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Bosch sabía que existía una contradicción en lo que estaba considerando. Si el asesinato se había producido como Waits había confesado, entonces no existiría una razón para que él rápidamente creara una nueva identidad. Pero los hechos -el cronograma del asesinato y la emisión de la licencia de conducir- lo ponían en tela de juicio. La conclusión era obvia para Bosch. Había una conexión. Fitzpatrick no era una víctima casual. De hecho, podía relacionarse de algún modo con su asesino. Y ése era el motivo de que el asesino hubiera cambiado de nombre.

Bosch se levantó y se llevó su botella vacía a la cocina. Decidió que dos cervezas eran suficientes. Necesitaba mantenerse agudo y en la cresta de la ola. Volvió al equipo de música y puso el mejor disco: Kind of Blue. Siempre le daba una inyección de energía. «All Blues» era la primera canción del aleatorio y era como sacar un blackjack en una mesa de apuestas altas. Era su favorita y la dejó sonar.

De nuevo en la mesa abrió el expediente del caso Fitzpatrick y empezó a leer. Kiz Rider lo había visto antes, pero solamente había llevado a cabo una revisión para preparar la toma de la confesión de Waits. No estaba atenta a la conexión oculta que Bosch estaba buscando.

La investigación de la muerte de Fitzpatrick había sido conducida por dos detectives temporalmente asignados a la fuerza especial de Crímenes en Disturbios. Su trabajo era a lo sumo superficial. Se siguieron pocas pistas, en primer lugar porque no había muchas que seguir, y en segundo lugar por el pesado velo de futilidad que cayó sobre todos los casos relacionados con los disturbios. Casi todos los actos de violencia acaecidos en los tres días de inquietud generalizada fueron aleatorios. La gente robó, violó y asesinó de manera indiscriminada y a su antojo, simplemente porque podía hacerlo.

No se encontraron testigos de la agresión homicida a Fitzpatrick. No había pruebas forenses salvo la lata de combustible de mechero, y la habían limpiado. La mayoría de los registros de la tienda quedaron destruidos por el fuego o el agua. Lo que se salvó se puso en dos cajas y se olvidó. El caso se trató como un caso sin pistas desde el primer momento. Estaba huérfano y archivado.

El expediente del caso era tan delgado que Bosch terminó de leerlo en menos de veinte minutos. No había tomado notas, no se le habían ocurrido ideas, no había visto relaciones. Sentía que la marea refluía. Su cabalgada sobre la ola estaba llegando a su fin.

Pensó en sacar otra cerveza de la nevera y abordar el caso otra vez al día siguiente. En ese momento se abrió la puerta delantera y entró Rachel Walling con cajas de comida de Chínese Friends. Bosch apiló los informes en la mesa para hacer sitio a la cena. Rachel trajo platos de la cocina y abrió las cajas, y Bosch sacó las dos últimas Anchor Steam del refrigerador.

Charlaron durante un rato y entonces Bosch le habló de lo que había estado haciendo desde la hora de comer y lo que había averiguado. Sabía por los comentarios reservados de Rachel que no estaba convencida por su descripción de la pista que había encontrado en Beachwood Canyon. En cambio, cuando le mostró el cronograma que había elaborado, ella coincidió de buena gana con sus conclusiones acerca de que el asesino había cambiado de identidad después del asesinato de Fitzpatrick. Rachel Walling también estaba de acuerdo en que, aunque no tenían el verdadero nombre del asesino, podrían tener su fecha de nacimiento.

Bosch bajó la mirada a las dos cajas del suelo.

– Entonces supongo que vale la pena intentarlo.

Rachel se inclinó hacia un lado para poder ver lo que Bosch estaba mirando.

– ¿Qué es eso?

– Sobre todo, recibos de empeños. Todos los documentos salvados del incendio. En el noventa y dos estaban empapados. Los dejaron en esas cajas y se olvidaron de ellos. Nadie los miró siquiera.

– ¿Es eso lo que vamos a hacer esta noche, Harry?

Él la miró y sonrió. Asintió con la cabeza.

