Esas impresiones se borraron muy pronto de sus rostros, que adquirieron de pronto una expresión interrogante. Si estaban aún a tiempo para mentir, era necesario que lo hiciesen en seguida, o bien salir del paso de otro modo, pero ¿de cuál? La interrogó él con la mirada; le miró mi mujer también, y la expresión del rostro de ésta, de cólera y despecho, se trocó en seguida en otra de temor, de inquietud por él.

Durante un momento me quedé en pie al lado de la puerta, con el puñal oculto tras la espalda. De pronto y con un tono de indiferencia por demás ridícula en aquellos momentos, dijo el violinista:

—Acabamos de tocar un poco…

—¡Qué sorpresa! —dijo ella en el mismo tono, y no se atrevieron a continuar.

Se apoderó de mí el mismo furor que me había dominado ocho días antes, y experimenté otra vez la irresistible necesidad de dar rienda suelta a la violencia. Experimenté los goces de ese furor y me dejé arrastrar completamente por él. Ambos se callaron al mismo tiempo, dando de este modo ellos mismos un mentís a sus palabras. Me arrojé sobre ella, ocultando todavía el puñal para elegir mejor el sitio en el que había de herirla. Él observó mi movimiento y, lo que yo no me esperaba de su parte, se arrojó sobre mí, y cogiéndome del brazo, empezó a gritar ;

—¡Cálmese, por Dios! ¡Socorro, socorro!

Me escurrí de entre sus manos y le acometí. Mi aspecto debía de ser terrible porque se puso tan lívido como un cadáver; sus ojos adquirieron un brillo singular y, lo que tampoco hubiera creído, se fue con mucha ligereza hacia la puerta, deslizándose por detrás del piano.

Quise perseguirle, pero no pude porque me lo impidió el hallarme fuertemente sujeto por el brazo izquierdo. Era ella. Hice un esfuerzo para soltarme, pero se apoyó con más fuerza y no me soltó. Aquel espectáculo inesperado, ese peso y ese odioso contacto acrecentaron mi ira.

Comprendí que me volvía loco, que debía tener un aspecto feroz y esto me exaltó aún más y más. Hice un nuevo esfuerzo y con el codo izquierdo le di un golpe violentísimo en medio de la cara, tan fuerte fue que me soltó lanzando un grito.

Quería e iba a salir a perseguirlo, pero estaba descalzo y habría sido muy grotesco perseguir en ese estado al amante de mi mujer; quería ser temible, pero no ridículo. A pesar de mi extremado furor me preocupaba aún la impresión que mi aspecto pudiera producir en los demás. Era algo que siempre había tenido en cuenta. Me volví hacia mi mujer y vi que había caído en el sofá y que, llevándose la mano a la parte contusionada del rostro, se fijaba en mí.

Su mirada expresaba miedo y odio; la mirada que echa el ratón a quien va a buscarlo a la ratonera en la que ha quedado atrapado. A lo menos yo no supe ver en ella más que ese miedo y ese odio que provocaba su amor a otro. Tal vez no habría pasado nada si hubiese intentado marcharse; pero de pronto habló, tratando al mismo tiempo de sujetar la mano en la que tenía yo el puñal:

—Vamos, sé razonable; ¿qué es lo que quieres hacer? ¿Qué es lo que tienes? ¡Te juro que no hay nada! ¡Nada!

Habría vacilado aún, pero esas palabras, tras las que adornaba la mentira y que me probaban lo contrario de lo que quería decirme, merecían una respuesta, y ésta tenía que ser necesariamente acorde a ese furor que iba en aumento. El furor tiene también sus leyes.

—¡No mientas, miserable! ¡No mientas! —grité, asiendo sus dos muñecas con mi mano izquierda.

Se echó hacia atrás, y yo entonces, sin soltar el puñal, la cogí por el cuello y la derribé con intención de estrangularla. Sus manos se agarraron desesperadamente a las mías, haciendo esfuerzos para soltarse, porque se ahogaba. Entonces fue cuando le clavé el puñal en el lado izquierdo, por debajo de las costillas.

