Lo mismo sucede con la emancipación de la mujer. Su esclavitud consiste en que a los hombres les parece equitativo el deseo que experimentan de convertirla en instrumento de placer. Se emancipa a la mujer; se le conceden diversos derechos iguales al hombre; pero no se la deja de considerar como un ser consagrado al servicio del placer, y en ese sentido se la educa desde su infancia bajo la influencia de la opinión pública.

De este modo continúa en la humillación de la esclavitud, y el hombre sigue siendo el mismo amo, tan poco moral, tan libertino siempre. Para que semejante esclavitud se pudiese abolir, sería preciso que la opinión pública estigmatizase como la más grande de las ignominias el no ver en la mujer más que un instrumento de placer. No es en los establecimientos de enseñanza ni en los ministerios donde puede realizarse esa emancipación;

es en la familia y no en las casas de tolerancia donde se debe combatir eficazmente la prostitución. Emancipamos a la mujer en los elogios y en el trato social, y no obstante, no dejamos de considerarla como instrumento de placer.

Enseñad a la mujer a conocerse, como nos conocemos nosotros, y seguirá siendo un ser inferior, o con el auxilio de médicos poco escrupulosos procurará no concebir y llegará a ser, no ya un animal, sino un objeto, o bien, y éste es el caso más frecuente, será desgraciada, estará agotada por los nervios, y no tendrá esperanza alguna de emancipación moral.

—Pero ¿por qué? —pregunté.

—A mí lo que me extraña, más que nada, es que nadie quiere ver lo que salta a la vista: algo que todos los médicos saben y que callan en vez de proclamarlo en alta voz como tienen el deber de hacer. El hombre quiere gozar sin preocuparle la ley de la Naturaleza, los hijos. El nacimiento de éstos interrumpe el placer, y el hombre, que no ansía más que el placer, apela a todos los medios para evitar ese impedimento. No hemos llegado en este punto a lo que se hace en el resto de Europa, y especialmente en París; no conocemos el sistema de los «dos hijos» y no hemos hallado nada, porque no hemos buscado nada. Comprendemos que esos medios son malos, queremos conservar la familia, y nuestra manera de proceder es la peor.

La mujer, entre nosotros, es madre y querida al mismo tiempo, es decir, nodriza y amante a la vez, y sus fuerzas no bastan. A esto se deben las histéricas, las neuróticas, y en el campo, las poseídas. Y fijaos que no me refiero a las mujeres solteras, sino a las que están al lado de sus maridos. La razón es bien clara. De ahí es de donde procede la decadencia moral e intelectual de la mujer y su relajamiento. ¡Si se tuviese en cuenta el trabajo inmenso de la mujer mientras está encinta y amamanta a sus hijos!… En su seno se desarrolla el ser que debe ser un día el continuador de nuestra existencia y ocupar nuestro lugar. ¿Y quién es el que perturba la santidad de esa obra? ¿Para qué? ¡Horroriza pensarlo! ¡Y luego hablan de la libertad de la mujer y de sus derechos! Esto es lo mismo que si se pretendiese que los antropófagos, al engordar a sus cautivos para comérselos, lo hacen para cuidar exclusivamente de su libertad y de sus derechos.

Me llamó mucho la atención esa nueva teoría.

—¿Cómo debo entender lo que acaba de decir? —repuse. —El hombre, en las condiciones que acaba de expresar, no podría en realidad ser el marido de su mujer más que una vez cada dos años, y el hombre…

—No puede substraerse a esa necesidad, ¿no es cierto? Los sacerdotes de la ciencia lo han dicho, y lo cree así. Quisiera que esos distinguidos profetas desempeñasen el papel de esas mujeres que juzgan necesarias al hombre. ¿Qué es lo que dirían entonces? Decidle sin cesar a un hombre que el aguardiente, el tabaco o el opio son indispensables para su vida y acabará por creer que es verdad. De todo esto parece resultar que Dios no comprendió lo que hacía falta, puesto que, por no haber pedido consejo a esos profetas nuestros, no supo hacer bien el mundo. Admita que lo hizo muy mal.

