Acudió a abrirme Igor, un criado muy fiel y animoso, pero muy corto de entendimiento. La primera cosa que me llamó la atención fue un abrigo colgado en el perchero al lado de los otros. Aquello me tendría que haber sorprendido, pero no fue así, porque lo esperaba. ¡Era, pues, cierto!

—¿Quién está ahí, Igor? —pregunte.

—El señor Troukhatchevsky.

—¿No hay nadie más?

—No, señor.

Y me dio esta respuesta, lo recuerdo muy bien, con un acento alegre como si se figurase que aquello me había de poner contento y además quisiese persuadirme de que no había nadie más. «Está bien,» pensé.

—¿Y los niños? —pregunté.

—A Dios gracias, están muy bien y durmiendo.

Apenas podía respirar y mis dientes entrechocaban. Me había ocurrido muchas veces volver a mi casa presintiendo una desgracia, creyendo que ocurría alguna novedad, y encontrarlo todo en estado normal. Aquella vez, sin embargo, no su cedió lo mismo; todas las imágenes que yo creyera falsas y que me persiguieron como una obsesión se convertían en realidades. Me faltaba muy poco para echarme a llorar, pero el demonio murmuró: «Eso es, déjate ahora dominar por sensiblerías y llantos. Mientras tanto, pueden separarse con mucha tranquilidad, y tú te quedas sin pruebas, viéndote condenado a la duda y al sufrimiento eterno.» Inmediatamente, la compasión que yo mismo me inspiraba desapareció de mi alma, y sentí unos deseos irresistibles de llevar a cabo un acto de decisión, de energía, al mismo tiempo que de habilidad y astucia. Me convertí en un bruto sin inteligencia, en una bestia feroz. —No, no hace falta‑le dije a Igor, que quería avisar de mi llegada. —Vale más que tomes este billete y te vayas a la estación a recoger mi equipaje. Anda, deprisa.

Y se marchó por el corredor para ir a buscar su abrigo. Temiendo que los avisase, le acompañé hasta su cuarto y esperé a que se vistiera. Al lado, en el comedor, se oía rumor de voces, mezclado con el ruido de los platos y los tenedores. Estaban cenando y no habían oído el campanillazo. «Con tal que no se marchen…», murmuré mientras Igor acababa de ponerse el abrigo y se marchaba, cerrando yo la puerta tras de sí.

En cuanto me quedé solo, una ansiedad muy grande se apoderó de mí, y arraigó más y más la idea de que debía actuar en seguida. ¡Actuar! Pero ¿cómo? Sólo sabía que todo había concluido; que no era ya posible abrigar ninguna duda acerca de su crimen, y que todas mis relaciones con ella debían cesar. Había dudado hasta entonces, diciéndome que aquello no era verdad y que me equivocaba; pero en aquella ocasión no era posible la duda. Debía tomar una resolución, pero ¿cuál? ¡Encontrarse en secreto durante la noche; y a solas con él! Eso era, francamente, algo más que olvido de las conveniencias, algo peor, una imprudencia excesiva para que su mismo exceso demuestre la inocencia…» No había duda posible; estaba muy claro. Tenía un temor muy grande, y era el de que se separasen y encontrasen un medio para salir del paso, privándome así de la única prueba palpable que me hubiese quitado el doloroso placer de condenarlos y castigarlos. Para sorprenderlos andaba de puntillas, y no pasé por el salón, sino por las habitaciones de los niños y por el corredor. En la primera dormían los niños y en la segunda la nodriza, que hizo un movimiento como queriéndose despertar. Me pregunté qué pensaría cuando se enterase de todo, y fue tal la compasión que yo mismo me inspiré, que los ojos se me llenaron de lágrimas. Para no despertar a los niños volví al corredor, andando siempre de puntillas, y entrando en mi despacho me desplomé en el sofá.

