– Déjalo que te insulte si eso lo tranquiliza, primo -dice el Mono.

– Está bien, me dejo, me aguanto -susurra Lituma-. Que me insulte, asesino, inútil, que siga, todo lo que quiera.

– Cállate, chacal -gruñe el padre García, sin ímpetu, con notorio desgano, y, en la puerta, detrás de las cañas, hay una ola de risas-. Silencio, chacal.

– Estoy callado -ruge Lituma-. Pero ya no me insulte, soy un hombre, no me gusta, cierre su boca, padre García. Pídaselo usted, doctor Zevallos.

– Ya pasó, padrecito -dice Angélica Mercedes-. No diga palabrotas, en usted parece pecado, padre, no se enfurezca así. ¿Quiere otro cafecito?

El padre García saca un pañuelo amarillento de su bolsillo, bueno, otro cafecito, y se suena con fuerza. El doctor Zevallos se alisa las cejas, se limpia la saliva de las solapas con un gesto de fastidio. La Selvática pasa su mano por la frente del padre García, le asienta los mechones de las sienes y él la deja hacer, enfurruñado y dócil.

– Mi primo quiere pedirle perdón, padre García -dice el Mono-. Siente mucho lo que ha pasado.

– Que pida perdón a Dios y deje de explotar a las mujeres -gruñe tranquilamente el padre García, aplacado del todo-. Y ustedes también pidan perdón a Dios, so vagos. ¿Y tú también mantienes a este par de ociosos?

– Sí, padrecito -dice la Selvática y hay una nueva onda de risas en la calle. El doctor Zevallos escucha con aire divertido.

– No se puede decir que te falte franqueza -gruñe el padre García, escarbándose la nariz con el pañuelo-. Vaya idiota consumada que eres tú, infeliz.

– Yo misma me digo eso muchas veces, padre -reconoce la Selvática, sobando la frente rugosa del padre García-. Y se lo digo a ellos en su cara, no crea.

Angélica Mercedes trae otra tacita de café, la Selvática vuelve a la mesa de los León y la gente amontonada en la puerta y detrás de las cañas después de un momento comienza a disgregarse. Los churres retornan a sus carreras polvorientas, de nuevo se oyen sus voces delgadas e hirientes. Los transeúntes hacen un alto frente a la chichería, meten la cabeza, señalan al padre García que, agachado, bebe su café a sorbitos, parten. Angélica Mercedes, los inconquistables y la Selvática, hablan a media voz de viandas y bebidas, calculan cuánta gente vendrá al velorio, musitan nombres, cifras y discuten precios.

– ¿Acabó su café? -dice el doctor Zevallos-. Ya tenemos ajetreos de sobra por hoy, vámonos a la cama.

No hay respuesta: el padre García duerme apaciblemente, la cabeza inclinada sobre el pecho, una punta de la bufanda sumergida en la tacita.

– Se quedó dormido -dice el doctor Zevallos-. No sé qué me da despertarlo.

– ¿Quiere que le preparemos una camita? -dice Angélica Mercedes-. En el otro cuarto, doctor. Lo abrigaremos bien, no haremos ruido.

– No, no, que se despierte y me lo llevo -dice el doctor Zevallos-. Él no da nunca su brazo a torcer, pero yo lo conozco. La muerte de Anselmo lo ha afectado bastante.

– Más bien debía estar contento -susurra el Mono, apenado-. Siempre que veía a don Anselmo en la calle, lo insultaba. Le tenía odio.

– Y el arpista no le contestaba, se hacía el que no oía y se iba a la otra vereda -dice José.

– No lo odiaba tanto -dice el doctor Zevallos-. Por lo menos, ya no en estos últimos años. Sólo que era una costumbre en él, un vicio.

– Cuando debió ser al revés -dice el Mono-. Don Anselmo sí tenía razones para odiarlo.

– No digas eso, es pecado -dice la Selvática-. Los padres son los ministros de Dios, no se los puede odiar.

– Si es verdad que le quemó la casa, ahí se ve el alma grande que tenía el arpista -dice el Mono-. Nunca le oí ni media palabra contra el padre García.

– ¿A don Anselmo le quemaron esa casa de verdad, doctor? -dice la Selvática.

– ¿Ya no te he contado esa historia cien veces? -dice Lituma-. ¿Para qué tienes que preguntarle al doctor?

– Porque siempre me la cuentas distinto -dice la Selvática-. Le pregunto porque quiero saber cómo fue de verdad.

