– Y después ronchas, viejo -dijo Fushía-, y ya no podía quitarme la ropa delante de la perra esa. Tener que disimular todo el día, toda la noche, y no tener a quién contárselo Aquilino, chuparme esa desgracia yo solito.

Y en eso rascaron el tabique y Lalita se puso de pie. Fue hasta la ventana y, la cara pegada a la tela metálica, comenzó a gruñir. Afuera alguien gruñía también, suavemente.

– El Aquilino está enfermito -dijo Lalita-. Vomita todo lo que come el pobre. Voy a verlo. Si mañana no ha vuelto todavía, vendré a hacerte la comida.

– ojalá que no hayan vuelto -dijo Nieves-. No necesito que me cocine, me basta con que venga a verme.

– Si yo te digo tú, puedes decirme tú -dijo Lalita-. Al menos cuando no haya nadie.

– Los podría coger a montones si tuviera una red, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Quieres que te ayude a levantarte para que los veas?

– Y después los pies -dijo Fushía-. Caminar cojeando, viejo, y en eso a pelarme como las serpientes, pero a ellas les sale otra piel y a mí no, viejo, yo punta llaga, Aquilino, no es justo, no es justo.

– Ya sé que no es justo -dijo Aquilino-. Pero ven, hombre, mira qué lindos los pececitos eléctricos.

Todos los días, Juana Baura y Antonia salían de la Gallinacera a la misma hora, hacían siempre el mismo recorrido. Dos cuadras rectas, polvorientas, y era el Mercado: las placeras comenzaban a tender sus mantas al pie de los algarrobos, a ordenar sus mercancías. A la altura de la tienda Las Maravillas -peines, perfumes, blusas, polleras, cintas y pendientes- doblaban a la izquierda y, doscientos metros adelante, aparecía la plaza de Armas, una ceñida ronda de palmeras y de tamarindos. La abordaban por la bocacalle opuesta a La Estrella del Norte. Durante el trayecto, una de las manos de Juana Baura hacía adiós a los conocidos, la otra iba en el brazo de Antonia. Al llegar a la plaza, Juana observaba las bancas de varillas y elegía la más sombreada para la joven. Si la muchacha permanecía impasible, la lavandera regresaba a su casa trotando suavemente, desataba su piajeno, reunía la ropa por lavar y emprendía la marcha hacia el río. Si, por el contrario, las manos de Antonia asían las suyas con ansiedad, Juana tomaba asiento a su lado y la calmaba con mimos. Repetía su silenciosa interrogación hasta que la muchacha la dejaba partir. Volvía a buscarla a mediodía, la ropa ya fregada y, a veces, Antonia retornaba a la Gallinacera subida en el asno. No era raro que Juana Baura encontrase a la joven dando vueltas en torno a la glorieta con una vecina cariñosa, no era raro que un lustrabotas, un mendigo o jacinto le dijeran: la llevaron donde fulano, a la iglesia, al Malecón. Entonces Juana Baura volvía sola a la Gallinacera y Antonia aparecía al atardecer, de la mano de una sirvienta, de un principal caritativo.

