—¡Vete! ¡Sal de aquí! ¡No respondo de mí!

Se marchó y me calmé en el acto. A los pocos minutos se presentó la nodriza diciéndome que la señora tenía un ataque de histeria. Fui a verla y la encontré riendo, llorando, sollozando, sin poder pronunciar ni una sola palabra y temblando como una azogada. No lo fingía, sino que realmente estaba enferma. Llamamos al médico y durante la noche la asistí.

Al amanecer se calmó y nos reconciliamos bajo la influencia de ese sentimiento al que se da el nombre de amor. Al día siguiente le confesé que estaba celoso de Troukhatchevsky y no se apuró lo más mínimo; se echó a reír con el aire más natural del mundo, tan extraño le pareció el lance de que pudiese ceder a semejante hombre.

—Acaso una mujer honrada, —me dijo, —puede experimentar por ese tipo otra cosa más que la satisfacción de que la acompañe con el violín? Si te empeñas en ello, estoy dispuesta a no volverle a ver más en mi vida, ni siquiera el domingo, por más que ya se hayan repartido las invitaciones. Envíale una carta diciéndole que estoy enferma, y todo queda arreglado. Lo único que me enoja es que hayas podido considerarlo peligroso. Me hiere el orgullo, semejante idea. No mentía; creía realmente en lo que decía. Confiaba en que esas palabras harían nacer en mi corazón desdén hacía aquel hombre, pero no lo consiguió. Todo estaba en contra suya, hasta aquella condenada música. De este modo acabó la disputa, y el domingo se presentaron nuestros convidados, ante los que Troukhatchevsky y mi mujer tocaron una vez más.

XXIII

—Creo inútil decir que yo era muy vanidoso. ¿Qué objeto tiene hoy la vida sin la vanidad? Arreglé, pues, con tanto gusto como pude, todo lo referente tanto a la comida como a la velada musical del domingo. Hice preparar manjares exquisitos y extendí yo mismo las invitaciones. A eso de las diez empezaron a llegar los convidados. Troutkhatchevsky se presentó de frac y llevando en la pechera unos botones de brillantes de un gusto detestable y no dio pruebas de la menor cortedad. Respondió a todo con mucho ingenio y con sonrisa protectora, como si hubiese precisamente esperado lo que se acababa de hacer o decir. No dejé de observar con alegría todos sus defectos, y esto me tranquilizaba, porque me permitía creer que no ocuparía en el ánimo de mi mujer más que un lugar secundario y que, conforme había manifestado, nunca se rebajaría hasta él. Contuve mis celos, no tanto por las razones tranquilizadoras que me dio mi mujer, sino para evitar las horrendas torturas que me ocasionaban los celos. Y, sin embargo, durante la comida y la primera parte de la velada, mientras no empezó la música, mi actitud no fue natural respecto a él, porque, sin darme cuenta de ello, involuntariamente espié todos sus gestos y miradas.

La comida, como sucede en esos casos, fue de las más aburridas. Poco después empezó la música; Troukhatchevsky cogió el violín y mi mujer se acercó al piano, escogiendo las partituras. No he olvidado aún ni los menores detalles de aquella velada. Llegó con su caja, la abrió, sacó el violín de una bolsa de seda bordada por mano de mujer y lo templó. Veía a mi mujer hacer esfuerzos por aparecer indiferente, pero sobrecogida, y lo observé bien, por los mismos temores que tenía de no tocar bien. Se sentó y dio el la. Oigo aún los pizzicatos del violín, les veo disponer los papeles de música, dirigir una mirada a los concurrentes, decirse algunas palabras y empezar.

Empezaron al mismo tiempo y tocaron la Sonata a Kreutzer, de Beethoven. ¿Conoce su primer presto? ¿Lo conoce?… ¡Oh!… ¡Oh!…

Al llegar a este punto, Pozdnychev exhaló un profundo suspiro y se quedó callado durante largo tiempo.

