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Garland era sospechoso por la teoría de la «víctima sustituía». Es decir, su rabia hacia la mujer que le había dejado le había llevado a matar a una mujer que se la recordaba. Los psiquiatras la habrían calificado de teoría pillada por los pelos, pero Bosch ahora la colocaría en el centro. «Calcula», pensó. Garland era el hijo de Thomas Rex Garland, adinerado barón del petróleo de Hancock Park. O'Shea estaba sumido en una batalla electoral sumamente disputada y el dinero era la gasolina que mantenía en funcionamiento el motor de la campaña. No era inconcebible que se hubiera llevado a cabo un acercamiento discreto a T. Rex y que de éste surgiera un acuerdo y la concepción de un plan. O'Shea consigue el dinero que necesita para ganar las elecciones, Olivas se lleva el puesto de investigador jefe y Waits carga con las culpas por Gesto mientras que Garland queda libre.

Se decía que Los Angeles era un lugar soleado para gente sombría. Bosch lo sabía mejor que nadie. No vacilaba en creer que Olivas había formado parte de semejante trama. Y la idea de O'Shea, un fiscal de carrera, vendiendo su alma por una oportunidad al cargo máximo tampoco le detuvo demasiado.

«Corre, cobarde. ¿Qué pinta tiene ahora tu chanchullo?»

Abrió el teléfono móvil y llamó a Keisha Russell al Times. Después de varios tonos miró el reloj y vio que pasaban unos minutos de las cinco. Se dio cuenta de que probablemente estaba en la hora de cierre y no hacía caso de las llamadas. Dejó un mensaje en el contestador, pidiéndole que lo llamara.

Como era tarde, Bosch decidió que se había ganado una cerveza. Fue a la cocina y sacó una Anchor Steam de la nevera. Se alegró de haber apuntado alto la última vez que compró cerveza. Se llevó la botella a la terraza y observó la caravana de la hora punta en la autovía. El tráfico avanzaba a paso de tortuga y empezó el incesante sonido de todas las variedades de cláxones. La autovía estaba lo bastante lejos para que el ruido no resultara un incordio. Bosch se alegraba de no estar abajo metido en esa batalla.

Su teléfono sonó y Bosch lo sacó del bolsillo. Era Keisha Russell que le devolvía la llamada.

– Lo siento, estaba repasando el artículo de mañana con el corrector.

– Espero que hayas escrito mi nombre bien.

– La verdad es que en éste no sales, Harry. Sorpresa.

– Me alegro de oírlo.

– ¿En qué puedes ayudarme?

– Ah, en realidad iba a pedirte que tú hicieras algo por mí.

– Por supuesto. ¿Qué puede ser?

– Ahora eres periodista política, ¿no? ¿Eso significa que miras las contribuciones de campaña?

– Lo hago. Reviso todas las contribuciones de cada uno de mis candidatos. ¿Por qué?

Volvió a entrar y pulsó el botón para silenciar el equipo de música.

– Esto es off the record, Keisha. Quiero saber quién ha apoyado la campaña de Rick O'Shea.

– ¿O'Shea? ¿Por qué?

– Puedo decirte lo que puedo decirte. Sólo necesito la información ahora mismo.

– ¿Por qué siempre me haces esto, Harry?

Era cierto. Habían bailado el mismo baile muchas veces en el pasado. Pero en su historia en común Bosch siempre cumplía su palabra cuando decía que lo contaría cuando pudiera contarlo. Él no la había decepcionado nunca. Y por eso sus protestas eran cháchara, un mero preámbulo antes de hacer lo que Bosch quería que ella hiciera. Formaba parte de la coreografía.

– Sabes por qué -dijo Bosch, cumpliendo con su papel-. Ayúdame y habrá algo para ti cuando sea el momento.

– Algún día quiero decidir yo cuándo es el momento. Espera.

Russell desconectó y dejó el teléfono durante casi un minuto. Mientras esperaba, Bosch se cernió sobre los documentos extendidos en la mesa del comedor. Sabía que estaba dando pasos en falso con eso de O'Shea y Garland. En ese momento eran inabordables. Estaban protegidos por el dinero, la ley y las normas de las pruebas. Bosch sabía que el ángulo correcto de la investigación era ir a por Raynard Waits. Su trabajo era encontrarlo y resolver el caso.

