Tan pronto como tomé asiento en el tren todo cambió, ya que aquellas ocho horas fueron verdaderamente horrorosas para mí, y en mi vida las podré olvidar. Esto se debió a que, al subir al vagón, se apoderó de mí otra vez la idea de que iba a volver a mi casa, o quizá la trepidación del tren me produjo una excitación extraordinaria. Fuese una u otra la causa, el hecho es que en cuanto estuve en el tren me fue imposible dominar mi imaginación, que me hizo atravesar por entre las imágenes a cuál más cínica, todas distintas, aunque de igual naturaleza, haciendo desfilar por delante de mis celos, irritados en su más alto grado, las escenas que pasaban allá abajo durante mi ausencia. Me encendía la indignación al ver esas imágenes. La ira y no sé qué clase de embriaguez producida por la indignación me oprimían la garganta, y aquellas imágenes, que no podía alejar, me perseguían como una obsesión.

Cuanto más las veía, más creía en su realidad, olvidando que no tenían consistencia alguna.

No quería para prueba de su existencia más que la precisión de lo que veía. Se habría dicho que, contra mi voluntad, un demonio inventaba y me inspiraba las ficciones más horrendas.

Hasta sucedió que acudió a mi memoria el recuerdo de una conversación, hacía mucho olvidada, que un día sostuviera con un hermano de Troukhatchevsky. Me torturé el corazón, como quien se complace en ahondar la herida, relacionando esa conversación con el violinista y mi mujer. Sí, lo recordé; hacía mucho tiempo que la había sostenido. El hermano del violinista, al que preguntaba yo si frecuentaba las casas de lenocinio, me respondió que un hombre que se respeta no debe pisar esos sitios sucios y viles en los que se corre el riesgo de coger una enfermedad, cuando es tan fácil tener relaciones con una mujer decente, aunque sea algo madura o le falte un diente, o esté un poco obesa por los años; pero ¡bah! se toma lo que se encuentra. Le hacía él un favor tomándola por querida, y además no se exponía gran cosa.

Me repetí, con terror, que todo aquello era imposible y que no podía haber sucedido nada, aparte de que no tenía ningún fundamento serio sobre el que basar mis sospechas. ¿No me había dicho mi mujer que el solo pensamiento de que yo pudiese tener celos era una ofensa y una vergüenza para ella? Lo dijo, sí, pero mintió, me dijo una voz interior, y la lucha volvía a empezar. En el departamento de mi vagón no había más que dos viajeros; una señora de cierta edad y su esposo, que hablaban muy poco. A las pocas horas se apearon, dejándome solo. Me hallaba en la situación de una fiera enjaulada; unas veces me ponía en pie bruscamente, acercándomela portezuela; otras daba vueltas con paso inseguro, como si me figurase que con mis esfuerzos y movimientos aumentaba la velocidad del tren. Aquel vagón, con sus banquetas y sus cristales, llevaba una trepidación continua, lo mismo que éste.

Al decir estas palabras Pozdnychev se irguió, dio algunos pasos por el vagón y luego se sentó y continuó diciendo:

