombres, algo, en fin, contrario a la Naturaleza, y siento deseos de empezar a gritar llamando a la policía para alejar ese peligro: para hacer que aparten de mi vista un objeto dañino.

¡Y no me río! Estoy seguro de que ha de llegar un día, que quizás no esté muy lejano, en que se preguntarán con asombro cómo pudo haber un tiempo en que se permitían acciones capaces de producir tanto trastorno, turbando la tranquilidad de la sociedad, como lo consiguen las mujeres por medio de la excitación de los sentidos y los adornos con que engalanan su cuerpo. Es como si en los paseos públicos se pusiesen cepos por donde han de pasar los hombres, ¡y tal esto no sería tan peligroso como aquello!

—¿Por qué—pregunto‑prohibir los juegos de azar y permitir que las mujeres aparezcan medio desnudas en público, por más que esto sea mil veces más inmoral que el juego? ¡Qué extraña manera de juzgar las cosas!

X

—He aquí ahora cómo caí en el lazo. Era yo lo que se llama un enamorado, y no era a ella sola a la que consideraba como la perfección personificada, sino que yo mismo, durante el tiempo que fuimos novios, me creía el mejor de los hombres. No hay nadie en este mundo que, aun siendo malo, buscando con un poco de paciencia no encuentre a otro que sea peor que él (lo cual es origen de alegría y de orgullo). Este era el caso en que yo me hallaba. No me casé por el afán del dinero, al que no tenía apego, a diferencia de muchos conocidos míos que habían hecho del matrimonio un negocio, bien para procurarse un capital con la dote, bien para crearse una posición con las nuevas relaciones. Yo era rico y mi mujer pobre. ¿Qué me importaba eso a mí? Había, además, otra cosa que me enorgullecía, y era que, al contrario que los que al casarse no abandonan sus ideas de poligamia, yo me había jurado vivir siempre como monógamo en cuanto me casara. Era un miserable y me creía un ángel.

No fuimos novios durante mucho tiempo y no puedo evocar sin enrojecerme los recuerdos de aquella época, ¡que vergüenza y qué asco! Si hubiese sido un amor platónico, puesto que es de éste del que hablamos y no del sensual, habría debido manifestarse en conversaciones, en palabras; pero no hubo nada de eso. En nuestras entrevistas la conversación era penosa, un verdadero trabajo de gigantes. Apenas encontraba un tema, ya estaba, agotado, y vuelta buscar otro. Nos faltaban asuntos de los que hablar, habiendo agotado cuanto podíamos decir acerca de nuestro porvenir y establecimiento. ¿Qué nos quedaba? Si hubiésemos sido animales, sabido tuviéramos que no había de qué hablar; sin embargo, carecíamos de objeto, porque la cosa que a ambos nos preocupaba no era de las que tienen solución en una conversación. Añada a esto la deplorable costumbre de comer golosinas; luego, los preparativos de la boda; ver la habitación, las camas, las ropas que se han de usar durante el día, las de noche, la ropa blanca y los objetos de tocador, etc., etc. Ya está viendo que el que se casa al uso antiguo, con arreglo a los preceptos del Domostroy, como decía ese señor viejo que se fue, considera los edredones, las camas y la dote como otros tantos detalles que contribuyen a hacer del matrimonio algo sagrado. Pero para nosotros, que en la proporción de uno por diez no creemos, no, en ese algo sagrado, ¡y que se crea o no importa poco!, sino en las promesas que hacemos nosotros‑de los que apenas un uno por ciento no habrá ya tenido que ver con mujeres y de los que apenas uno de cada cincuenta no estará dispuesto a ser inmediatamente infiel a su mujer—, para nosotros, repito, que no vamos a la iglesia más que a cumplir con un requisito exigido antes de poseer a una determinada mujer, todos esos detalles no tienen más que un significado bien preciso. Es un contrato innoble. Se vende una virgen a un libertino y esa venta se verifica con la apariencia de las cosas más puras, adornándola con poéticos detalles.

XI

—Me casé como nos casamos todos. Si los jóvenes que ansían pasar la luna de miel supiesen las desilusiones que les esperan… porque no hay más que desilusiones en todas partes; y todos‑en verdad que ignoro por qué—se creen obligados a ocultarlo. Paseaba un día por una feria de París y entré en un barracón en el que enseñaban una foca y una mujer con barbas. La mujer era un hombre con traje descotado, y la foca ni más ni menos que un perro, cubierto, es verdad, con una piel de foca y que nadaba en una gran tina; el espectáculo tenía más bien poco atractivo. Cuando salí del barracón, el dueño me señaló al público diciendo: «Preguntadle a este señor si vale la pena pasar; ¡adelante, señoras y caballeros! ¡No cuesta más que un franco la entrada!» Me costaba gran trabajo, no podría decir por qué, contradecir a aquel hombre y contó con mi asentimiento. Lo mismo les sucede a los que por propia experiencia conocen el hastío de la luna de miel: que no quieren destruir las ilusiones de los demás.