Fíjese bien: desde que llegan a la adolescencia no les preocupa más que una cosa: el vestido y sus adornos. No hay para ellas más ocupaciones que los cuidados que han de dar a su cuerpo; el baile, la música, la poesía, las novelas, el canto, los teatros, los conciertos, y a todo esto puede añadir una ociosidad física completa, una indolencia general y una alimentación agradable y nutritiva. Como nos lo ocultan, ignoramos los sufrimientos que producen a las jóvenes la excitación de los sentidos. De cada diez, nueve se atormentan más de lo que se sospecha en la primera época de su pubertad, y más adelante mucho más, si no se casan antes de los veinte años. Cerramos los ojos para no ver estas cosas, pero aquellos que quieren tenerlos bien abiertos se dan cuenta de que dicha excitación llega hasta ese punto a causa de la sensualidad contenida (es una dicha cuando se contiene), y no son capaces de nada si no se hallan en presencia del hombre.

Los cuidados que impone la coquetería, y ésta misma, llenan toda su existencia. En presencia del hombre exageran su vivacidad, se despiertan los sentidos, y lejos de él, la energía se embota y desaparece la vida. Y tenga presente que esto no sucede en presencia de un hombre determinado, sino en la de cualquiera, con tal que no sea un tipo repugnante.

Me dirá que esa es la excepción, no la regla. Lo que sucede es que en ciertas mujeres se nota más que en otras, pero ninguna tiene vida propia, independiente del hombre. Cuando éste les falta, todas se aprestan a la conquista, y no puede ser de otra manera porque su bello ideal es atraer el mayor número posible de hombres. Todos los sentimientos femeniles se concentran en esa vanidad, no de mujer, sino de hembra, que procura atraer a su alrededor el mayor número posible de machos para escoger mejor. Y sucede lo mismo cuando se trata de mujeres casadas que de solteras. A éstas les es necesario para poder elegir, y a las primeras como un medio para dominar mejor al marido.

Una sola cosa interrumpe esta clase de vida: los hijos, con la condición de que la mujer tenga salud y los amamante ella misma. Y en esto vuelven a presentarse los médicos. Mi mujer, que quería dar el pecho a sus hijos, cayó enferma al dar a luz al primero, pero pudo criar a los otros cuatro. Los médicos la desnudaron cínicamente, le palparon todo el cuerpo, y yo, agradecido, tuve que pagarles muy bien y hasta darles las gracias, aunque al final habían declarado que no podía criar. De este modo quedó privada, desde el principio, de la única cosa que podía distraerla de la coquetería. Tomamos un ama y nos convertimos en explotadores de la pobreza, de la necesidad y de la ignorancia de una mujer, le robamos a su propio hijo, privándole de su alimento, para que lo diese al nuestro y, satisfechos, la engalanamos con llamativas cofias y galones de plata. No es de esto, sin embargo, de lo que se trata. Lo que quería decir es que esa libertad momentánea despertó en mi mujer, con nueva fuerza, la coquetería femenina un tanto adormecida durante el período precedente. Entonces aparecieron en mí unos celos tales, como jamás habría sospechado que pudiera sentir. ¡Dios mío! ¡Qué sufrimiento! Aparte de que estos son comunes a todos los maridos que viven como yo vivía con mi mujer, esto es, sin apelar al adulterio.

XV

—¡Los celos! Ahí tiene otro secreto de la vida conyugal, secreto que todo el mundo conoce y que todos ocultan. Junto al mutuo rencor de los esposos, que proviene de su común envilecimiento y de muchas otras causas, los celos recíprocos son una de las causas de las escenas violentas que con mucha frecuencia se desarrollan en los hogares, pero como de común acuerdo se dice que debe ocultarse, todo se oculta. Todos ven en ello una desgracia personal que les apena y no un destino que es común. Eso fue precisamente lo que me sucedió. Los celos deben existir entre dos esposos que viven inmoralmente. Si no pueden acallarlos en favor de su hijo, se deduce que jamás podrán sacrificarlos en beneficio de la mutua paz y tranquilidad, porque se puede pecar en secreto, pero en provecho de la propia conciencia. Ambos saben que no hay, ni para el uno ni para el otro, obstáculos morales que se opongan a la consumación de una infidelidad, y lo saben porque ellos mismos violan todos los días y en sus relaciones recíprocas los principios de la moral, y de ahí la desconfianza mutua y la vigilancia del uno para con el otro.