¡Yo! ¡Un hombre al que habían educado honradamente sus padres! ¡Que toda la vida soñó con un matrimonio dichoso y de fidelidad… ir a caer en semejante infamia! ¡Cinco hijos! ¡Y teniendo cinco hijos, besaba a aquel músico, sólo por que tenía los labios rojos! ¡No, no;

aquella no era una mujer sino una perra, una perra innoble! ¡Y eso al lado de las habitaciones donde dormían sus hijos, a los que siempre aparentó amar tanto! ¡Y pensar que me había escrito aquella carta! ¿Y quién sabía la verdad? Tal vez toda la vida había estado sucediendo lo mismo. ¿Quién sabe si aquellas criaturas, a quienes creía hijos míos, lo eran de algún criado! Si en vez de llegar aquella noche espero al día siguiente; ¿no habría salido a recibirme con un traje y un peinado llenos de coquetería y con sus modales indolentes y graciosos? Y me parecía estar viendo con toda claridad su rostro tan encantador y despreciable, y mientras tanto los celos, ese cáncer que lo consume todo, roían mi corazón. ¿Qué iban a pensar la nodriza e Igor? ¿Y la pobrecita Lisa? Ya tenía edad para comprenderlo. ¡Y me horrorizaba aquella impudencia, aquellos embustes y aquella sensualidad bestial que conocía tan a fondo!

Quise ponerme en pie y no pude. Los latidos de mi corazón eran tan violentos que mis piernas se negaban a sostenerme. Sí, moriría de una congestión; ella sería la que me habría matado, y tal vez era eso lo que deseaba. Pero no estaba dispuesto a morir de esa manera; no tendría esa suerte, ni sería yo quien le proporcionase esa alegría. Heme yo aquí y ellos allí…

riendo… sí… no la desdeñó él por que era ya una mujer de más edad… ya madura… le parecía aún aceptable, e indudablemente no ejercerá ninguna influencia funesta sobre su preciosa salud ¡Ah! ¿por qué no la estrangulé aquel día, una semana antes, cuando la eché de mi despacho?

Recuerdo muy bien cuanto pensé y dije entonces; no olvidé los sentimientos que me agitaban anteriormente y se apoderó de mí el mismo furor. Sentía irresistibles deseos de hacer algo; todos mis razonamientos desaparecieron, a excepción de aquellos que contribuían a que llevase adelante mi propósito. Me hallaba en situación idéntica a la de una fiera acorralada, en la misma de un hombre expuesto a un peligro grave que sigue marchando hacia adelante, obrando sin vacilación y sin turbarse y sin apartar la mirada del objetivo que se propone conseguir. Me quité las botas y los calcetines, me acerqué a la panoplia que estaba colocada encima del sofá y de ella descolgué un puñal de Damasco de aguda y afilada hoja, virgen aún de sangre. Lo saqué de la vaina, y recuerdo aún que ésta‑me acuerdo como si fuera ayer — cayó detrás del sofá, y me dije que más adelante la recogería. Me quité después el abrigo, que tenía aún puesto, y andando descalzo y con mucho tiento salí del despacho. Aun no sé hoy día cómo salí, si iba muy apresurado o despacio, ni cuáles fueron las habitaciones que atravesé, ni de qué manera llegué al comedor, ni cómo abrí la puerta, ni de qué manera entré…

XXVII

—Recuerdo solamente la expresión que pusieron cuando abrí la puerta, y si la recuerdo es porque me produjo un delicioso sufrimiento. Fue, como es natural, una expresión de terror cual yo deseaba. Jamás, mientras viva, olvidaré aquel desesperado pavor que se reveló en sus rostros cuando de pronto me presenté ante ellos. Creo que el violinista estaba sentado a la mesa, y cuando me oyó o vio entrar, no hizo más que dar un salto hasta el aparador. El miedo fue el único sentimiento que se reveló en su fisonomía. En el rostro de mi mujer se veían, aparte del miedo, otras impresiones cuya ausencia puede que hubiese evitado la catástrofe final, porque estas impresiones me parecieron ser resultado del descontento y la cólera por haber sido molestada en su dicha y en su embriaguez amorosa. Se diría que no quería más que una cosa: que no la molestase nadie en el momento en que iba a gozar de esa dicha.