No había nadie en el pasillo, sólo la bulla del salón, la lámpara colgada del techo tenía celofán azul y una luz de amanecer bañaba el desvaído papel de las paredes y las puertas mellizas. Josefino se acercó a la primera y escuchó, a la segunda, en la tercera alguien jadeaba, crujía un catre levemente, Josefino tocó con los nudillos y la voz de la Selvática ¿qué hay?, y una desconocida voz masculina ¿qué hay? Corrió hasta el fondo del pasillo y allí no era el amanecer sino el crepúsculo. Permaneció inmóvil, escondido en la discreta penumbra y luego chirrió una cerradura, una cabellera negra invadió la luz azul, una mano la recogió como un visillo, brillaron unos ojos verdes. Josefino se mostró, hizo una señal. Minutos después salió un hombre en mangas de camisa, que se hundió canturreando en la boca de la escalera. Josefino atravesó el pasillo y entró al cuarto: la Selvática se abotonaba una blusa amarilla.

– Lituma llegó esta tarde -dijo Josefino, como si diera una orden-. Está abajo, con los León.

Una repentina sacudida conmovió el cuerpo de la Selvática, sus manos quedaron quietas, encogidas entre los ojales. Pero no se volvió ni habló.

– No tengas miedo -dijo Josefino-. No te hará nada. Ya sabe y le importa un pito. Vamos a bajar juntos.

Ella tampoco dijo nada y siguió abotonándose la blusa, pero ahora con suma lentitud, retorciendo torpemente cada botón antes de ensartarlo, como si tuviera los dedos agarrotados de frío. Y, sin embargo, todo su rostro transpiraba y unos lamparones húmedos teñían la blusa en la espalda y en las axilas. El cuarto era minúsculo, sin ventanas, iluminado por una sola bombilla rojiza, y la ondulante calamina del techo rozaba la cabeza de Josefino. La Selvática se puso una falda crema, forcejeó un rato con el cierre relámpago antes que éste le obedeciera. Josefino se inclinó, cogió del suelo unos zapatos blancos de taco alto, los alcanzó a la Selvática.

– Estás sudando del miedo -dijo-. Límpiate la cara. No hay de qué asustarse.

Se volvió para cerrar la puerta y, cuando giró de nuevo, la Selvática lo miraba a los ojos, sin pestañear, los labios entreabiertos, las ventanillas de su nariz latiendo muy rápido, como si le costara trabajo respirar u oliese de improviso exhalaciones fétidas.

– ¿Está tomado? -dijo luego, la voz medrosa y vacilante, mientras se frotaba la boca furiosamente con una toallita.

– Un poco -dijo Josefino-. Estuvimos festejando su llegada donde los León. Trajo un buen pisco de Lima.

Salieron y, en el pasillo, la Selvática caminaba despacio, una mano apoyada en la pared.

– Parece mentira, todavía no te acostumbras a los tacos -dijo Josefino-. ¿O es la emoción, Selvática?

Ella no respondió. En la tenue luz azul, sus labios rectos y espesos semejaban un puño apretado, y sus facciones eran duras y metálicas. Bajaron la escalera y a su encuentro venían bocanadas de humo tibio y de alcohol, la luz disminuía, y cuando surgió a sus pies el salón de baile, sombrío, ruidoso y atestado, la Selvática se detuvo, quedó casi doblada sobre el pasamanos y sus ojos habían crecido y revoloteaban sobre las siluetas difusas con un brillo salvaje. Josefino señaló el bar:

– Junto al mostrador, los que están brindando. No lo reconoces porque ha enflaquecido mucho. Entre el arpista y los León, ése del terno que brilla.