¡Qué cosa tan terrible son los celos! No hablo de los celos verdaderos que, al menos, tienen su razón de ser. Estos producen tormentos, pero se puede encontrar remedio. Me refiero a esos celos inconscientes, acólitos fatales de toda vida inmoral, y que no tienen fin como tampoco tienen causa. Estos son como un cáncer, un mal horrendo que corroe noche y día, día y noche; ¡son espantosos, verdaderamente insoportables!

¿Quiere que le cite un ejemplo? Un joven habla a mi mujer, la mira sonriendo y me figuro que con la mirada escruta su cuerpo. ¿Cómo se atreve a pensar en mi mujer y en la posibilidad de hacer una novela con ella? ¿Y cómo ella, que lo ve, puede tolerar semejante cosa? Y no sólo la tolera, sino que además parece muy satisfecha y hasta su satisfacción, lo observo, se manifiesta por él. En mi corazón se desarrolla entonces un odio tan feroz que todas sus palabras, todos sus gestos, me excitan. Lo advierte y se corta, fingiendo indiferencia. ¡Yo sufro y ella está alegre y habladora! Mi odio va en aumento y no puedo por menos de dominarlo, porque no tengo motivos para estar celoso y lo sé. Se sienta uno a su lado, hace un papel indiferente y hasta le dispensa al joven en cuestión una acogida cordial y cortés, y luego, descontento uno de sí mismo, quiere abandonar la habitación dejándola sola. Y procede así, efectivamente, y apenas se halla fuera se le ocurre un pensamiento terrible y se pregunta:

«¿Qué pasará ahí dentro? Entonces, aprovechando cualquier pretexto, vuelve a entrar o, si no, escucha tras la puerta.

¿Cómo es posible que ella se pueda envilecer y envilecerme a mí hasta ese extremo, haciéndome desempeñar el humillante papel de espía, tan humano y al mismo tiempo tan indigno? ¿Y él? Pues él es lo mismo que todos los hombres, como lo era yo antes de casarme.

Está muy satisfecho, sonríe y me mira, como diciéndome «¿Qué quieres? ¡Ahora me toca a mí!»

¡Sentimiento horrendo! Como no es menos tremendo el veneno que inyecta en nuestras venas. ¡Oh! ¡Cuánto habría dado por poder sospechar con fundamento de un hombre para arrojarle a la cara ese veneno! Habría quedado marcado como si le hubiesen echado vitriolo, sin duda. Me bastaba con tener celos una sola vez de un hombre para no seguir manteniendo el mismo tono con él en nuestras relaciones habituales, para no poderlo mirar con calma. Con tanta frecuencia arrojé ese vitriolo de los celos a la cara de mi mujer, que a mis ojos quedó desfigurada. En esa época de inconsciente rencor, abominé de ella después de haberla cubierto, allá en mi fuero interno, de vergüenza e ignominia. La hice culpable en mi mente de los actos más irracionales. Llegué, lo confieso avergonzado, hasta a sospechar que, cual una sultana de Las mil y una noches, habría sido capaz de engañarme con un criado en mis barbas y burlándose de mí. A cada nuevo acceso de celos, y sigo refiriéndome a esos celos que no tienen causa conocida, caía yo regularmente y cada vez más bajo en mis despreciables sospechas, y otro tanto le sucedía a ella, que tenía más motivos que yo para estar celosa, puesto que conocía mi pasado. Y, en efecto, estaba más celosa que yo. Sus celos me proporcionaban sufrimientos de distinta naturaleza, pero no por eso menos penosos. He aquí un ejemplo: nos poníamos a hablar tranquilamente y me contradecía acerca de un asunto sobre el cual poco antes había manifestado la misma opinión que yo, y veía que de pronto se iba acalorando sin motivo. Creyendo que estaba de mal humor y que el tema de nuestra conversación debía de disgustarla, procuraba cambiar de asunto. ¡Lo mismo! Se enfadaba por cualquier cosa, por una palabra. Esto me asombraba, y trataba de indagar la causa, pero no lo conseguía y no obtenía más respuesta que algunos monosílabos, tras los cuales se quedaba en silencio. Me figuraba entonces que todo su mal humor podía provenir de que me había paseado por el jardín en compañía de una prima suya que me era completamente indiferente, o de cualquier otra cosa parecida. Lo adivinaba, en efecto, pero no decía ni una palabra.