Ese día salieron más temprano, Juana Baura debía llevar al Cuartel Grau un uniforme de parada. El Mercado estaba desierto, unos gallinazos dormitaban sobre el tejado de Las Maravillas. No habían pasado aún los barrenderos y los desperdicios y charcos despedían mal olor. En la solitaria plaza de Armas corría una brisa tímida y el sol asomaba en un cielo sin nubes. Ya no caía arena. Juana Baura limpió la banca con su pollera, halló las manos de la muchacha sosegadas, le dio una palmada en la mejilla y partió. En el camino de regreso, encontró a la mujer de Hermógenes Leandro, el del camal, y juntas continuaron andando mientras el sol crecía en el cielo, ya alanceaba los techos altos de la ciudad. Juana iba encorvada, frotándose de rato en rato la cintura y su amiga estás enferma y ella tengo calambres desde hace tiempo, sobre todo en las mañanas. Hablaron de enfermedades y remedios, de la vejez, de lo atareada que es la vida. Luego Juana se despidió, entró en su casa, salió jalando al piajeno cargado de ropa sucia y, bajo el brazo, el uniforme envuelto en números viejos de Ecos y Noticias. Fue al Cuartel Grau bordeando el arenal y la tierra estaba caliente, rápidas iguanas corrían de pronto entre sus pies. Un soldado vino a su encuentro, el teniente se iba a enojar, por qué no había traído el uniforme más temprano. Le arrebató el paquete, le pagó y ella se dirigió entonces al río. No hasta el Viejo Puente, donde solía lavar, sino hacia una playita redonda, más arriba del camal, donde encontró a otras dos lavanderas. Y las tres estuvieron toda la mañana, arrodilladas en el agua, fregando y conversando. Juana terminó primero, partió, y ahora las calles, deslumbrantes bajo un sol vertical, se hallaban repletas de vecinos y forasteros. No estaba en la plaza, ni los mendigos ni Jacinto la habían visto y Juana Baura regresó a la Gallinacera; sus manos alternativamente golpeaban al animal y frotaban su cintura. Comenzó a tender la ropa, a medio trabajo fue a echarse en su colchón de paja. Cuando abrió los ojos, ya caía arena. Refunfuñando, trotó al solar: algunas prendas se habían ensuciado. Corrió el toldo que protegía los cordeles, acabó de colgar la ropa, volvió a su cuarto, rebuscó bajo el colchón hasta encontrar la medicina. Empapó un trapo con el líquido, se levantó la pollera, vigorosamente se frotó las caderas y el vientre. La medicina olía a meados y a vómitos, Juana esperó tapándose la nariz que la piel se secara. Se preparó unas menestras y, cuando estaba comiendo, tocaron a la puerta. No era Antonia, sino una sirvienta con una canasta de ropa. De pie en el umbral, conversaron. Llovía suave, los granitos de arena no se veían, se los sentía en la cara y en los brazos como patitas de araña. Juana hablaba de calambres, de las malas medicinas y la sirvienta protesta, que te dé otra o te devuelva tu plata. Luego se fue, pegada al muro, bajo los aleros. Sola, sentada en su colchón, Juana seguía iré el domingo a tu rancho, ¿crees que porque soy vieja me vas a engañar?, con tu medicina me tiembla la cintura, ladrón. Luego se tendió y, al despertar, había oscurecido. Encendió una vela, Antonia no había llegado. Salió al solar, el asno enderezó las orejas, rebuznó. Juana cogió una manta, se la echó sobre los hombros ya en la calle: estaba negro, por las ventanas de la Gallinacera se veían candeleros, lámparas, fogones. Caminaba muy rápido, tenía revueltos los cabellos y, cerca del Mercado, desde un pórtico, alguien dijo una aparecida. Ella trotaba, me das otra medicina para el sueño que me viene a cada rato o me devuelves la plata. Había poca gente en la plaza. Se acercó a todos y nadie sabía. La arena bajaba ahora densa, visible y Juana se cubrió la boca y la nariz. Recorrió muchas calles, tocó muchas puertas, repitió veinte veces la misma pregunta y, cuando regresó a la plaza de Armas, corría trabajosamente, se apoyaba en las paredes. Dos hombres, con sombrero de paja, conversaban en una banca. Ella dijo dónde está Antonia, y el doctor Pedro Zevallos buenas noches, doña Juana, ¿qué hace en la calle a estas horas? Y el otro, con voz de forastero, hay tanta arena que nos va a partir el cráneo. El doctor Zevallos se quitó el sombrero, se lo alcanzó a Juana y ella se lo puso; era grande, le tapaba las orejas. El doctor dijo la fatiga no la. deja hablar, siéntese un rato, doña Juana, cuéntenos y ella dónde está Antonia. Los dos hombres se miraron y el otro dijo sería bueno llevarla a su casa y el doctor sí, yo conozco, es por la Gallinacera. La tomaron de los brazos, la llevaban casi en el aire y, bajo el sombrero, Juana Baura rugía: esa que es ciega, ¿la han visto?, y el doctor Zevallos tranquilícese, doña Juana, ahora que lleguemos nos cuenta, y el otro qué huele tanto y el doctor Zevallos a remedio de curandero, pobre vieja.

