Yo por mi parte no desvanecí los sueños de nadie, pero no veo motivo para que ahora me calle. En la luna de miel no hay nada agradable, sino todo lo contrario. Aquello es un continuo malestar, una vergüenza, un malhumor sombrío, y predomina sobre todo esto un aburrimiento, un tedio espantoso. No acierto a comparar esa situación más que con la del muchacho que empieza a fumar: siente náuseas, se traga el humo y, sin embargo, dice que experimenta un gran placer. Si el trabajo produce goces es para más adelante, y lo mismo sucede con el matrimonio. Antes de gozar, los esposos deben habituarse al vicio.

—¡Cómo! ¿Al vicio? —exclamé. —Está hablando de algo que es natural, instintivo.

—¡Algo natural! ¡Instintivo! No hay nada de eso. He llegado a convencerme de lo contrario, permitidme que os lo diga, y yo, hombre corrompido, libertino, entiendo que es contra naturaleza. ¡Y cuánto más arraigada no estaría esta convicción en mi ánimo si no estuviese tan pervertido! Es un acto contra la naturaleza para toda joven pura, igual que para un niño. Una hermana mía se casó, siendo muy joven, con un hombre que tenía doble edad que ella y que hasta entonces había llevado la vida propia de los libertinos, y recuerdo cuán grande fue nuestro asombro al ver que le abandonaba durante la noche de la bodas y que, pálida y temblorosa, nos dijo que por nada del mundo podría contarnos lo que exigían de ella.

¿Y llamáis natural a esto? Comer sí que es natural; comer es una satisfacción, una función agradable que puede llevarse a cabo sin que uno se avergüence, y en cuanto al otro acto, no hay más que repugnancia, vergüenza y dolor. No, no es natural, y adquirí la convicción de que una joven lo teme siempre. Una muchacha joven y pura desea hijos; hijos, sí, pero un hombre, no.

—Entonces —observé con mucho asombro—; ¿cómo perpetuar el género humano?

—¿Y acaso es necesario perpetuarlo? —replicó con brusquedad.

—Sin duda, porque de otro modo no existiríamos.

—¿Y para qué hace falta que existamos?

—¿Para qué? Pues para vivir.

—¿Para vivir? Schopenhauer, Hartmann y los budhistas sostienen que la verdadera felicidad está en no existir. Y tienen muchísima razón cuando aseguran que la dicha de la humanidad está en su destrucción. No lo dicen con tanta claridad; sostienen que la humanidad debe destruirse para ahuyentar el sufrimiento y que su objetivo o fin es su propia destrucción Esto es un error. El objetivo final de la humanidad no debe ser el de librarse del mal o del sufrimiento por el aniquilamiento de sí mismo, porque el mal es el resultado de la actividad, y el objetivo de ésta no puede ser el aniquilamiento de los efectos que produce. El fin del hombre, lo mismo que el de la humanidad entera, es la dicha, y para lograrla le han impuesto una ley a la que debe atenerse. Esa ley se basa en la unión de los seres que componen la humanidad. Las pasiones son las únicas que impiden esa unión, y por encima de todas las demás, la más fuerte, la peor, es el amor sensual, la voluptuosidad. Cuándo el hombre haya conseguido dominar sus pasiones y con ellas la que más le domina, el amor sensual, existirá ese amor, y la humanidad, una vez cumplido su objetivo, no tendrá ya razón de existir.

—¿Y hasta que llegue ese momento?

—La humanidad tiene una válvula de seguridad. El amor de los sentidos no es más que la señal del incumplimiento de la ley. Mientras ese amor exista, habrá una nueva generación para intentar realizarla. Si la primera no basta vendrán otras… hasta que se llegue al cumplimiento de esa ley… Cuando esto suceda, la humanidad dejará de ser, porque nos sería imposible explicarnos la vida si el género humano fuera perfecto.

XII

—¡Qué teoría más extraña! —exclamé.

—¿Por qué es extraña? Todas las religiones profetizan que la humanidad ha de tener un fin, y con arreglo a las conclusiones de la ciencia moderna, ese fin es también inevitable.

¿Qué tiene pues de particular que la filosofía moral presente esas mismas conclusiones?

Aquel que pueda comprenderlo que lo comprenda, dijo Cristo y veo bien claro su pensamiento. Para que el hombre tenga relaciones sexuales morales, es preciso que tenga por objeto la castidad completa. El hombre sucumbe en esa lucha y de ahí proviene el matrimonio moral; pero si el hombre, y este precisamente es el caso de la sociedad actual, se entrega antes de que llegue ese caso al amor sexual, el matrimonio no puede ser, a pesar de sus apariencias de moralidad, mas que un pretexto para la voluptuosidad, y la vida una vida completamente desprovista de sentido moral. Fue en esta última existencia en la que perecimos los dos, mi mujer y yo; en esa pretendida existencia moral a la que se llama vida de familia.

Comprenderá fácilmente a qué extremos pueden llegar las ideas cuando se oye tratar de miserable y ridículo lo que tiene de mejor el hombre, es decir, su libertad y su celibato. La situación ideal para la mujer, ese estado de pureza y de virginidad, asusta a la sociedad que se burla de él. Cuántas jóvenes sacrifican su doncellez a ese Moloch que es la opinión pública y se casan con el primer advenedizo para no ser doncellas, es decir, seres superiores. Se inmolan para no permanecer en esa condición de superioridad.

Hasta entonces no había comprendido que las palabras del Evangelio «aquél que mira a una mujer para desearla, ha cometido ya adulterio con ella en su corazón», se puede aplicar lo mismo a la mujer ajena que a la propia. No las había comprendido y me parecían sublimes todos los actos que ejecuté durante mi luna de miel, persuadido de que la satisfacción del deseo sensual con mi propia mujer era lo más natural y digno del mundo. Tan bien como yo, usted sabe que el viaje de boda, la soledad en que se deja a los recién casados, con permiso de sus padres, no son ni más ni menos que una excitación al libertinaje.

No veía yo en esto nada que fuese malo o vergonzoso y mi luna de miel me pareció una promesa de felicidad, pero esa esperanza pronto se desvaneció. Creo, empero, que hice todos los esfuerzos imaginables para lograrla; esfuerzos que fueron vanos, pues cuanto más andaba en pos de la dicha, más huía ésta de mí. Durante todo ese tiempo fui presa del malestar, la vergüenza y el tedio, y poco más tarde se presentaron la tristeza y los sufrimientos.

Si no recuerdo mal, fue al tercero o cuarto día cuando encontré triste a mi mujer, y, besándola, traté de inquirir lo que le sucedía. Creía que no podía querer más que besos. Con un gesto hizo que me apartase y se echó a llorar. ¿Por qué? No lo sabía; se encontraba mal, fatigada. La laxitud de sus nervios le reveló indudablemente la verdadera naturaleza de nuestras relaciones; pero no sabía cómo expresar sus sentimientos. La apremié haciéndole muchas preguntas, y al cabo me respondió que le inquietaba el recuerdo de su madre. No la creí y empecé a querer consolarla, sin hablarle de sus padres, no comprendiendo que éstos no eran más que un pretexto y que tenía el corazón oprimido. No me hizo caso y le eché en cara sus caprichos, burlándome de su tristeza. Dejó entonces de llorar y me contestó furiosa, llamándome egoísta y cruel. La miré cara a cara y vi que en la suya todo revelaba furor, cólera contra mí.