– Milagro, milagro -gruñe el padre García-. Todo es milagro aquí. También decían milagro cuando mataron a los Quiroga y la niña se salvó. Hubiera sido mejor para ella morirse entonces.

– ¿No se acuerda de la muchacha cuando pasa por la glorieta? -dice el doctor Zevallos-. Yo sí, siempre me parece verla sentada ahí, tomando sol. Pero esta noche llegué a sentir más pena por Anselmo que por la Antonia.

– No lo merecía -ronca el padre García-. Ni pena, ni compasión ni nada. Toda esta tragedia fue culpa de él.

– Si usted lo hubiera visto pataleando, besándome los pies para que salvara a la muchacha, también se habría apiadado -dice el doctor Zevallos-. ¿Sabe que si no fuera por mi comadre, la Chunguita se me moría también? Ella me ayudó a atenderla.

Quedan en silencio y el padre García se lleva un pedazo de carne a la boca, pero hace una mueca de asco y suelta el tenedor. Angélica Mercedes vuelve con otra jarrita de jugo, viene espantando a las moscas con una mano.

– ¿Nos has oído, comadre? -dice el doctor Zevallos-. Estábamos recordando la noche que se murió la Antonia. Ya parece sueño ¿no? Le decía al padre que tú me ayudaste a salvar a la Chunga.

Angélica Mercedes lo mira muy seria, sin asombro ni alarma, como si no hubiera entendido.

– No me acuerdo de nada, doctor -dice en voz baja, por fin-. Yo era cocinera, pero tampoco me acuerdo. No hay que hablar de eso ahora. Voy a ir a misa de ocho a rezar por don Anselmo, para que descanse en su tumba. Y después iré a velarlo.

– ¿Qué edad tenías tú? -gruñe el padre García-. No me acuerdo cómo eras. De Anselmo y de las perdidas sí, pero no de ti.

– Era una churre, padrecito -la mano de Angélica Mercedes es un rápido, eficiente abanico: ninguna mosca se acerca al piqueo ni a los jugos.

– No más de quince años -dice el doctor Zevallos-. Y qué bonita, comadre. Todos te echábamos el ojo y Anselmo alto, no es habitanta, se mira pero no se toca, cuidándote como a su hija.

– Yo era doncellita y el padre García no quería creerme -un brillo pícaro anima los ojos de Angélica Mercedes pero su cara es siempre una severa máscara-. Iba a confesarme temblando y usted siempre sal de esa casa del diablo, ya estás condenada. ¿Tampoco se acuerda, padre?

– Lo que se habla en el confesionario es secreto -gruñe el padre García con una especie de ronquera jovial-. Guárdate esas historias para ti.

– Casa del diablo -dice el doctor Zevallos-. ¿Todavía cree que Anselmo era el diablo? ¿De veras olía a azufre o era para asustar a los beatos?

Angélica Mercedes y el doctor sonríen y, bajo la bufanda, después de un momento, suena algo inesperado y tosco, híbrido como una arcada de tos y risa sofocante.

– En ese tiempo estaba sólo ahí, en la Casa Verde -dice el padre García carraspeando-. El cachudo está ahora por todas partes. En la casa del marimacho, y en la calle, y en los cines, todo Piura se ha vuelto la casa del cachudo.

– Pero no la Mangachería, padrecito -dice Angélica Mercedes-. Aquí no ha entrado nunca, no lo dejamos, la santa Domitila nos ayuda en eso.

– Todavía no es santa -dice el padre García-. ¿No ibas a hacernos café?

– Sí, ya está listo -dice Angélica Mercedes-. Voy a traerlo.

– Hace lo menos veinte años que no pasaba una noche en blanco -dice el doctor Zevallos-. Y ahora se me ha quitado el sueño del todo.

Las moscas, desde que Angélica Mercedes da media vuelta, regresan y caen sobre el piqueo, lo salpican de puntos oscuros. De nuevo corretean chiquillos desarrapados frente a la puerta y, a través de las cañas, se ve pasar gente hablando fuerte, y a un grupo de viejos que se asolean y dialogan ante la cabaña del frente.

– ¿Al menos se sentía arrepentido? -gruñe el padre García-. ¿Se daba cuenta que esa niña se había muerto por su culpa?