¿Cómo puedo explicarlo? Encarémonos con nuestros profetas, que encontrarán alguna solución, si no la han encontrado ya. ¿Cuándo llegará el día en que se les eche en cara sus infamias y sus embustes? ¡Ya sería hora! ¡Ay! Los hombres van a parar a la locura, al suicidio, y siempre por la misma razón. ¿Y cómo no ha de ser así?

Los animales, que al parecer se dan cuenta de que la descendencia perpetúa la especie, siguen en esto una ley fija que el hombre es el único en no reconocer. El hombre, el rey de la Naturaleza, no tiene más que una idea: la de gozar continuamente. Para el hombre, la obra maestra de la ciencia es el amor, y en nombre del amor, es decir, de esa infamia, mata a la mitad del género humano, y a la mujer, que debía ayudarle a guiar a la humanidad hacia la justicia y hacia la dicha, la convierte, en nombre de su goce voluptuoso, en la causa de la destrucción del género humano. Y el obstáculo que en todas partes encuentra en su camino la humanidad es la mujer. ¿Por qué? Pues siempre por la misma razón.

XIV

—Sí, el hombre es peor que la bestia, si no vive más que como hombre. Este fue mi caso.

Lo más fuerte del caso es que yo creía llevar una vida ejemplar, porque no me dejaba arrastrar por los encantos de las otras mujeres. Me creía un sujeto moral, y las escenas violentas que se sucedían entre mi mujer y yo las atribuía exclusivamente a su carácter. Como es natural, me equivocaba, pues era como todas, como la mayoría de ellas. Su educación había sido la que imponen las exigencias de nuestra clase, parecida a la que reciben todas las jóvenes de familias ricas y tal cual debe darse a todas.

¡Cuántas quejas se oyen acerca de la educación de la mujer, y cuántos quisieran cambiarla! Pero todo esto no son más que añagazas, porque la educación de la mujer debe basarse en la idea verdadera del hombre acerca del destino de la mujer. En nuestra clase, y a pesar de las ideas que hay en su favor, es que el destino de la mujer es servir para placer del hombre, y su educación es ni más ni menos que el reflejo de estas ideas. Desde su juventud no le enseñan más que a aumentar el poder de sus encantos, y por su parte, ella no tiene más preocupación. De la misma manera que la educación de las esclavas se dirigía únicamente hacia un solo objeto, el de satisfacer los caprichos de su amo, nuestras mujeres no reciben educación más que teniendo en cuenta un solo objetivo: el de atraer a los hombres. En cualquiera de los dos casos no podía, no puede suceder otra cosa.

Tal vez se imagine que esto sólo es cierto cuando se trata de esas chicas mal educadas a las que llamamos con desdén jovenzuelas, y que hay una educación más seria, la que se da en ciertos colegios, en los liceos donde se enseña latín, en las aulas de Medicina y en las academias. ¡Grave error! Toda la educación de la mujer, sea cual fuere, no tiene más que un objetivo: atraer al hombre. Unas lo consiguen por medio de la música, otras con sus cabellos rizados, algunas con su ciencia o su buen sentido; pero el objetivo es el mismo, y no puede ser de otra manera porque no tienen más que ese.

¿Imagina a las mujeres adquiriendo en la Academia la ciencia aparte de los hombres, es decir, a las mujeres haciéndose sabias sin que los hombres lo sepan? Imposible. No hay educación, no hay instrucción que pueda cambiar nada, mientras el ideal de la mujer sea el matrimonio, no la virginidad y la liberación de los sentidos. La mujer será, de otro modo, siempre una esclava. No hay más que ver las condiciones en que se educan las jóvenes de nuestra clase, y no quiero generalizar para no quedarme yo menos sorprendido ante el desorden de las mujeres de la clase elevada que ante la moderación misma de ese orden.