– Le pasará lo que a la Gallinacera, patrón -dice el chofer-. Le meterán tractores y harán casas como éstas, para blancos.

– ¿Y adónde diablos se van a ir los mangaches con sus cabras y sus piajenos? -dice el doctor Zevallos-. ¿Y dónde se podrá tomar buena chicha en Piura, entonces?

– Van a estar tristísimos los mangaches, patrón -dice el chofer-. El arpista era su dios para ellos, más popular que Sánchez Cerro. Ahora también le pondrán velas a don Anselmo y le rezarán como a la santera Domitila.

El taxi abandona la avenida y, dando brincos, barquinazos, avanza por una callejuela terrosa, entre chozas de caña brava. Levanta una gran polvareda y enfurece a los perros vagabundos que corren, pegados a los guardafangos, ladrándole, patrón: tenían razón los mangaches, aquí amanecía más tempranito que en Piura. En la claridad azul, a través de nubes de polvo, se distinguen cuerpos tumbados sobre esteras a las puertas de las viviendas, mujeres con cántaros a la cabeza que cruzan las esquinas, asnos de mirada soñolienta y apática. Atraídos por el rugido del motor, salen chiquillos de las chozas y, desnudos o en harapos, corren tras el taxi, haciendo adiós, qué había, bostezando, qué pasaba: nada, padre, ya estaban en tierra prohibida.

– Déjanos aquí -dice el doctor Zevallos-. Caminaremos un poco.

Bajan del taxi y, tomados del brazo, despacio, sosteniéndose uno al otro, recorren un sendero oblicuo, escoltados por chiquillos que brincan, ¡quemador!, chillan y ríen, ¡quemador!, ¡quemador!, y el doctor Zevallos simula coger una piedra y lanzársela: mierdas, churres de mierda, menos mal que ya llegaban.

La cabaña de Angélica Mercedes es más grande que las otras y las tres banderitas que flamean sobre su fachada de adobes le dan un aire coqueto y gallardo. El doctor Zevallos y el padre García entran estornudando, eligen dos banquitos y una mesa de tablas bastas, se sientan. El suelo está recién regado y huele a tierra húmeda, culantro y perejil. No hay nadie en las otras mesas ni en el mostrador. Aglomerados en la puerta, los chiquillos siguen gritando, alargan sus cabezas sucias e hirsutas, ¡doña Angélica!, sus brazos flacos, ¡doña Angélica!, ríen mostrando los dientes. El doctor Zevallos se frota las manos pensativo y el padre García, entre bostezo y bostezo, mira la puerta con el rabillo del ojo. Angélica Mercedes viene por fin, fresca, rolliza, matutina, el ruedo de su pollera trazando maromas sobre los banquitos. El doctor Zevallos se levanta, doctor, le abre los brazos, pero qué gusto, qué milagro verlo aquí a estas horas, tantos meses que no venía y ella estaba cada día más buena moza, Angélica, ¿cómo hacía para no envejecer?, ¿cuál era

su secreto? Y por fin dejan de palmearse, Angélica, ¿no veía a quién le había traído?, ¿no lo reconocía? Como atemorizado, el padre García junta los pies y esconde las manos, buenos días, la bufanda muge hoscamente y el sombrero se agita un segundo, ¡Virgen santa, era el padre García! Las manos unidas sobre el corazón, los ojos alborozados, Angélica Mercedes se inclina, padrecito, qué alegría le daba verlo, él no sabía, qué bien que lo hubiera traído, doctor, y una mano huesuda y desconfiada se eleva sin afecto hacia Angélica Mercedes, se retira antes que ella la bese.

– ¿Puedes prepararnos algo caliente, comadre? -dice el doctor Zevallos-. Estamos medio muertos, hemos pasado la noche en vela.

– Claro, claro, ahora mismo -Angélica Mercedes limpia la mesa con su pollera-, ¿un caldito y un piqueo? ¿También unos claritos? No, es muy temprano para eso, les haré unos juguitos y café con leche. Pero ¿cómo no se han acostado todavía, doctor? Me lo está usted malcriando al padre García.

Un sarcástico gruñido sube de la bufanda y el sombrero se endereza, los ojos hondos del padre García miran a Angélica Mercedes y ella deja de sonreír, vuelve su cara intrigada hacia el doctor Zevallos que, la barbilla entre dos dedos, tiene ahora una expresión melancólica: ¿dónde habían estado, doctorcito? Su voz es tímida, su mano empuña el ruedo de la pollera a unos milímetros de la mesa y está inmóvil: donde la Chunga, comadre. Angélica Mercedes lanza un gritito, ¿donde la Chunga?, se demuda, ¿donde la Chunga?, se tapa la boca.