– Cállate, déjanos a los hombres conversar en paz -dice Lituma.

– Yo también lo quería al arpista -dice la Selvática-. Yo tenía más cosas con él que tú, ¿acaso no era mi paisano?

– ¿Tu paisano? -dice el doctor Zevallos, interrumpiendo un bostezo.

– Claro, muchacha -dice don Anselmo-. Como tú, pero no de Santa María de Nieva, ni sé dónde queda ese pueblo.

– ¿De veras, don Anselmo? -dice la Selvática-. ¿Usted también nació allá? ¿No es cierto que la selva es linda, con tantos árboles y tantos pajaritos? ¿No es cierto que allá la gente es más buena?

– La gente es igual en todas partes, muchacha -dice el arpista-. Pero sí es cierto que la selva es linda. Ya me he olvidado de todo lo de allá, salvo del color, por eso pinté de verde el arpa.

– Aquí todos me desprecian, don Anselmo -dice la Selvática-. Dicen selvática como un insulto.

– No lo tomes así, muchacha -dice don Anselmo-. Más bien como cariño. A mí no me molestaría que me dijeran selvático.

– Es curioso -el doctor Zevallos se rasca el cuello, mientras bosteza-. Pero posible, después de todo. ¿De veras tenía el arpa pintada de verde, muchachos?

– Don Anselmo era mangache -dice el Mono-. Nació aquí, en el barrio, y nunca salió de aquí. Mil veces le oí decir soy el más viejo de los mangaches.

– Claro que la tenía -afirma la Selvática-. Y siempre hacía que el Bolas se la pintara de nuevo.

– ¿Anselmo selvático? -dice el doctor Zevallos-. Posible, después de todo, por qué no, qué curioso.

– Son mentiras de ésta, doctor -dice Lituma-. A nosotros nunca nos dijo eso la Selvática, lo acaba de inventar. ¿A ver por qué lo cuentas sólo ahora?

– Nadie me preguntó -dice la Selvática-. ¿No dices que las mujeres tienen que estar con la boca cerrada?

– ¿Y por qué te lo contó a ti? -dice el doctor Zevallos-. Antes, cuando le preguntábamos dónde había nacido, cambiaba de conversación.

– Porque yo también soy selvática -dice ella y lanza una mirada orgullosa a su alrededor-. Porque éramos paisanos.

– Te estás haciendo la burla de nosotros, recogida -dice Lituma.

– Recogida pero bien que te gusta mi plata -dice la Selvática-. ¿Mi plata también te parece recogida?

Los León y Angélica Mercedes sonríen, Lituma ha arrugado la frente, el doctor Zevallos sigue rascándose el cuello con ojos meditabundos.

– No me calientes, chinita -sonríe artificialmente Lituma-. No es día de discusiones.

– Cuidado que se caliente ella, más bien -dice Angélica Mercedes-. Y te deje y tú te mueras de hambre. No te metas con el hombre de la familia, inconquistable.

Los León la festejan, sus caras ya no están de luto sino muy alegres, y Lituma acaba también por reír, doña Angélica, con buen humor, que se fuera cuando quisiera. Si andaba pegada a ellos como una lapa, si le tenía más miedo a Josefino que al diablo. Si lo dejaba a él, ése la mataba.

– ¿Nunca más te habló Anselmo de la selva, muchacha? -dice el doctor Zevallos.

– Era mangache, doctor -asegura el Mono-. Ésta le ha inventado que era su paisano porque está muerto y no puede defenderse, para hacerse la importante.

– Una vez le pregunté si tenía familia allá -dice la Selvática-. Quién sabe, dijo, ya se habrán muerto todos.

Pero otras veces negaba y me decía nací mangache y moriré mangache.

– ¿Ya ve, doctor? -dice José-. Si alguna vez le contó que era su paisano, sería bromeando. Por fin dices la verdad, prima.

– No soy tu prima -dice la Selvática-. Soy una puta y una recogida.

– Que no te oiga el padre García porque le da otra rabieta -dice el doctor Zevallos, un dedo sobre los labios-. ¿Y qué es del otro inconquistable, muchachos? ¿Por qué ya no andan con él?

– Nos peleamos, doctor -dice el Mono-. Le hemos prohibido la entrada a la Mangachería.

– Era un mal tipo, doctor -dice José-. Mala gente. ¿No supo que ha caído en lo más bajo? Hasta estuvo preso por ladrón.