no, yo he dicho… mientes.. ¡qué! ¡que yo miento! ¿eh?» Se acercaba una crisis espantosa y se agrandó ésta, impulsándome al asesinato y al suicidio. La crisis estaba allí, la temía como al fuego; quería contenerme y la cólera pudo más, arrastrándome. Mi mujer se hallaba en un estado idéntico o peor aún, porque desnaturalizó todas las palabras y puso en ellas algo como veneno, arrastrando por el lodo y mancillando todo aquello para mí más querido. La crisis iba aumentando y adquiriendo intensidad. Grité: «¡Cállate!» o algo parecido, mientras que ella, saliendo precipitadamente de la habitación donde nos encontrábamos, entró como una loca en la de nuestros hijos. Deseando acabar de decirle todo lo que había empezado ya a decir, quise contenerla y la cogí del brazo; le hice daño. «¡Hijos míos! —gritó—¡Vuestro padre me está pegando!» «¡Mientes!» —dije, y mi mujer, para que aumentase mi cólera, añadió: —«¡Y no es la primera vez!» —Los niños se agruparon a su alrededor y procuró tranquilizarlos. —«¡No seas hipócrita!» —le dije—«¡Todo es hipocresía para ti! Eres capaz de matar a alguien y de tener después valor para decir que sólo aparenta estar muerto. Ahora comprendo qué es lo que quieres.» —«¡Sí, quisiera reventarte como a un perro!» —grité. Recuerdo aún el terror que a mí mismo me inspiraron esas palabras. En mi vida había creído poder pronunciarlas tan tremendas. Todavía estoy asombrado.

Me marché a mi cuarto y me puse a fumar, y vi que mi mujer estaba en la antecámara, disponiéndose a salir. —«¿A dónde vas?» —le pregunté, y no me contestó. —«¡Pues bien, que el demonio cargue contigo!» —me dije, y volví a tenderme en el sofá de mi despacho, y seguí fumando. Mi cabeza se trastornó con el sinfín de planes que formé. ¿Cómo vengarme? ¿Cómo deshacerme de ella? ¿A qué medios apelar para hacer frente a las eventualidades? Suguí dando vueltas a estas ideas; abandonarla, ocultarme, huir a América. Llegué hasta el extremo de pensar lo agradable que sería para mí verme libre de ella y tener a mi lado a otra mujer, joven, hermosa, ¡nueva! Pero para obtener esa libertad necesitaba su muerte o el divorcio.

¿Cómo podía conseguirlo? Comprendí que mis ideas se retorcían, y para no darme cuenta de que mis pensamientos iban por mal camino, me puse a fumar a más y mejor. El movimiento de la casa continuó, y al poco rato se me presentó el ama de llaves preguntándome dónde estaba la señora o cuándo volvería, y el criado para decirme si quería que sirviese el té. Me fui al comedor, en el que encontré ya a los niños, y Lisa, la mayor, me dirigió interrogadoras miradas. Mi mujer no volvía y pasaban las horas. Llegó la noche y sin regresar. Dos fueron los sentimientos que se apoderaron de mi alma: el rencor que hacia ella sentía por el malísimo rato que nos estaba haciendo pasar a mis hijos y a mí con una ausencia que no tenía fundamento serio, puesto que tenía que volver, y el temor de que hubiese atentado contra su vida. Pero ¿adónde iría a buscarla? ¿A casa de su hermana? Me parecía hasta estúpido ir preguntando de puerta en puerta por mi mujer. ¡A la ventura de Dios! Si necesita atormentar a alguien, que se atormente a sí misma. Pero ¿y si se hubiese ido a casa de su hermana? ¿Y si se hacía o se había hecho daño? Dieron las once… luego las doce… la una, y yo sin poder dormir… Me fui a mi dormitorio…

Decidí que era ridículo esperar solo. No estaba tampoco a gusto en mi despacho, y quise hacer algo, entretenerme, leer, escribir, y no lo conseguí. Allí, a solas, rabioso y sufriendo mil tormentos, rabié y escuché; ¡y ella sin volver! A eso del amanecer me quedé adormilado y luego me desperté, comprobando que no había vuelto aún, y en la casa todo empezaba a seguir la marcha de los demás días. Todos me miraban con aire interrogante y los niños como con reproche. Yo seguía estando inquieto, y esa inquietud contribuía a reavivar mi odio.