Julio Reátegui se limpia la frente, mira al intérprete, le había faltado a la autoridad, eso estaba mal hecho y costaba caro: tradúcele eso. El claro de Urakusa es pequeño y triangular, el bosque lo abraza de cerca, ramas y lianas se balancean sobre las cabañas suspendidas por pilares de pona y terminadas en circunferencias abolladas como colas de pato: el intérprete ruge y acciona, Jum escucha atentamente. Hay unas veinte viviendas, idénticas: techos de yarina, tabiques de rajas de chonta unidas por bejucos, escalerillas toscamente labradas en troncos. Dos soldados conversan ante la cabaña colmada de urakusas prisioneros, otros levantan las carpas cerca del barranco, el capitán Quiroga batalla contra los zancudos y la chiquilla permanece tranquila junto al cabo Roberto Delgado, a ratos mira a Jum, tiene ojos claros y en su torso de muchacho ya se insinúan dos pequeñas corolas oscuras. Ahora habla Jum, sus labios morados disparan ruidos ásperos y escupitajos, Julio Reátegui ladea las piernas para evitar la lluvia de saliva y el intérprete cabo robando, es decir queriendo, que palo carajo, y después yéndose, fuera, nunca más, que dándole canoa, su canoa misma, de Jum, y que el práctico yéndose, no viendo, que se tiró al agua, diciendo, señor. Y el cabo Delgado da un paso hacia Jum: mentira. El capitán Quiroga lo contiene con un gesto: mentira, señor, si él se iba a ver a su familia a Bagua, ¿iba a estar perdiendo su tiempo robándoles cosas a éstos?, y qué les hubiera podido robar aun queriendo, mi capitán, ¿no veía lo miserable que era Urakusa? Y el capitán: pero entonces no era cierto que mataron al recluta. ¿Era verdad o no que se tiró al Marañón? Carajo, porque si no estaba muerto era desertor y el cabo cruza sus dedos y los besa: lo mataron, mi capitán, y lo del robo era la mentira más grande. Sólo habían registrado un poquito, pero buscando esa medicina contra los zancudos que él le había dicho y éstos lo amarraron y lo apalearon, a él, al sirviente, y al práctico lo habrían matado y lo habrían enterrado para que nadie lo descubriera, mi capitán. Julio Reátegui sonríe a la chiquilla y ésta lo mira de soslayo, ¿asustada?, ¿curiosa? Viste la pampanilla aguaruna y sus cabellos abundantes y polvorientos se agitan suavemente cuando mueve la cabeza; no lleva adornos en la cara ni en los brazos, sólo en los tobillos: dos calabazas enanas. Y Julio Reátegui: ¿por qué no había hecho comercio con Pedro Escabino?, ¿por qué no le vendió este año el jebe como otras veces? Que le tradujera eso y el intérprete gruñe y acciona, Jum escucha, los brazos cruzados y el gobernador indica a la chiquilla que se le acerque, ella le vuelve la espalda, y el intérprete, señor, nunca más, diciendo: Escabino diablo, se va, fuera, ni Urakusa, diciendo, ni Chicais, ningún pueblo aguaruna, patrón cojudeando, señor, y Julio Reátegui ¿qué iban a hacer los urakusas con el jebe que no querían venderle al patrón Escabino?, suavemente, mirando siempre a la chiquilla, ¿y qué con las pieles?, tradúcele eso. El intérprete y Jum gruñen, escupen y accionan, y ahora Reátegui los observa, un poco inclinado hacia el urakusa, y la chiquilla da un paso, mira la frente de Jum: la herida se ha hinchado pero ya no sangra, el ojo derecho del cacique está muy inflamado y Julio Reátegui ¿cooperativa? Esa palabra no existía en aguaruna, hijo, ¿le había dicho cooperativa? Y el intérprete: la había dicho en español, señor, y el capitán Quiroga sí, él la había oído. ¿Qué lío era ése, señor Reátegui? ¿Por qué ya no iban a hacer comercio con Escabino? ¿De dónde sacaron eso de ir a vender el jebe a Iquitos si éstos nunca supieron lo que era Iquitos? Julio Reátegui parece abstraído, se saca el casco, se alisa los cabellos, mira al capitán: hacía diez años que Pedro Escabino les traía telas, escopetas, cuchillos, capitán, todo lo que necesitaban para entrar al bosque a sacar goma. Después Escabino volvía, ellos le entregaban el jebe reunido, y él les completaba con telas, comida, lo que les