– Vale -dijo Russell al volver a la línea-. Tengo el archivo actualizado. ¿Qué quieres saber?

– ¿Cómo de actualizado?

– Lo entraron la semana pasada. El viernes.

– ¿Quiénes son los contribuyentes principales?

– No hay nadie realmente grande, si te refieres a eso. Sobre todo es una campaña de base. La mayoría de los contribuyentes son compañeros abogados. Casi todos ellos.

Bosch pensó en el bufete de Century City que manejaba los asuntos de la familia Garland y que había obtenido las órdenes judiciales que impedían a Bosch interrogar a Anthony Garland si no era en presencia de un abogado. El cabeza de la firma era Cecil Dobbs.

– ¿Uno de esos abogados es Cecil Dobbs?

– Ah… sí, C. C. Dobbs, dirección de Century City. Donó mil.

Bosch recordaba al abogado de su colección de interrogatorios en vídeo de Anthony Garland.

– ¿Y Dennis Franks?

– Franks, sí. Mucha gente de esa firma contribuyó.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, según la ley electoral, has de dar la dirección de casa y la del trabajo al hacer una contribución. Dobbs y Franks tienen un domicilio laboral en Century City y, veamos, nueve, diez, once personas más dieron la misma dirección. Todos ellos donaron mil dólares. Probablemente son todos los abogados del mismo bufete.

– Así que trece mil dólares de ahí. ¿Es todo?

– De ese lugar, sí.

Bosch pensó en preguntarle específicamente si el nombre de Garland estaba en la lista de contribuyentes. No quería que ella hiciera llamadas telefónicas o metiera las narices en la investigación.

– ¿No hay grandes contribuyentes empresariales?

– Nada de gran consecuencia. ¿Por qué no me dices qué estás buscando, Harry? Puedes confiar en mí.

Decidió ir a por ello.

– Has de guardártelo hasta que tengas noticias mías. Ni llamadas telefónicas ni preguntas. Te guardas esto, ¿vale?

– Vale, hasta que tenga noticias tuyas.

– Garland. Thomas Rex Garland, Anthony Garland, cualquiera así.

– Ummm, no. ¿No era Anthony Garland el chico que buscabas por Marie Gesto?

Bosch casi maldijo en voz alta. Esperaba que ella no estableciera la conexión. Una década antes, cuando era un diablillo de la sección policial, Russell había encontrado una solicitud de orden de registro que Bosch había presentado en un intento de registrar la casa de Anthony Garland. La solicitud fue rechazada por falta de causa probable, pero se trataba de un registro público, y en ese momento, Russell, la periodista siempre diligente, revisaba rutinariamente todas las solicitudes de órdenes de registro en el tribunal. Bosch la había convencido de que no escribiera un artículo identificando al vástago de la familia petrolera local como sospechoso en el asesinato Gesto, pero allí estaba al cabo de una década y recordaba el nombre.

– No puedes hacer nada con esto, Keisha -respondió.

– ¿Qué estás haciendo? Raynard Waits confesó la muerte de Gesto. ¿Estás diciendo que es mentira?

– No estoy diciendo nada. Simplemente tengo curiosidad por algo, nada más. Ahora no puedes hacer nada con esto. Tenemos un trato. Te lo guardas hasta que tengas noticias mías.

– No eres mi jefe, Harry. ¿Cómo es que me hablas como si lo fueras?

– Lo siento. Simplemente no quiero que te pongas en marcha como una loca con esto. Puede fastidiar lo que estoy haciendo. Tenemos un trato, ¿sí? Acabas de decir que puedo confiar en ti.

Pasó una eternidad antes de que ella respondiera.

– Sí, tenemos un trato. Y sí, puedes confiar en mí. Pero si esto va hacia donde creo que puede ir, quiero actualizaciones e informes. No voy a quedarme aquí sentada esperando a tener noticias tuyas cuando lo juntes todo. Si no tengo noticias tuyas, Harry, me voy a poner nerviosa. Cuando me pongo nerviosa hago algunas locuras, y algunas locas llamadas telefónicas.

Bosch negó con la cabeza. No debería haberla llamado.