Una vez que terminaron de cenar decidieron que cogerían una caja cada uno. Bosch propuso que se las llevaran a la terraza de atrás para mitigar el olor a moho que desprenderían una vez que las abrieran. Rachel aceptó de inmediato. Bosch sacó las cajas y llevó dos arcas de cartón vacías del garaje. Se sentaron en las sillas de la terraza y empezaron a trabajar.

Enganchada en la parte superior de la caja que eligió Bosch había una tarjeta de 8 x 13 que decía «Archivador principal». Bosch levantó la tapa y la usó para tratar de dispersar el olor que se desprendió. La caja contenía básicamente recibos de empeños de color rosa y tarjetas de 8 x 13 que habían sido metidos allí de cualquier manera, como si lo hubieran hecho con una pala. No había nada ordenado o limpio en los registros.

El daño causado por el agua era elevado. Muchos de los recibos se habían pegado cuando estaban húmedos y la tinta de otros se había corrido y resultaba ilegible. Bosch miró a Rachel y vio que lidiaba con los mismos problemas.

– Esto está fatal, Harry -dijo.

– Lo sé. Pero haz lo que puedas. Podría ser nuestra última esperanza.

No había otra forma de empezar que no fuera zambullirse en la tarea. Bosch sacó un puñado de recibos, se los puso en el regazo y empezó a repasarlos, tratando de entender el nombre, dirección y fecha de nacimiento de cada cliente que había empeñado algo a través de Fitzpatrick. Cada vez que miraba un recibo, hacía una marca en la esquina superior con un bolígrafo rojo, que había sacado del cajón de la mesa del comedor, y lo dejaba en la caja de cartón que tenía al otro lado de su silla.

Llevaban una buena media hora trabajando sin conversación cuando Bosch oyó sonar el teléfono en la cocina. Pensó en dejarlo estar, pero sabía que podía ser una llamada de Hong Kong. Se levantó.

– Ni siquiera sabía que tuvieras un fijo -dijo Walling.

– Poca gente lo sabe.

Cogió el teléfono al octavo tono. No era su hija. Era Abel Pratt.

– Sólo quería controlarte -dijo-. Supongo que si te encuentro en tu teléfono de casa y dices que estás en casa, entonces de verdad estás en casa.

– ¿Qué pasa, estoy bajo arresto domiciliario ahora?

– No, Harry sólo estoy preocupado por ti, nada más.

– Mire, no habrá reacción por mi parte, ¿vale? Pero suspensión de empleo no significa que tenga que estar en casa veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Lo he preguntado en el sindicato.

– Lo sé, lo sé. Pero significa que no participas en ninguna investigación relacionada con el trabajo.

– Bien.

– ¿Qué estás haciendo ahora entonces?

– Estoy sentado en la terraza con una amiga. Estamos tomando una cerveza y disfrutando del aire de la noche. ¿Le parece bien, jefe?

– ¿Alguien que conozca?

– Lo dudo. No le gustan los polis.

Pratt se rio y pareció que Bosch finalmente había conseguido tranquilizarlo respecto a lo que estaba haciendo.

– Entonces te dejaré en paz. Pásalo bien, Harry.

– Lo haré si deja de sonar el teléfono. Le llamaré mañana.

– Allí estaré.

– Y yo estaré aquí. Buenas noches.

Colgó, miró en la nevera por si había alguna cerveza olvidada o perdida y volvió a la terraza con las manos vacías. Rachel lo estaba esperando con una sonrisa y una tarjeta de 8 x 13 manchada de humedad en la mano. Unida a ésta con un clip había un recibo rosa de empeño.

– Lo tengo -dijo.

Rachel se lo pasó a Bosch y volvió a meterse en la casa, donde la luz era mejor. Primero leyó la tarjeta. Estaba escrita con tinta azul parcialmente corrida por el agua, pero todavía legible.

Cliente insatisfecho, 12-02-92

Cliente se queja de que la propiedad se vendió antes de que expirara el periodo de 90 días. Mostrado recibo y corregido. Cliente se queja de que los 90 días no deberían haber incluido fines de semana y festivos. Maldijo; portazo.