Dos días después debía emprender el viaje para ir a la asamblea del Zemstvo, y en el momento en que Troutkhatchesky recogía sus papeles de música para marcharse, me preguntó cuándo pensaba regresar de mi viaje, porque, según dijo, quería despedirse de nosotros antes de marcharse de Moscú. Deduje que se daba cuenta de la imposibilidad de visitar mi casa mientras yo estuviese fuera, lo cual me contentó. Su salida de Moscú debía verificarse antes de mi regreso, por lo que no podríamos volver a vernos y nos despedimos definitivamente.

Por primera vez le estreché la mano con verdadera alegría, dándole las gracias por las distracciones que nos había proporcionado. Se despidió también de mi mujer, cuyos modales me parecieron muy sencillos y naturales. Todo marchaba a pedir de boca, y tanto mi mujer como yo estábamos muy satisfechos con el resultado de nuestra reunión, y hablamos en términos generales de las impresiones que nos había producido la música. Nos sentimos, lo que hacía muchísimo tiempo no nos sucedía, atraídos el uno hacia el otro y nos dimos pruebas de recíproca amabilidad.

XXIV

—Dos días después emprendí el viaje a fin de presentarme en la asamblea, y al separarme de mi mujer me hallaba en las mejores disposiciones de espíritu, y encontré el distrito muy animado, lleno de comerciantes que llevaban una vida muy distinta de la nuestra. Dos días seguidos celebramos sesiones que duraron diez horas, y el segundo día, al retirarme a mi alojamiento, me entregaron una carta de mi mujer. Me hablaba de los niños, del tío de la nodriza, de compras y, entre otras cosas y de la manera más natural del mundo, de una visita de Troukhatchevsky que le había llevado las obras musicales que le había prometido, al tiempo que le proponía que tocase con él, a lo que se negó. No recordaba que el violinista hubiese prometido semejantes obras, y me parecía por el contrario que se despedía definitivamente, por lo que esto me sorprendió de una forma desagradable. Volví a leer la carta y me pareció encontrar en ella algo como tímido, forzado. Confieso que la lectura de la carta me produjo una penosa impresión. Los celos rugieron en mí como que una fiera en su guarida, pronta a saltar; tuve, sin embargo, miedo y me contuve. ¡Qué sentimiento más abominable es el de los celos! ¿Podía haber cosa más natural que lo que me escribía mi esposa?, me dije y me acosté muy tranquilo, al menos en apariencia. Me puse a reflexionar sobre los asuntos del día siguiente y me quedé dormido sin acordarme de ella. Por lo general, mientras duraban las asambleas, me costaba mucho trabajo conciliar el sueño, y aquella noche me quedé dormido en seguida. Pero‑y esto es muy frecuente, —una súbita conmoción me desveló. Al despertar, mi primer pensamiento fue para ella, para el amor sensual que me inspiraba, y me acordé también del violinista, diciéndome que obraban de acuerdo. La rabia y el miedo se apoderaron otra vez de mí e intenté calmarme.

Me dije que aquello era una locura, ya que no había motivos para tener celos; no había nada, nada entre ellos. ¿Para qué envilecernos así, yo sobre todo, haciendo suposiciones semejantes? De un lado, un «violinista pagado» que tenía, era cierto, fama de don Juan, y del otro una mujer honrada, respetable, mi mujer. ¡Aquello era simplemente absurdo! No obstante, seguía repitiéndome: ¿por qué había de ser imposible algo semejante? ¿Por qué?

¿No mediaba allí el mismo sentimiento que me impulsó a casarme con ella, la misma y la única cosa que yo quería de ella, y que otros deseaban también, lo mismo que el músico? Era soltero, robusto… le había visto partir el hueso de una chuleta con los dientes y cómo humedecía ávidamente en el vino sus labios rojos. Bien alimentado y bien educado; si profesaba efectivamente algún principio, sería el de divertirse todo lo posible. La música, ese refinado excitante de la voluptuosidad, era el lazo que los unía. ¿Qué era lo que los contendría? Nada. Todo servía para atraerlos el uno hacia el otro. ¿Y ella? Ella seguía siendo, como siempre, un enigma viviente que continuaba siendo indescifrable para mí. No conocía de ella más que su naturaleza animal, y un animal ni debe ni puede ser contenido, ni se contiene tampoco.