– Salió corriendo detrás de mí -dice el doctor Zevallos-. Se revolcaba en el arenal, quería que lo matara. Lo llevé a mi casa, le puse una inyección y lo despaché. No sé nada, no he visto nada, váyase. Pero no se fue, se bajó al río y ahí estuvo esperando a la lavandera, ¿cómo se llamaba?, esa que crió a la Antonia.

– Siempre estuvo loco -gruñe el padre García-. Espero por él que se haya arrepentido y que Dios lo haya perdonado.

– Y aunque no se arrepintiera, ya tuvo bastante castigo con lo que sufrió -dice el doctor Zevallos-. Además, habría que saber si realmente merecía castigo. ¿Y si la Antonia no hubiera sido su víctima sino su cómplice? ¿Si se hubiera enamorado de él?

– No diga disparates -gruñe el padre García-. Voy a creer que está reblandecido.

– Es algo que me he preguntado siempre -dice el doctor Zevallos-. Las habitantas decían que él la mimaba y que la muchacha parecía contenta.

– ¿Ahora ya le parece normal? -gruñe el padre García-. Robarse a una ciega, meterla a un prostíbulo, ponerla encinta. ¿Muy bien que hiciera eso? ¿Lo más normal del mundo? ¿Había que premiarlo por esa gracia?

– No tiene nada de normal -dice el doctor Zevallos-, pero no levante tanto la voz, cuidado con su asma. Sólo digo que quién sabe lo que ella pensaba. La Antonia no sabía lo que era bueno ni malo, y, después de todo, gracias a Anselmo fue una mujer completa. Yo siempre he creído…

– ¡Cállese, hombre! -el padre García arremete a manotazos contra las moscas que huyen despavoridas-. ¡Una mujer completa! ¿Las monjas son incompletas? ¿Los curas somos incompletos porque no hacemos porquerías? No le permito herejías tan estúpidas.

– Está usted peleando contra fantasmas -sonríe el doctor Zevallos-. Sólo quería decirle que creo que Anselmo la quiso de veras, y que probablemente ella lo quiso también.

– Esta conversación me disgusta -gruñe el padre García-. No nos vamos a poner de acuerdo, y no quiero pelearme con usted.

– Sólo faltaba esto -murmura el doctor Zevallos-. Mire quiénes llegan.

Eran los inconquistables, no querían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y venían a desayunar, caramba: quién estaba aquí.

– Vámonos -gruñe el padre García, exasperado-. No quiero estar junto a esos bandidos.

Pero los León no le dan tiempo a levantarse y caen sobre él batiendo palmas, padre García, los cabellos enmarañados, padrecito, los ojos llenos de resacas nocturnas. Brincan en torno al padre García, hoy caería nieve en Piura y no arena, tratan de estrecharle la mano, era el milagro de los milagros, lo palmean, día de fiesta para los mangaches recibir esta visita. Están en camiseta, sin medias, los zapatos desanudados, huelen a transpiración y el padre García, agazapado detrás de la bufanda, bajo el sombrero que se ha puesto a toda prisa, permanece inmóvil, mira fijamente el piqueo atacado de nuevo por las moscas.

– No acepto que le falten el respeto -dice el doctor Zevallos-. Atención con esas lenguas, muchachos. Es un hombre de hábito y con canas.

– Pero si nadie le falta el respeto, doctor -dice el Mono-. Estamos felicisísimos de verlo aquí, palabra, sólo queremos que nos dé la mano.

– Nunca se vio a un mangache faltar a la hospitalidad, doctor -dice José-. Buenos días, doña Angélica. Hay que festejar el acontecimiento, tráigase algo para brindar con el padre García. Vamos a hacer las paces con él.

Angélica Mercedes viene con dos tacitas de café en las manos, muy seria.

– ¿Por qué esa cara de enojo, doña Angélica? -dice el Mono-. ¿No está contenta con esta visita?

– Ustedes son lo peor de esta ciudad -gruñe el padre García-. El pecado original de Piura. Ni aunque me maten tomaré nada con ustedes.

– No se sulfure, padre García -dice el Mono-. No le estamos tomando el pelo, de veras estamos contentos de que haya vuelto a la Mangachería.

– Corrompidos, vagabundos -el padre García ha iniciado una nueva ofensiva contra las moscas-. ¡Con qué derecho me hablan, perdidos!

– Vea usted, doctor Zevallos -dice el Mono-. Quién falta el respeto a quién.