– Si tuviera que escoger a uno de los dos para vengarme, sería ella, Aquilino -dijo Fushía-, la perra esa. Porque ella comenzó, seguro, cuando me vio enfermo.

– La tratabas mal, le pegabas y, además, las mujeres tienen su orgullo, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Qué cristiana hubiera aguantado? En cada viaje te traías una mujer y se la metías por las narices.

– ¿Crees que tenía cólera de las chunchas? -dijo Fushía-. Qué tontería, viejo. La perra esa estaba caliente porque yo ya no le podía.

– Mejor no hables de eso, hombre -dijo Aquilino-. Ya sé que te pone triste.

– Pero si empezó con eso, con no poderle a la Lalita -dijo Fushía-. Pero acaso no ves qué desgracia, Aquilino, qué cosa terrible.

– ¿No lo desperté, diga? -dijo Lalita, con voz soñolienta.

– No, no me despertó -dijo Nieves-. Buenas noches. Mande, nomás.

Trancó la puerta, se acomodó el pantalón y cruzó los brazos sobre el torso desnudo, pero al instante los descruzó y siguió de pie, indeciso. Por fin señaló la jarra de greda: se había metido una de las peludas y acababa de matarla. Sólo hacía una semana que había rellenado los agujeros, Lalita se sentó en la barbacoa, pero cada día abrían otros, las peludas.

– Es que tienen hambre -dijo Lalita-, así es en esta época. Una vez desperté y no podía mover la pierna, le digo. Tenía una manchita y después se hinchó. Los huambisas me ponían la pierna sobre un brasero para que sudara. Me ha quedado la marca.

Sus manos bajaron hasta el ruedo de la itípak, la alzaron, aparecieron sus muslos, lisos, color mate, firmes, y una cicatriz como un pequeño gusano:

– ¿De qué se asusta? -dijo Lalita-. ¿Por qué se voltea, diga?

– No me asusto -dijo Nieves-. Sólo que está desnuda y yo soy hombre.

Lalita se rió y soltó la itípak; su pie derecho jugaba con un porongo, distraídamente lo acariciaba con el empeine, los deditos, el talón.

– Perra, puta, peores cosas si quieres -dijo Aquilino-. Pero yo le tengo cariño a la Lalita y no me importa. Es como mi hija.

– Una que hace eso porque ve morirse a su hombre es peor que perra, peor que puta -dijo Fushía-. No existe palabra para lo que es.

– ¿Morirse? En San Pablo, la mayoría se mueren de viejos y no de enfermos, Fushía -dijo Aquilino.

– No lo dices para consolarme, sino porque te arde que insulte a ésa -dijo Fushía.

– Se lo dijo en mi delante -susurró Nieves-. Otra vez sin nada bajo la itípak y te hago comer por las taranganas, ¿ya no se acuerda?

– Otras veces dice te regalo a los huambisas, te saco los ojos -dijo Lalita-. Al Pantacha todo el tiempo te mato, la estás espiando. Cuando amenaza no hace nada, la furia se le va con las palabras. ¿A usted le da pena cuando me pega, diga?

– Y también cólera -Nieves manoteó torpemente la tranca de la puerta-: Sobre todo cuando la insulta.

A solas era todavía peor, aj, se te caen los dientes, aj, tienes toda la cara picada, aj, tu cuerpo ya no es el de antes, aj, se te chorrea, pronto vas a estar como las viejas huambisas, aj, y todo lo que se le ocurría, ¿le daba pena?, y Nieves cállese.

– Pero creía en ti y eso que te conocía -dijo Aquilino-. Yo llegaba a la isla y la Lalita pronto me sacará de aquí, si este año hay mucho jebe nos iremos al Ecuador y nos casaremos. Sea buenito, don Aquilino, venda la mercadería a buen precio. Pobre Lalita.

– No se largó antes porque esperaba que me hiciera rico -dijo Fushía-. Qué bruta, viejo. No me casé con ella cuando era durita y sin granos, y creía que iba a casarme con ella cuando ya no calentaba a nadie.

– A Adrián Nieves lo calentó -dijo Aquilino-. Si no, no se la hubiera llevado.

– ¿Y a ellas también se las va a llevar al Ecuador el patrón? -dijo Nieves-. ¿También se va a casar con ellas?

– Su mujer soy yo sola -dijo Lalita-. Las otras son sirvientas.

– Diga lo que diga, yo sé que eso le duele -dijo Nieves-. No tendría alma si no le doliera que le meta otras mujeres a su casa.

– No las mete a mi casa -dijo Lalita-. Duermen en el corral con los animales.