Recordé entonces la expresión de sus rostros cuando, después de tocar la Sonata a Kreutzer, tocaron un fragmento musical, no sé de quién, que era excesivamente sensual.

¿Cómo había podido irme de viaje? —me dije acordándome de aquella expresión. —¿No estaba muy claro que se habían puesto de acuerdo aquella misma noche? ¿No aparecía con toda claridad que en adelante nada les separaba y que lo que había sucedido los puso a ambos, sobre todo a ella, en cierto apuro? Me parecía que la veía con su sonrisa dulce y venturosa, enjugándose el rostro coloreado y bañado en sudor. Sus miradas se esquivaban, y sólo fue durante la cena y en el momento en que él le sirvió un vaso de agua cuando cambiaron una mirada y una imperceptible sonrisa. Recordaba con terror la expresión de esa mirada y de esa sonrisa apenas perceptibles. «Es cosa hecha,» me decía una voz, mientras que otra voz contestaba: «Es una idea fija, una obsesión, algo imposible».

Me apenaba la obscuridad y encendí una luz, y al ver aquella habitación tan reducida, con sus cortinajes amarillos, se apoderó de mí una gran tristeza. Encendí un cigarrillo y, tal como sucede siempre que uno se arma un lío de ideas y de contradicciones, fumé cigarrillo tras cigarrillo para aturdirme y ocultarme esas contradicciones. No pude volver a quedarme dormido en toda la noche, y a eso de las cinco de la mañana, cuando aún no había amanecido, resolví, para no continuar sufriendo tantas incertidumbres, marcharme lo más pronto posible.

La hora de emprender el viaje era a las ocho; desperté al portero, le encargué que pidiera un coche, y envié una carta a la Asamblea, manifestando que tenía que regresar a Moscú para despachar un asunto urgente, y que nombrasen en mi lugar a uno de los suplentes. A las ocho tomaba asiento en el coche y emprendí el viaje.

XXV

—Tenía que recorrer treinta y cinco verstas en coche y ocho horas en tren. El viaje en coche fue delicioso. Estábamos en otoño y hacía un tiempo precioso, aunque frío; el sol brillaba en un cielo sin nubes. Las ruedas dejaban marcados profundos surcos en el camino.

El sol lo alegraba todo, y la brisa era fresca. Reclinado cómodamente en el fondo del tarantass, que era espacioso, me entretenía contemplando los caballos, los campos y a los caminantes, olvidándome por completo del sitio adonde iba. Me parecía muchas veces que daba un paseo sin rumbo y que de aquel modo iría hasta el fin del mundo. ¡Qué alegría más grande olvidarme así de todo! Y cuando me acordaba del objeto del viaje me decía: «Al menos así sabrás a qué atenerte; ¿para qué pensar, mientras tanto, en ello?» Al llegar a la mitad del camino me distrajo un incidente: el coche se rompió, pese a ser nuevo; la operación de buscar albergue, el cuidado del arreglo de los desperfectos, el té en la posada y la charla con el posadero, fueron para mí otros tantos motivos de agradable distracción. Por la noche, cuando estuvo todo arreglado, continué mi viaje, que tuvo muchos atractivos. Estaba la luna en su primer cuarto; escarchaba un poco, pero el camino seguía en buen estado, el postillón era charlatán y fogosos los caballos. De esa manera seguía distraído mi viaje, y me preocupaba poco lo que me esperara. Tal vez lo intuía y mi alegría procedía de que iba a despedirme de los placeres de la vida; pero esa calma, esa ausencia de preocupaciones, cesaron en cuanto me bajé del carruaje.