A las mujeres, sobre todo aquellas que han tenido relaciones con los hombres, les consta perfectamente que las conversaciones sobre temas elevados no son más que charla y que el hombre no tiene más punto de mira que el cuerpo y todo lo que ayuda a dar relieve a éste, y obran en consecuencia. No hay para qué buscar por qué serie de circunstancias se incorporó a nuestras costumbres ese hábito que se convirtió en una segunda naturaleza. Consideremos la vida de las diversas clases de la sociedad en todo su impudor; ¿no es en realidad la de una casa pública? ¿No lo cree así? Pues voy a demostrarlo‑dijo anticipándose a mi objeción. — En su concepto, las mujeres de la clase social a la que pertenecemos tienen intereses muy distintos de los de las mujeres que viven del vicio. Pues bien, yo sostengo que no y voy a probarlo. Cuando las personas se proponen otro objetivo llevan una vida muy distinta, y esas diferencias han de aparecer en lo exterior, por lo que debiera de ser todo muy diferente.

Compare a esas desdichadas con las mujeres de la clase más elevada, ¿qué ve? Los mismos tocados, los mismos modales, iguales perfumes, idénticos escotes, brazos al aire y pechos al descubierto, igual afición a la pedrería, y a las alhajas. Hasta los placeres, es decir, bailes, música y cantos son iguales. Para unas y para otras todos los medios son buenos con tal de atraer. Hablando con entera franqueza, la mujer que peca momentáneamente por vil interés, es despreciada de todos…; la que peca toda la vida obtiene el respeto general. Fueron esos cuerpos ceñidos, esos cabellos rizados, esos modales seductores los que me atrajeron.

VII

—No era difícil, en verdad, hacerme caer en un lazo, porque con mi educación me sentía atraído hacia el amor como el viajero del desierto se siente atraído por el espejismo. ¿No es una alimentación abundante un excitante para los ociosos? Los hombres de nuestra clase se alimentan como caballos. Si se cierra la válvula de seguridad, es decir, si se condena a un joven lanzado a la vida del placer a seguir otra mas tranquila, se verá cómo aparecen en seguida una excitación nerviosa y una inquietud tan terribles como extraordinarias, que, miradas a través del prisma de nuestra vida artificial, se convertirán en una ilusión que se tomará por amor. El amor y el matrimonio dependen en gran parte del alimento. ¿Os asombra esto? Pues más extraño aún es que esto no haya sido reconocido universalmente. En mi tierra hicieron este año algunos trabajos para un ferrocarril. Ya sabe qué es lo que beben y comen generalmente nuestros aldeanos: sidra hecha con cebada, pan y cebollas, y eso les basta para poder trabajar bien el campo. En las obras del ferrocarril les daban gachas hechas con harina y grasa y además una libra de carne; pero está alimentación más sólida se compensaba con dieciséis horas de trabajo rudo, manejando tierras o materiales o empujando pesadas vagonetas y carretillas, de manera que trabajo y alimento se compensan. ¿En qué gastamos nosotros las dos libras de carne, caza, toda clase de manjares excitantes y las bebidas que consumimos a diario? Pues en los excesos sexuales. Si entonces se abre la válvula de seguridad todo va bien; pero si se cierra, como hice yo más de una vez, resulta una excitación nerviosa que, espoleada por la lectura de novelas, periódicos, versos y por la música, hace que la buena alimentación se convierta en el más puro amor. De esta manera me enamoré yo también e hice lo que todo el mundo, y en mis amores no faltó nada: delicias, enternecimientos, horas de arrobamiento… En el fondo, ese amor era obra de la madre de mi novia y del modisto por una parte, y por la otra de la buena mesa y de la falta de actividad.

Sin los paseos en barca, sin aquel talle esbelto, sin aquel cuerpo en que la tela parecía pegada a la carne, sin los paseos juntos, no me habría enamorado, ni habría caído en la emboscada.

VIII

—Fíjese también en este embuste tan generalizado: en la manera como suelen hacerse los casamientos. ¿Qué es lo mas natural? La joven es núbil, hay que casarla; nada más sencillo, y a menos que sea un espantajo encontrará quien suspire por ella. Pues bien, no hay nada de esto y ahí es donde empieza una nueva mentira. Antaño, cuando la joven llegaba a la edad conveniente, sus padres la casaban, dejando a un lado toda idea sentimental y sin que por eso la quisiesen menos. Esto sucedía y sucede aún en el mundo entero, entre los chinos, los indios, los musulmanes, entre nuestro pueblo y, en resumen, entre las noventa y nueve partes de la humanidad. Una centésima parte apenas, nosotros, gentes corrompidas, creímos que eso no estaba bien y buscamos otra cosa, ¿y qué fue lo que hallamos? A las jóvenes las exponen como el género en un almacén donde los hombres tienen la entrada libre para elegir a su gusto. Las muchachas esperan allí, pensando para su fuero interno y sin atreverse a decirlo en voz alta: «¡Tómame a mí, querido mío, a mí y no a esa otra! ¡Mira mis hombros y todo lo demás!» Los hombres pasamos y volvemos a pasar por delante de ellas, las miramos y remiramos, hablando de vez en cuando de los derechos de la mujer, de la libertad que deben tener, basada, a lo que se pretende, en su instrucción.

—Pero ¿se puede hacer de otra manera? —le pregunté interrumpiéndole. —¿Quiere que sean ellas las encargadas de hacer la petición matrimonial?

—¿Es que acaso lo sé yo? Pero sí que es cuestión de igualdad y de que ésta se haga realidad. Se ha hablado mucho y mal de los casamenteros y de los intermediarios, y nuestro sistema es cien veces peor. En aquel caso, los dos están en iguales condiciones, y nuestro sistema es mucho peor. En aquél los derechos y las esperanzas son iguales; en éste la mujer es una esclava a la que ofrecen porque no puede ofrecerse por sí misma. Empieza entonces esa otra mentira convencional que se llama «presentarse en sociedad», «divertirse», y que no es ni más ni menos que la caza del marido. Decidles la verdad desnuda a una madre o a una hija;

decidles que no tienen más que una preocupación: pescar un marido, y les haréis una grave ofensa. Y no obstante, ese es su único objeto, no pueden tener otro. Lo más tremendo en todo esto es que se ve a muchas jóvenes ingenuas e inocentes que obran de este modo sin saber lo que hacen.

¡Si al menos se hiciera con entera franqueza! Pero no son más que mentiras e hipocresía. —«¡Ah. qué cosa más interesante es ese libro nuevo del Origen de las especies! — exclama la mamá. —«¡Cuántos atractivos tiene la literatura! La pintura le gusta mucho a María. ¿Piensa ir hoy a la Exposición? ¿Pasea mucho en coche? La verdad es que admira lo mucho que entusiasma a mi Luisa la música. ¿Cómo es que no profesa esas ideas? ¡Ah, los paseos por el agua!…» Y al decir esto no las anima a todas más que un pensamiento:

«Tómame a mí; elige a mi Luisa. No, a mí, ¡prueba al menos!» ¡Oh! ¡Cuánta hipocresía!

¡Cuánto embuste!

IX

—¿Conoce la supremacía de la mujer‑me preguntó de pronto;—esa supremacía o dominación que tantos sufrimientos causa a todos? En lo que acabo de decir está la indicada causa.

—¡Cómo! ¡La supremacía de la mujer! —repliqué. —No lo comprendo, cuando se lamentan, por el contrario, de que no gozan de ningún derecho y de que son las víctimas!