hacía falta, y este año también recibieron adelantos, pero no quisieron venderle: ésa era la historia, capitán. Los soldados que han levantado las carpas se acercaron, uno estira la mano y toca a la chiquilla que da un salto, las calabazas danzan, ruido de sonajas y el capitán: ajá, un abuso de confianza, no estaba informado, le pegaban a un militar, estafaban a un civil, no sería raro que de veras se hubieran cargado al recluta y el gobernador agárrenla, que no se escape. Tres soldados corretean tras la chiquilla, que es ágil, escurridiza. La atrapan en el centro del claro, la llevan hacia el gobernador, éste le pasa la mano por la cara: tenía una mirada despierta, y algo gracioso en sus maneras, ¿no le parecía, capitán?, era una lástima que la pobre creciera aquí y el oficial: efectivamente, don Julio, y sus ojos eran verdecitos. ¿Era su hija?, que le preguntara eso y el capitán: tampoco tenía la barriguita hinchada, porque eso era tremendo en estos niños, la cantidad de parásitos que tragaban y el cabo Roberto Delgado: chiquita y bien servida, buena para mascota de la compañía, mi capitán, y los soldados ríen. ¿Era su hija?, y el intérprete no siendo, señor, tampoco urakusa, pero sí aguaruna, naciendo en Pato Huachana, señor, diciendo y Julio Reátegui llama a dos soldados: que se la llevaran a las carpas y cuidadito con dárselas de vivos con ella. Un soldado toma a la chiquilla del brazo y ella se deja llevar sin resistir. Julio Reátegui se vuelve hacia el capitán que lucha de nuevo contra invisibles, tal vez imaginarios enemigos aéreos: por aquí habían estado unos que se decían maestros, capitán. Se metieron a las tribus con el cuento de enseñar el español a los paganos y ya veía el resultado, le daban una paliza a un cabo, arruinaban el negocio de Pedro Escabino. ¿Se figuraba el capitán lo que ocurriría si todos los paganos decidían ensartar a los patrones que les habían hecho adelantos? El capitán se rasca la barbilla, gravemente: ¿una catástrofe económica? El gobernador asiente: los que venían de fuera traían los líos, capitán. La vez pasada habían sido unos extranjeros, unos ingleses, con el cuento de la botánica; se habían metido al monte y se llevaron semillas del árbol del caucho y un día el mundo se llenó de jebe salido de las colonias inglesas, más barato que el peruano y el brasileño, ésa había sido la ruina de la Amazonía, capitán, y él: ¿de veras señor Reátegui que venían óperas a Iquitos y que los caucheros encendían sus puros con billetes? Julio Reátegui sonríe, su padre tenía un cocinero para sus perros, imagínese, y el capitán ríe, los soldados ríen, pero Jum sigue serio, los brazos cruzados, a ratos espía la cabaña atestada de urakusas prisioneros y Julio Reátegui suspira: entonces se trabajaba poco y se ganaba mucho, ahora había que sudar sangre para recibir una miserias, y todavía tener que lidiar con esta gente, resolver problemas tan tontos. El capitán está serio ahora, don julio, ya lo creía, la vida era dura para los hombres de la Amazonía, y Reátegui, la voz bruscamente severa, al intérprete: el aguaruna no podía vender en Iquitos, que tenía que cumplir sus compromisos, que esos que vinieron los habían engañado, que nada de cooperativas ni de cojudeces. Patrón Escabino volvería y que harían comercio como siempre, traduciendo eso pero el intérprete muy rápido señor, repitiendo mejorcito y el capitán te habló despacio, nada de bromas. Julio Reátegui no tenía apuro, capitán, le iba a dar gusto. El intérprete gruñe y acciona, Jum escucha, corre una brisa ligera sobre Urakusa y el ramaje del bosque ronronea débilmente, se oye una risa: la chiquilla y el soldado están jugando ante las carpas. El capitán pierde la paciencia, ¿hasta cuándo?, sacude el hombro de Jum, ¿tampoco había entendido esta vez?, ¿les tomaba el pelo? Jum alza la cabeza, su ojo sano examina al gobernador, su mano lo señala, su boca gruñe, y Julio Reátegui ¿qué había dicho?, y el intérprete: insultando, señor, tú diablo siendo, diciendo, señor.