Quienes sostienen que no es posible acordarse de lo que se ha hecho durante un acceso de furor, dicen una sandez y una mentira. Ni un solo instante dejé de tener conciencia de lo que hacía. Cuanto más atizaba el fuego de mi ira, con más claridad veía lo que hacía, y ni un solo momento, ni un segundo perdí el conocimiento. No diré que hubiese previsto lo que iba a hacer, pero en el instante mismo en que lo llevaba a cabo tuve conciencia de ello, tal vez un poco antes. Veía que si creía todavía en la posibilidad de una reconciliación, podía obrar a voluntad y que, sin embargo, asestaría el golpe por debajo de las costillas, donde ya había determinado que debía penetrar el puñal. En aquel momento preciso no ignoraba yo que iba a cometer un acto criminal, tal cual no había cometido nunca otro igual ni que tuviese tan espantosas consecuencias. La decisión fue tan rápida como el relámpago, y el acto siguió inmediatamente. Me di cuenta de lo que hacía con una claridad extraordinaria, y me parece que estoy contemplando la escena, que siento aún la resistencia del corsé, de otra cosa después y que el puñal penetra en la carne blanda. Ella intentó coger la hoja del puñal con las dos manos para detener el golpe, pero no pudo conseguirlo y se cortó. Más adelante, estando en la cárcel, cuando se operó en mí una gran reacción moral, volvió a presentarse ante mis ojos lo ocurrido en aquel momento y me pregunté cuál habría debido o podido ser mi conducta. Conservo aún en la memoria el recuerdo del instante que siguió a tan terrible acción; la noción exacta de que iba a matar a mi mujer indefensa, a mi propia esposa. El recuerdo de ese sentimiento me persigue aún como una obsesión, y creo recordar que saqué en seguida el arma como para reparar el daño que acababa de hacer.

—¡Ama, ama! ¡Que me ha matado! —gritó irguiéndose, y la nodriza, que había oído el ruido, se presentó en seguida.

Yo estaba en pie, aguardando y como quien no quiere creer en lo que le ha sucedido. En aquel momento saltó un chorro de sangre por debajo del corsé, y comprendí que el mal ya no tenía remedio. Aunque hubiese deseado lo contrario, ¿de qué habría servido? Me quedé inmóvil hasta que cayó. La nodriza se acercó apresuradamente, gritando:

—¡Dios mío!

Arrojé el arma que hasta entonces había tenido en la mano y abandoné la habitación.

«Conservemos la serenidad, —me dije, —y sepamos lo que hacemos.» Sin mirar a mi mujer ni a la nodriza me alejé, mientras esta última daba voces llamando a la doncella. Atravesé el corredor, ordené a la doncella que se fuese al lado de su señora y entré en mi despacho. «¿Qué hacer?» me pregunté, y en el acto se me ocurrió qué era lo mejor. Me acerqué a la panoplia y descolgué un revólver; lo examiné; vi que estaba cargado y lo dejé encima de la mesa. Recogí la vaina del puñal y me senté en el sofá, donde permanecí mucho rato, sin pensar en nada. Oí un ruido ahogado de pasos, de objetos movidos de una parte a otra, crujido de vestidos, y fuera el ruido de un coche que hacía alto y al que seguía poco después otro: al cabo de un rato se presentó Igor con mi maleta, ¡como si me hiciese falta para algo!

—¿No sabes lo que ha pasado? Pues ve a decirle al portero que salga en busca de la policía‑le ordené.

Sin objeción alguna se marchó. Me levanté, cerré la puerta, cogí los fósforos y los cigarrillos y empecé a fumar. No había acabado el primer cigarrillo cuando me fue dominando el sueño, y durante dos horas dormí tranquilamente. Soñé, lo recuerdo muy bien, que estaba en buena armonía con mi mujer, y que, después de haber discutido, íbamos a hacer las paces cuando un obstáculo nos lo impidió, pero a pesar de eso seguíamos queriéndonos.