No saben siquiera nuestras mujeres qué es lo que quieren, porque habiendo perdido la creencia en Dios, unas tienen fe en las echadoras de cartas, en las sonámbulas y en las curanderas, y otras en el afamado doctor N., porque exige honorarios elevados y tiene muchas excentricidades. Si tuviesen fe, sabrían que la escarlatina y otras enfermedades del mismo género no son tan temibles, puesto que no pueden hacer el menor daño a la única cosa que el hombre puede y debe amar, que es el alma. Sabrían también entonces que todo cuanto pueda sucedernos son acontecimientos que no podemos evitar: la enfermedad y la muerte. Esa falta, esa carencia de fe en Dios, son las que hacen que su amor sea puramente físico y pasen todo el tiempo empleando sus energías en realizar una utopía: ¡la de la prolongación de la vida!

Utopía cuya realización prometen los médicos a los imbéciles, y especialmente a las mujeres.

Así es que éstas, al vislumbrar el menor peligro, acuden a ellos.

Nuestros hijos no contribuyeron a suavizar nuestras relaciones ni a la unión más perfecta e íntima, sino que, por el contrario, sirvieron para acentuar nuestra desunión, y fueron una causa más de disgusto. Desde el día en que nacieron se convirtieron para nosotros en un arma de combate, en un pretexto más para discutir, porque cada uno de nosotros tenía un favorito que le servía de arma para la lucha. El mío era Vassia; el de mi mujer, Lisa, la hija mayor.

Cuando crecieron y su carácter se fue perfilando, los consideramos como aliados que queríamos atraer a nuestro bando. Su educación se resentía, naturalmente, a consecuencia de esta situación anormal, pero ¿qué hacer? Con nuestras eternas disputas no podíamos ocuparnos de aquellas pobres criaturas. El niño era aliado mío; en cuanto a la niña, la mayor, que era la aliada de mi esposa, a la que se parecía mucho, había momentos en que yo le tenía ojeriza.

XVII

—Al principio vivíamos en el campo, y luego en la capital, y a no ser por la catástrofe que más tarde nos hirió, habría llegado de ese modo a la vejez y al lecho de muerte creyendo haber llevado una vida feliz, es decir, no más desgraciada que la de la mayoría de mis semejantes. De ese modo no habría intuido la vil mentira que me rodeaba, ni habría comprendido que todo aquello no era lo mejor ni lo más bueno siquiera. Lo que sí habría sentido con más fuerza habría sido que yo, que debí ser el amo, no fui más que el esclavo de mi mujer, porque había sido ella y no yo quien llevó siempre, como vulgarmente se dice, los pantalones, por más esfuerzos que hice por quitárselos. Mis hijos fueron la causa de que yo perdiese la autoridad y, a pesar de mi deseo, me fue imposible liberarme y recobrarla. Mi mujer contaba con los hijos y, por consiguiente, con la dominación. No comprendía entonces sino que estaba en su derecho, un derecho basado en que, en la época de nuestra boda, estaba moralmente a cien codos de altura sobre mí, del mismo modo que toda recién casada es tanto más superior a su marido cuanto más pura es. Y fíjese bien en esto, en que las mujeres, sobre todo en la clase social a la que pertenecemos, son en general seres pervertidos que carecen de fuerza moral: egoístas, parlanchinas, testarudas; mientras que las jóvenes de veinte años o poco menos se sienten impulsadas, y de ello vemos ejemplos todos los días, a llevar a cabo acciones nobles e idealmente hermosas. ¿A qué se debe esta diferencia? Es indudable que los hombres han caído tan bajo que las hacen descender a su propio nivel.

Niños y niñas nacen con las mismas cualidades morales, pero el valor moral de las niñas es muy superior. Ante todo, no están expuestas a las mismas tentaciones y malas compañías que los hombres; no tienen a su alcance el tabaco, el vino, el colegio, el círculo o la oficina, y en segundo lugar, y este es un factor primordial, son corporalmente puras. En su juventud, son superiores a nosotros. En nuestra clase, en la que el hombre no tiene que trabajar materialmente para ganarse el sustento, son también superiores, como mujeres, por la importancia de su misión maternal.