– Sí, comadre, ha muerto Anselmo -dice el doctor Zevallos-. Es una noticia triste para ti, ya sé. Para todos nosotros. Qué vamos a hacer, así es la vida.

¿Don Anselmo?, tartamudea Angélica Mercedes, la boca entreabierta, la cabeza ladeada, ¿se ha muerto, padrecito?, y su nariz palpita muy rápido, unos hoyuelos aparecen en sus mejillas, los chiquillos de la puerta han echado a correr y ella sacude la cabeza, se soba los brazos, ¿se ha muerto, doctor?, llora.

– Todos tienen que morirse -ruge el padre García, golpeando la mesa; la bufanda se abre y su cara lívida, sin afeitar, está deformada por el temblor de su boca-. Tú, yo, el doctor Zevallos, a todos nos tocará, nadie se libra.

– Cálmese, hombre -el doctor Zevallos abraza a Angélica Mercedes, que solloza apretando la pollera contra sus ojos-. Cálmate tú también, comadre. El padre García se ha puesto muy nervioso, mejor no hablarle, no preguntarle nada. Anda, prepáranos algo caliente, no llores.

Angélica Mercedes asiente sin dejar de llorar y se aleja, la cara entre las manos. En la otra habitación se la oye hablar sola, suspirar. El padre García ha recogido la bufanda, nuevamente la lleva enroscada en el cuello y se ha quitado el sombrero: erizados, grises, los mechones de cabellos de sus sienes sólo ocultan a medias su cráneo liso y con lunares. Apoya el mentón en el puño, una arruga cavilosa vetea su frente y la barba crecida da a sus mejillas un aspecto de cosa gastada y sucia. El doctor Zevallos enciende un cigarrillo. Es de día ya y el sol que anega el local y dora las cañas ha secado el suelo, moscas azules y siseantes invaden el aire. En el exterior, las voces, ladridos, balidos, rebuznos y ruidos domésticos aumentan gradualmente y, al lado, Angélica Mercedes se ha puesto a rezar, musita el nombre de la santera mezclado a invocaciones a Dios y a la Virgen, doctor: el marimacho ese lo había hecho a sabiendas.

– Pero a santo de qué -murmura el padre García-. ¿A santo de qué, doctor?

– Qué importa -dice el doctor Zevallos, viendo desvanecerse el humo-. Además, tal vez no fue a sabiendas. Pudo ser una casualidad.

– Tonterías, nos hizo llamar a usted y a mí por algo -dice el padre García-. Quería hacernos pasar un mal rato.

El doctor Zevallos se encoge de hombros. Recibe un rayo de sol en el centro de la frente y la mitad de su rostro está dorado y brillante; la otra mitad es un plomizo lunar. Tiene los ojos sumidos en una suave modorra.

– No soy nada perspicaz -dice, después de un momento-. Ni siquiera se me ocurrió pensar en eso. Pero tiene usted razón, a lo mejor quiso hacernos pasar un mal rato. Es una mujer rara, la Chunga. Yo creí que ella no sabía.

Se vuelve hacia el padre García y el lunar gana terreno, ocupa todo el rostro, sólo una oreja y la mandíbula reciben ahora el baño amarillo; que no sabía qué cosa. El padre García mira al doctor Zevallos de través.

– Que yo la traje al mundo -el doctor Zevallos alza la cabeza y ésta se enciende, su calva se destaca, luciente y granulosa-. ¿Quién le puede haber dicho? Anselmo no, estoy seguro. El creía que la Chunga vivía engañada.

– En este pueblucho chismoso todo acaba por saberse -gruñe el padre García-. Aunque sea treinta años después, se sabe todo lo que pasa.

– Nunca vino a mi consultorio -dice el doctor Zevallos-. Nunca me llamó para nada y ahora sí. Si quería hacerme pasar un mal rato, lo consiguió. Me hizo revivir todo de golpe.

– Lo de usted está claro -gruñe el padre García como si hablara con la mesa-. Éste vio morir a mi madre, que vea morir a mi padre también. ¿Pero, por qué tenía que llamarme a mí ese marimacho?

– ¿Qué significa esto? -dice el doctor Zevallos-. ¿Qué le pasa?