– Pero antes eran inseparables y andaban fregándole la paciencia a todo Piura con él -dice el doctor Zevallos.

– Lo que pasa es que no era mangache -dice el Mono-. Un mal amigo, doctor.

– Hay que ir a contratar un padre -dice Angélica Mercedes-. Para la misa, y también para que venga al velorio y le rece.

Al oírla, los León y Lituma simultáneamente agravan los rostros, fruncen el ceño, asienten.

– Algún padre del Salesiano, doña Angélica- dice el Mono-. ¿Quiere que la acompañe? Hay uno simpático, que juega al fútbol con los churres. El padre Doménico.

– Sabe fútbol pero no sabe español -gruñe afónicamente la bufanda-. El padre Doménico, qué disparate.

– Como usted diga, padre -dice Angélica Mercedes-. Era para tener un velorio como Dios manda ¿ve usted? ¿A quién podríamos llamar, entonces?

El padre García se ha puesto de pie y está acomodándose el sombrero. El doctor Zevallos también se ha levantado.

– Vendré yo -el padre García hace un ademán impaciente-. ¿No ha pedido ese marimacho que yo venga? Para qué tanta habladuría entonces.

– Sí, padrecito -dice la Selvática-. La señora Chunga prefería que viniera usted.

El padre García se aleja hacia la puerta, curvo y oscuro, sin levantar los pies del suelo. El doctor Zevallos saca su cartera.

– No faltaba más, doctor -dice Angélica Mercedes-. Es una invitación mía, por el gusto que me dio trayendo al padre.

– Gracias, comadre -dice el doctor Zevallos-. Pero te dejo esto de todos modos, para los gastos del velorio. Hasta la noche, yo vendré también.

La Selvática y Angélica Mercedes acompañan al doctor Zevallos hasta la puerta, besan la mano del padre García y regresan a la chichería. Tomados del brazo, el padre García y el doctor Zevallos caminan dentro de un terral, bajo un sol animoso, entre piajenos cargados de leña y de tinajas, perros lanudos y churres, quemador, quemador, quemador, de voces incisivas e infatigables. El padre García no se inmuta: arrastra los pies empeñosamente y va con la cabeza colgando sobre el pecho, tosiendo y carraspeando. Al tomar una callecita recta, un poderoso rumor sale a su encuentro y tienen que pegarse contra un tabique de cañas para no ser atropellados por la masa de hombres y mujeres que escolta a un viejo taxi. Una bocina raquítica y desentonada cruza el aire todo el tiempo. De las chozas sale gente que se suma al tumulto, y algunas mujeres lanzan ya exclamaciones y otras elevan al cielo sus dedos en cruz. Un churre se planta frente a ellos sin mirarlos, los ojos vivaces y atolondrados, se murió el arpista, jala la manga al doctor Zevallos, ahí lo traían en el taxi, con su arpa y todo lo traían, y sale disparado, accionando. Por fin, termina de pasar el gentío. El padre García y el doctor Zevallos llegan a la avenida Sánchez Cerro, dando pasitos muy cortos, exhaustos.

– Yo pasaré a buscarlo -dice el doctor Zevallos-. Vendremos juntos al velorio. Trate de dormir unas ocho horas, lo menos.

– Ya sé, ya sé -gruñe el padre García-. No me esté dando consejos todo el tiempo.

Fin