—¡Qué cosa más espantosa es esa sonata! Y ese presto es la parte más terrible. Sin embargo, toda la música es espantosa. ¡Qué es, pues, la música? ¿Por qué produce esos efectos? Se dice que eleva al alma conmoviéndola. ¡Qué estupidez! ¡Qué embuste! Es cierto que sus efectos son muy poderosos, pero‑y conste que hablo por lo que a mí respecta‑no eleva el alma de ninguna manera; ni la eleva ni la envilece, únicamente la excita; ¿cómo explicárselo? La música hace que lo olvide todo, la verdadera situación en que me hallo y hasta a mí mismo; me hace creer en todo aquello que no creo y comprender lo que no comprendo dándome un poder que no tengo. Me produce el efecto de un bostezo o de una carcajada. Bostezo cuando veo que alguien lo hace en mi presencia, y río si se ríen a mi lado.

La música me pone un estado semejante a aquel en que se hallaba el que la escribió. Mi alma se confunde con la suya y le sigo en sus sentimientos. ¿Por qué? Lo ignoro. Pero Beethoven, por ejemplo, en la Sonata a Kreutzer, sabrá perfectamente de dónde procedía ese estado que le había impulsado a cometer ciertas acciones y que para él tenía un sentido, una razón de ser de la que carecía para mí. He ahí por qué la música produce una excitación que carece de resultado. Un pasodoble da deseos de moverse; una danza de bailar; la música sacra nos impulsa a orar, todo eso tiene un resultado… En una palabra, excitación, excitación pura que no tiene ningún objeto. De ahí precisamente es de donde provienen los peligros y a veces sus espantosas consecuencias.

En la China la música es monopolio del gobierno, y eso mismo debería suceder en todas partes. ¿Acaso debería permitirse que una persona sola pudiese hipnotizar a las demás y obtener en seguida todo lo que quisiera? ¿Debería consentirse que ese encantador sea el primero que llegue, un ser inmoral cualquiera? Hoy la música es un arma terrible en manos de algunos… Esa Sonata a Kreutzer, ese presto, y hay muchos que se le parecen, ¿por qué se ha de tocar en sociedad cuando se tiene a su alrededor damas más o menos escotadas y aplaudirlo para en seguida pasar a otra cosa? Convendría no tocar esas obras musicales más que en ciertas ocasiones importantes, es decir, cuando se quieren provocar acciones que estén en relación con el carácter de esa música; pero es muy peligroso y pernicioso en un grado heroico, suscitar sentimientos que no pueden ni deben traducirse en nada. La música ha producido en mí una impresión extraordinaria. Me parece, cuando la oigo, que me dominan nuevos sentimientos y que poseo un poder que desconocía. «Sí, esto es así y no como he visto y oído hasta ahora; sí, así,» me decía una voz desconocida en el fondo de mi alma. Sin darme cuenta de ese nuevo estado de mi alma que se revelaba en mí, me sentía muy satisfecho. En ese estado no cabían los celos y veía a los hombres bajo otro aspecto, pues la música me transportaba a un mundo en que los celos no se conocían. Los celos, con todo su acompañamiento, me parecía que eran otras tantas probabilidades que no merecen el trabajo de preocuparse por ellos.

Después del presto pasamos al andante, que es bello, pero de estilo antiguo; con algunas frívolas variaciones hasta llegar al final, que es más flojo. Luego, a petición de algunos invitados, tocaron una elegía de Ernezt y varias otras piezas, notables, sí, pero que no produjeron ni la centésima parte de la impresión producida por la primera. Durante toda la noche estuve muy alegre y satisfecho. En cuanto a mi mujer, nunca la había visto de aquel modo, con la mirada brillante, una notable expresión de dignidad mientras tocaba, y después una sonrisa dulce conmovedora e impregnada de felicidad.

Vi todo eso sin darle gran importancia, persuadido de que, tal como me había sucedido a mí, habían germinado en su alma sentimientos desconocidos hasta entonces. Durante la velada apenas sentí el corrosivo tormento de los celos.