Rígida, prendida del pasamanos, la Selvática tenía la cara medio oculta por los cabellos, y una respiración ansiosa y silbante hinchaba su pecho. Josefino la cogió del brazo, se sumergieron entre las parejas abrazadas, y fue como si bucearan en aguas fangosas o debieran abrirse paso a través de una asfixiante muralla de carne transpirada, pestilencias y ruidos irreconocibles. El tambor y los platillos de Bolas tocaban un corrido y a ratos intervenía la guitarra del joven Alejandro y la música se animaba, pero cuando callaban las cuerdas, volvía a ser destemplada y de una lúgubre marcialidad. Emergieron de la pista de baile, frente al bar. Josefino soltó a la Selvática, la Chunga se enderezó en su mecedora, cuatro cabezas se volvieron a mirarlos y ellos se detuvieron. Los León parecían muy alegres y don Anselmo estaba despeinado y con los anteojos caídos, y la boca de Lituma, llena de espuma, se torcía, su mano buscaba el mostrador para dejar el vaso, sus ojillos no se apartaban de la Selvática, su otra mano había comenzado a alisar sus cabellos, a asentarlos, presurosa y mecánicamente. De pronto encontró el mostrador, su mano libre alejó al Mono y todo su cuerpo se adelantó, pero sólo dio un paso y quedó tambaleándose como un trompo sin fuerzas en el sitio, los ojillos atolondrados, los León lo sujetaron cuando ya caía. Su rostro no se inmutó, seguía mirando a la Selvática, respiró hondo y sólo mientras avanzaba hacia ellos, lentísimo, con un babero de espuma y de saliva, sostenido por los León, algo terco, forzado y doloroso, un simulacro de sonrisa se desplegó en sus labios y su barbilla tembló. Gusto de verte, chinita, y la mueca ganó todo su rostro, sus ojillos mostraban ahora un malestar insoportable, gusto de verte, Lituma, dijo la Selvática, y él gusto de verte, chinita, bamboleándose. Los León y Josefino lo rodeaban, bruscamente en los ojillos hubo un destello, una especie de liberación y Lituma se ladeó, se arrimó a Josefino, hola, colega querido, cayó en sus brazos, qué gusto de verte hermano. Permaneció abrazado a Josefino, profiriendo frases incomprensibles y, a ratos, un sordo mugido, pero cuando se separó parecía más sereno, había cesado esa nerviosa danza interior en sus ojillos y también la mueca, y sonreía de veras. La Selvática estaba quieta, las manos cogidas ante la falda, el rostro emboscado tras los mechones negros y brillantes.

– Chinita, nos encontramos -dijo Lituma, tartamudeando apenas, la sonrisa cada vez más ancha-. Ven por aquí, brindemos, hay que festejar mi regreso, yo soy el inconquistable número cuatro.

La Selvática dio un paso hacia él, su cabeza se movió, sus cabellos se apartaron, dos llamitas verdes relumbraban suavemente en sus ojos. Lituma estiró una mano, tomó a la Selvática de los hombros, la llevó así hasta el mostrador y allí estaban los ojos abúlicos e impertinentes de la Chunga. Don Anselmo se había acomodado los anteojos, sus manos buscaban en el aire, cuando encontraron a Lituma y a la Selvática los palmotearon cariñosamente, así me gusta, muchachos, paternalmente.

– La noche de los encuentros, viejo querido -dijo Lituma-. Ya ve usted cómo me porté bien. Llena los vasos Chunga Chunguita, y tú también llénate uno.

Apuró su vaso de un trago y quedó acezando, el rostro húmedo de cerveza, de saliva que goteaba hasta en las solapas inmundas del saco.

– Qué corazón, primo -dijo el Mono-. ¡Como un sol de grande!

– Alma, corazón y vida -dijo Lituma-. Quiero oír ese vals, don Anselmo. Sea bueno, déme gusto.

– Sí, no descuide la orquesta -dijo la Chunga-. Ahí en el fondo están protestando, lo reclaman.

– Déjalo un rato con nosotros, Chunguita -dijo la voz de José, pegajosa, dulzona, derretida-. Que se tome unas copitas con nosotros este gran artista.

Pero don Anselmo había dado media vuelta y dócilmente regresaba hacia el rincón de los músicos, tanteando en la pared, arrastrando los pies, y Lituma, siempre abrazado a la Selvática, bebía sin mirarla.

– Cantemos el himno -dijo el Mono-. ¡Un corazón como un sol, primo!

La Chunga también se había puesto a beber. Indolentes y opacos, semimuertos, sus ojos observaban a unos y a otros, a los inconquistables y a la Selvática, a la masa oscura de hombres y habitantas que oscilaba entre murmullos y risas en la pista de baile, a las parejas que subían la escalera, y a los grupos difuminados de los rincones. Josefino, acodado en el mostrador, no bebía, miraba de soslayo a los León que chocaban sus vasos. Y entonces sonaron el arpa, la guitarra, el tambor, los platillos, un estremecimiento recorrió la pista de baile. Los ojillos de Lituma se entusiasmaron: