Es preciso fijarse en el hecho de que, en ciertas fases importantes de nuestra existencia, aquellas en que se decide la suerte de un hombre, como se decidió la mía en semejante día, no hay ni pasado ni futuro. Mis relaciones con Troukhatchevsky fueron tales desde el primer momento, como habrían podido serlo después del acontecimiento. Tenía el presentimiento de que ibaocurrir una gran desgracia de la que él sería el causante; y a pesar de esto no pude por menos de mostrarme amable con él, y le presenté a mi mujer que se alegró desde el principio, pensando sin duda que en adelante ya tenía quien le acompañase al piano con el violín. Era tanto lo que esto la agradaba, que de buena gana habría tomado a sueldo a un violinista de la orquesta de un teatro. Después de fijar en mí sus miradas, comprendió mi pensamiento y disimuló sus impresiones. Entonces empezaron las mentiras mutuas. Sonreí con mucha amabilidad, como aparentando que aquello me agradaba mucho.

Contempló a mi esposa como todos los calaveras miran a las mujeres hermosas, y fingió que nuestra conversación, que maldito el interés que tenía para él, le agradaba mucho. Por su parte, mi mujer quiso aparentar la mayor indiferencia, pero estaba excitada por la malignidad de la mirada del violinista y por la expresión celosa que yo quería ocultar, haciendo grandes esfuerzos, tras una sonrisa amable, pero que ella leía en mi rostro.

Observé desde el primer momento que la mirada de mi mujer brillaba con un fulgor extraño, y que mis celos provocaron en ella no sé qué corriente eléctrica que se comunicó a su sonrisa y a su mirada. En la primera entrevista se habló de París, de música, de mil cosas indiferentes. Luego se puso en pie con el sombrero en la cadera, pavoneándose y como esperando alguna cosa. Recuerdo perfectamente lo que pasó en aquellos momentos, tanto más cuanto que pude haber evitado que volviese. No tenía más que no invitarlo y no habría pasado nada. Miré primero a mi mujer, luegoTroukhatchevsky, y pensé: «¡No vayas a figurarte, hermosa, que voy a dispensarte el honor de tener celos!» Y le invité a que volviese aquella misma noche con su violín para acompañar al piano a mi mujer.

Esta me dirigió una mirada de sorpresa, poniéndose encendida, como dominada por un gran temor. Luego trató de excusarse, manifestando que no tocaba muy bien, y ese pretexto me excitó aún más. Recuerdo muy bien la sensación extraña que experimenté cuando le contemplé mientras se alejaba atravesando el salón con su pasito corto de bailarín, con un cuello blanco que hacía resaltar su cabello negro, algo largo y rizado. No tengo para qué ocultar que la presencia de aquel hombre era una tortura para mí. «Y no dependía de nadie más que de mí el hacer que no volviese más; pero ¿tenerle miedo? ¡Ah no! ¡Sería demasiado humillante!» Y al llegar al vestíbulo, sabiendo muy bien que mi mujer podía oír, le supliqué con muchas instancias que volviese aquella misma noche con el violín a fin de acompañar a mi mujer al piano. Me lo prometió y se marchó.

Por la noche volvió con el violín, efectivamente, y tocaron, pero al principio el conjunto no resultó, porque no estaban al mismo tono y mi mujer no sabía bastante música para cogerlo a la primera. Como me gusta apasionadamente la música me interesó mucho todo aquello, les ayudé en lo que pude y así pudieron tocar algunos trozos de romanzas sin palabras y una sonata corta de Mozart. En cuanto a él, debo confesar que tocaba de una manera admirable, uniendo la suavidad a una verdadera maestría; no había dificultades para él. En cuanto cogía el violín parecía como que cambiaba su rostro de expresión, animándose y haciéndose más simpático. Indudablemente era mucho más entendido que mi mujer, a la que dio algunos consejos con acento sencillo y natural, al mismo tiempo que con una exquisita cortesía alababa su método. Mi mujer parecía entregada completamente al placer de la música, y su actitud era muy natural y encantadora.