– Pero se las tira en su delante -dijo Nieves-. No se haga la que no me entiende.

Se volvió a mirarla y Lalita se había aproximado al canto de la barbacoa, tenía las rodillas juntas, los ojos bajos y Nieves no quería ofender, tartamudeó y miró de nuevo por la ventana, le había dado cólera cuando dijo que se iba a ir con el patrón al Ecuador, el cielo color añil, las fogatas, los cocuyos chispeantes entre los helechos: le pedía perdón, él no quería ofender, y Lalita levantó los ojos:

– ¿Acaso no te las da a ti y al Pantacha cuando no le gustan? -dijo-. Tú haces lo mismo que él.

– Yo estoy solo -balbuceó Nieves-. Un cristiano necesita estar con mujeres, por qué me compara con el Pantacha, además me gusta que me hable de tú.

– Sólo al principio, aprovechándose de mis viajes -dijo Fushía-. Las rasguñaba, a una de las achuales la dejó sangrando. Pero después se acostumbró y eran como sus amigas. Les enseñaba cristiano, se entretenía con ellas. No es como tú crees, viejo.

– Y todavía te quejas -dijo Aquilino-. Todos los cristianos sueñan con eso que tú has tenido. ¿A cuántos conoces que cambiaran así de mujer, Fushía?

– Pero eran chunchas -dijo Fushía-, chunchas, Aquilino, aguarunas, achuales, shapras, pura basura, hombre.

– Y, además, son como animalitos -dijo Lalita-, se encariñan conmigo. Más bien me dan pena del miedo que les tienen a los huambisas. Si tú fueras el patrón, serías como él, hasta me insultarías.

– ¿Acaso me conoce para que me juzgue? -dijo Nieves-. Yo no le haría eso a mi compañera. Menos si fuera usted.

– Aquí el cuerpo se les afloja rápido -dijo Fushía-. ¿Es mi culpa acaso si la Lalita envejeció? Y, además, hubiera sido tonto desperdiciar la ocasión.

– Por eso te las robabas tan chicas -dijo Aquilino-. Para que fueran duritas ¿no?

– No sólo por eso -dijo Fushía-; a mí me gustan las doncellitas como a cualquier hombre. Sólo que esos perros de los paganos no las dejan crecer sanas, a las más criaturas ya las han roto, la shapra fue la única sanita que encontré.

– Lo único que me duele es acordarme de cómo era yo, en Iquitos -dijo Lalita-. Los dientes blancos, igualitos, y ni una mancha siquiera en la cara.

– Le gusta inventarse cosas para sufrir -dijo Nieves-. ¿Por qué no deja el patrón que los huambisas se acerquen a este lado? Porque a todos se les van los ojos cuando usted pasa.

– También al Pantacha y a ti -dijo Lalita-. Pero no porque sea bonita, sino porque soy la única cristiana.

– Yo siempre he sido educado con usted -dijo Nieves-. ¿Por qué me iguala con el Pantacha?

– Tú eres mejor que el Pantacha -dijo Lalita-. Por eso he venido a visitarte. ¿Ya no tienes fiebre?

– ¿No te acuerdas que no bajé al embarcadero a recibirte? -dijo Fushía-. ¿Que tú viniste y me encontraste en la cabaña del jebe? Fue esa vez, viejo.

– Sí me acuerdo -dijo Aquilino-. Parecías durmiendo despierto. Creí que el Pantacha te había dado cocimiento.

– ¿Y no te acuerdas que me emborraché con el anisado que trajiste? -dijo Fushía.

– También me acuerdo -dijo Aquilino-. Querías quemar las cabañas de los huambisas. Parecías diablo, tuvimos que amarrarte.

– Es que traté como diez días y no le podía a esa perra -dijo Fushía-, ni a la Lalita ni a las chunchas, viejo, de volverse loco, viejo. Me ponía a llorar solo, viejo, quería matarme, cualquier cosa, diez días seguidos y no les podía, Aquilino.

– No llores, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Por qué no me contaste lo que te pasaba? Tal vez te hubieras curado, entonces. Hubiéramos ido a Bagua, el médico te habría puesto inyecciones.

– Y las piernas se me dormían, viejo -dijo Fushía-, les pegaba y nada, les prendía fósforos y como muertas, viejo.

– Ya no te amargues con esas cosas tristes -dijo Aquilino-. Fíjate, acércate al borde, mira cuántos pececitos voladores, esos que tienen electricidad. Fíjate cómo nos siguen, qué bonitas se ven las chispitas en el aire y debajo del agua.