—¡Qué miedo tuve, en aquel vagón! Se apoderó de mí el terror y me senté, proponiéndome pensar en otra cosa, en la conversación sostenida con el posadero en cuya casa había tomado el té; luego se presentaba a mis ojos el portero con su barbaza y su nietecito, que tenía la misma edad de mi hijo Vassia. ¡Vassia, hijo mío! ¡Habrás visto al violinista abrazar a tu madre! ¿Qué pensará tu almita inocente? ¡Y qué le importa a ella, si le ama! Y vuelta a empezar el desfile de aquellas imágenes. Sufrí tanto, que llegó un momento en que ya no supe qué hacer. De pronto se me ocurrió una idea que me produjo gran satisfacción, la de arrojarme bajo las ruedas del tren y acabar de una vez. Una cosa sola fue la que detuvo la ejecución de mi plan, y fue la lástima que yo mismo me inspiraba, lástima que hizo nacer en mí un odio irreconciliable hacia ellos dos, contra ella sobre todo. Respecto a él, no tenía más que un sentimiento extraño de mi humillación y de su victoria, pero a ella la odiaba. ¡No, no quería con mi desaparición dejarla libre y dueña de sí misma! Era necesario que sufriese, que se diese cuenta de lo mucho que yo había padecido por su culpa. Al llegar a una estación, observé que algunos viajeros bajaban a beber a la cantina; hice lo mismo y pedí un vaso de aguardiente. A mi lado se encontraba un judío que empezó a hablarme, y para no quedarme solo en mi vagón le seguí al suyo, que era de tercera y estaba lleno de humo, sucio y con el suelo cubierto de pepitas de girasol. Me senté a su lado y empezó a contarme historias. Al principio le escuché, pero sin fijarme en lo que decía; lo observó e hizo esfuerzos para cautivar mi atención. Entonces me levanté y volví a mi vagón. Quería meditar y asegurarme de que realmente tenía razón para atormentarme de aquel modo. Para estar más sosegado me senté, pero al poco rato voló mi razón, y volvieron a desfilar ante mis ojos las imágenes anteriores. ¡Cuántas y cuántas veces me había torturado ya en pasados accesos de celos, y siempre sin fundamento, por nada! Y sin duda iba a suceder lo mismo aquel día, pues la encontraría descansando. Despertará y será dichosa, y con sus palabras y sus miradas me convenceré de que no ha pasado nada y de que son inquietudes vanas. ¡No; aquello habría sido demasiado bonito! «Con mucha frecuencia ha sucedido así y, sin embargo, hoy es cosa hecha,» insinuó una voz, y vuelta a empezar mi suplicio.

¡Ah, qué martirio! No sería a un hospital determinado a donde llevaría a un joven para que tomase aversión a las mujeres, sino a que contemplase el espectáculo de un alma turbada como la mía, para que viese qué clase de demonios eran los que la despedazaban. Lo más horrible de todo era que yo creía tener sobre su cuerpo un derecho razonable e indiscutible, como si hubiese sido carne de su carne, y no obstante, comprendía que no estaba completamente en mi poder, que no me pertenecía en forma alguna, sino que ella podía disponer de ese cuerpo a su antojo y que este antojo no estaba conforme con mis deseos. Ante él estaba desarmado, pero mucho más aún ante ella… Si no ha caído aún y únicamente tuvo un deseo y estoy enterado de él, esto será mucho peor todavía, me dije. Más valdría que la falta se hubiese cometido y saliese de una vez de dudas. No acertaba a formular lo que deseaba;

habría deseado que ella no quisiera lo que forzosamente debía de apetecer, y todo era sencillamente una locura.

XXVI

En la penúltima estación, cuando el revisor pasó pidiendo los billetes, recogiendo mi equipaje salí a la plataforma del vagón. Al acercarse el desenlace aumentaba mi fiebre. Tenía frío; me temblaba todo el cuerpo, y entrechocaban mis dientes. De una manera maquinal salí de la estación con los demás viajeros y tomé un coche para ir a mi casa. Por el camino me fijé en los contados transeuntes con los que me crucé y leí las muestras de las heridas sin fijarme en lo que hacía. Después de recorrer un buen trayecto, sentí de pronto un frío muy vivo en los pies, y me acordé de que me había quitado en el vagón los escarpines de lana que llevaba sobre los calcetines, y que los había metido en el maletín. ¿Lo había dejado allí? Sí. ¿Y el resto del equipaje? ¡No me había acordado tampoco de él! Saqué el billete y el talón y de pronto se me ocurrió que no valía la pena volver atrás. Todavía no sé en estos momentos por qué tenía entonces tanta prisa. Lo único que sé es que comprendía que se preparaba en mí algo terrible, un acontecimiento que tenía una importancia capital, pero no recuerdo si era víctima de mi imaginación o si exageraba la gravedad de lo que iba a suceder. Quizá tan trágico acontecimiento arrojó un lúgubre velo sobre las horas que le precedieron. El carruaje se detuvo fuera de la puerta del patio entre las doce y la una. Ante la puerta del coche se habían detenido algunos coches de punto a cuyos conductores atrajeron las ventanas iluminadas de la casa, que eran las correspondientes al salón y al comedor. Sin tratar de averiguar por qué las ventanas de mi casa estaban iluminadas a una hora tan avanzada, y experimentando siempre las más vivas angustias que me oprimían, subí la escalera y llamé.