La mujer, cuando da a luz y amamanta a sus hijos, comprende perfectamente que su misión tiene mucha más importancia que la del hombre que se ocupa en los negocios, en el tribunal o en el senado. Sabe, además, que su preocupación constante es el dinero y que, en resumen, las ocupaciones de los hombres no responden a una necesidad fatal, como es la de tener que dar el pecho a los hijos. Por eso es precisamente por lo que la mujer está por encima del hombre y le gobierna; pero el hombre de nuestra clase no quiere darse cuenta de esta verdad, al contrario, la contempla con desdén desde lo alto de su grandeza, y no tiene más que desprecio para sus ocupaciones. Esa era la razón de que mi mujer mirase con menosprecio mis trabajos en el Zemstvo o consejo general: porque había dado a luz muchos hijos y los amamantaba. Por mi parte, imbuido en las doctrinas que profesamos los hombres, me decía que todos los trabajos femeninos, mantillas, pañales, biberones, como solía decir bromeando, no tenían importancia alguna, y sonriéndome, a la vez que me encogía de hombros, exclamaba: «¡Bah, cosas de mujeres!»

Este mutuo menosprecio nos dividía aún más y más; pero nuestras relaciones se agriaron más todavía. Las divergencias de opinión no eran la causa del rencor, sino su consecuencia.

Cualquier cosa que yo dijese, sabía a priori que ella iba a contradecirla, y a la inversa. A los cuatro años de habernos casado nuestras relaciones intelectuales, y esto era cosa indiscutible, se habían hecho, tanto para el presente como para el porvenir, imposibles, pero por completo.

Cada cual se aferraba con tenacidad a su opinión, fuese cual fuese su objeto, y sobre todo tratándose de la cuestión de los hijos, sin intentar convencernos. Ante los extraños, nuestras conversaciones versaban acerca de las cosas más variadas, y hasta íntimas; entre nosotros, nunca. A veces, cuando oía lo que le decía ella a otras personas en mi presencia, no podía por menos que pensar: «¡Cuántas mentiras dice esta mujer!», y me sorprendía de que nadie advirtiese que mentía. Cuando nos hablábamos a solas, nuestras conversaciones se reducían a muy pocas palabras o frases que tal vez los animales también intercambien entre ellos. «¿Qué hora es? Creo que es hora de irnos a acostar. ¿Qué tenemos hoy para comer? ¿Qué dicen los periódicos? Hay que avisar al médico, porque a Lisa le duele la garganta.»

En cuanto nos apartábamos de ese círculo de conversaciones, por poco que fuese, para cambiar de tema, estallaba la tempestad, y únicamente la presencia de un tercero, que servía, por así decirlo, de intermediario a nuestra conversación, contribuía a que, durante un momento, nos mostrásemos más sociables. Mi mujer probablemente creía que la razón estaba de su parte, y en cuanto a mí, ¡Dios me lo perdone!, me tenía a su lado por un santo. Los períodos de eso que llamamos amor eran tan frecuentes como antes, pero más brutales, menos suaves y sin ningún refinamiento, aparte de muy cortos. A esos momentos de placer sucedían rápidamente otros de malestar, cólera irreflexiva, una irritación que se fundaba en los más fútiles y absurdos pretextos.

Las disputas y el rencor estallaban a propósito de la comida, del café, del mantel, de un coche o de una falta en el juego, de cualquier cosa, en fin, que no tenía importancia ni para el uno ni para el otro. Por mi parte, la odiaba con toda mi alma. La miraba cuando se servía el té, movía el pie, se llevaba la cucharilla a la boca o soplaba para enfriar el líquido, y por esto, como que si se tratara de una mala acción, la odiaba. No me había fijado en la correlación que existía entre los períodos de rencor y ese que llamamos amor, y siempre el uno seguía al otro.