A eso de las once de la mañana se presentó su hermana, su embajadora, y soltó las frases de rigor: «Mi hermana se encuentra en un estado lamentable. Pero ¿qué ha pasado entre vosotros? ¿Qué significa esto? Pero si no vale la pena, etc., etc.» Describí su carácter insoportable, declarando que no era yo el culpable y que no estaba dispuesto a dar el primer paso, diciendo que si se quería divorciar que lo hiciese. Mi cuñada rechazó la idea y se marchó sin haber conseguido nada. Yo era a veces muy testarudo, y había decidido que no sería quien diese el primer paso. Apenas se marchó mi cuñada entré en el cuarto de los niños, a los que vi muy tristes. ¡Ah, entonces sí que habría dado yo el primer paso, pero me lo impedía mi palabra! Iba y venía, pasaba el rato fumando; al llegar la hora del almuerzo bebí el vino y aguardiente necesarios para llegar al estado de inconsciencia que deseaba, es decir, para no darme cuenta de la ignominia de mi situación. A cosa de las tres volvió mi mujer y pasó por delante de mí sin decirme ni una palabra. Creyéndola apaciguada, le dije que sus inmerecidos reproches me habían hecho salirme de mis casillas. Me respondió con mucha frialdad, con rostro serio, un tanto abatido, que no había vuelto para oír mis excusas sino para llevarse a sus hijos, puesto que no podíamos seguir viviendo juntos. Repliqué que no tenía yo la culpa, pues ella con su conducta me había enfurecido, y entonces, con aire muy serio y solemne, me dijo: «¡Ten cuidado, no digas ni una palabra más porque te arrepentirás!»

Contesté que aquella comedia debía terminar de una vez, que bastaba con lo ocurrido hasta entonces y, respondiendo algunas palabras que no entendí, me dejó solo, y entró directamente en su cuarto. Oí cómo rechinaba la llave en la cerradura; se había encerrado; llamé, no obtuve respuesta y me marché furioso. A la media hora de ocurrir esto, entró Lisa precipitadamente en mi cuarto, llorando sin consuelo. «¿Qué es lo que pasa? ¿Ha ocurrido algo?» — «No se oye nada en la habitación de mamá…» —contestó. Nos fuimos juntos a ver lo que pasaba; empujé con fuerza la puerta, cuyo cerrojo resistió apenas, y quedó abierta de par en par. Me acerqué y vi que mi mujer estaba sin sentido y tendida en la cama en una posición incómoda, en enaguas y con los zapatos puestos. En la mesilla de noche había un vaso vacío con algunas gotas de opio. Hicimos lo posible para que volviese en sí. Derramó un torrente de lágrimas y después vino la reconciliación; pero no fue sincera, porque cada uno conservaba en el fondo de su corazón un sentimiento de odio contra el otro. Pero era necesario concluir, y nuestra vida siguió otra vez como antes.

Escenas semejantes, si no peores, se repetían todos los meses, mejor dicho, todas las semanas, y a veces todos los días y siempre con los mismos incidentes. Una vez me marché dejándolo todo abandonado, y hasta llegué al extremo de pedir el pasaporte para irme al extranjero, pero mi debilidad de carácter me detuvo.

Ahí tenéis de qué naturaleza eran nuestras relaciones cuando se presentó aquel hombre, que era un miserable que valía poco más o menos lo que nosotros.

XXI

—En cuanto llegó a Moscú aquel individuo, que se apellidaba Troukhatchevsky, nos hizo una visita. Era por la mañana y lo recibí yo. En tiempos pasados nos habíamos tuteado, y empezó empleando el usted y el tú, pero con más frecuencia el último, pero como yo no me apartaba del primero, tubo que comprender que yo no quería familiaridades. Desde el primer momento me resultó simpático. Comprendí que era un libertino desenfrenado, y tuve celos de él antes de que llegase a ver a mi mujer, pero—¡cosa extraña! —una fuerza fatal, invencible, hizo que no le despidiese, sino que por el contrario le admitiese en mi casa. Me habría costado muy poco trabajo cambiar con él unas pocas palabras, alejarlo con mi frío recibimiento y evitar presentárselo a mi esposa, ¡pero no! Le hablé de música y del violín y me contestó que sentía mucho que se dijese que había dejado de tocar, porque lo hacía con más afición que nunca. Me recordó entonces que yo también tocaba en otros tiempos, y le respondí que hacía mucho que había renunciado a la música, pero que en cambio mi mujer le tenía mucha afición.