En cuanto a mí, durante la velada no hice más que fingir, y caí en mi propio fingimiento aparentando que no me interesaba nada más que la música, cuando en realidad me torturaban los celos; pues desde el primer momento en que se cruzaron sus miradas, comprendí él que no la contemplaba como a una mujer de aspecto desagradable, con la cual repugna entablar íntimas relaciones. Si mi alma hubiese sido pura, no habría escudriñado sus pensamientos, pero como yo obraba del mismo modo con las demás mujeres, comprendí lo que le pasaba, y al comprenderlo sufrí de una manera horrorosa. Lo que me hacía sufrir más era que yo tenía la seguridad de que mi mujer no tenía para mí más que un sentimiento de odio, interrumpido de vez en cuando por momentos de sensualidad. Aparte de esto, veía que aquel hombre debía de serle agradable por sus modales elegantes, por la novedad, su innegable talento musical, la mayor intimidad que imponían aquellos dúos y la impresión que produce la música, el violín sobre todo, en las naturalezas sensibles. No sólo le sería agradable, sino que además la debía de subyugar sin ningún esfuerzo y hacer de ella lo que quisiese. No era posible cerrar los ojos ante esa evidencia, ni dejar de comprenderlo así, sufriendo y experimentando las horribles torturas de los celos. Sí, estaba celoso, y sufría de una manera tal que no era posible encontrar palabras para decirlo. Y, sin embargo, quizá por eso, una fuerza invencible me obligaba a mostrarme cortés y hasta amable con aquel hombre. No sé si yo obraba de esta manera para darle a entender a mi esposa que no la temía o para engañarme a mí mismo. Para ahogar los deseos que a veces experimentaba de matarle, me veía obligado a mostrarme muy atento con él. En la mesa le escanciaba el vino o el licor, me mostraba asombrado de su método para tocar el violín y le hablaba de la manera más amable del mundo; luego le convidaba para que volviese el domingo siguiente en el que invitaría a algunos amigos más, que eran también aficionados, a fin de que le oyesen, y luego se despedía de nosotros.

A los dos o tres días de ocurrir esto, volví a mi casa en compañía de un amigo con el que iba charlando, y al entrar en el vestíbulo, sin acertar a explicarme el por qué, sentí como un gran peso en el corazón, como si me hubiese caído encima una gran piedra. Algo, no sé qué, me recordó a Troukhatchevsky. Hasta que estuve en mi cuarto no supe de qué se trataba, y volví al vestíbulo para ver si eran fundadas mis sospechas: sí, allí estaba su abrigo, no me había equivocado. Sin quererlo yo mismo, era un observador muy ladino en cuanto se refería a aquel hombre. Averigüé que estaba allí; atravesé los cuartos de los niños y vi a Lisa que estaba hojeando un libro y a la nodriza que acallaba al más pequeño, al que tenía en brazos como un juguete cualquiera. En el salón oí unos arpegios muy lentos. Hablaban en voz baja, y ella contestaba con una negativa: «No, eso no», y añadió algo que no pude entender. La música me impidió oír lo demás… Besos quizá, mientras tocaba con fuerza el piano. ¡Gran Dios! ¡Qué sentimientos y qué pensamientos se apoderaron de mí. No puedo recordar sin terror el huracán que se desencadenó en mí en aquellos momentos. Se me oprimió el corazón, dejó de latir y luego volvió a hacerlo con una fuerza extraordinaria. El sentimiento que me dominaba, lo mismo que en todas horas de cólera, era el de una gran compasión hacia mí mismo: «En presencia de los criados, —me dije, —y en la de mis hijos, me deshonra.» Quería dar un escándalo y no veía dónde ponía los pies. La nodriza me miró como si, comprendiendo lo que sucedía, quisiera aconsejarme que estuviese ojo avizor. Sin embargo, era necesario que entrara, y de una manera inconsciente abrí la puerta. Troukhatchevsky estaba sentado junto al piano y hacía arpegios con sus largos dedos, y mi mujer en pie a un lado teniendo delante unos cuantos cuadernos de música. Fue la primera que me oyó o vio entrar y me dirigió una mirada; ¿se quedó o no sorprendida, o aparentó que no lo estaba? Lo que sí es cierto, es que no se estremeció… enrojeció un poco, pero fue después.