– Ustedes son mi mala suerte -dijo la Chunga-. Tú sobre todo, Josefino. Pero no se va a repetir lo de la vez pasada, te juro que llamo a la policía.

– Ningún lío, Chunguita -dijo Josefino-. Palabra. ¿La Selvática está arriba?

– Dónde va a estar -dijo la Chunga-. Pero si hay lío, puta de tu madre, te juro.

– Aquí me siento bien, don Adrián -dijo el sargento-. Así son las noches de mi tierra. Tibias y claritas.

– Es que no hay como la montaña -dijo Nieves-. Paredes estuvo el año pasado en la sierra y volvió diciendo es triste, ni un árbol, sólo piedras y nubes.

La luna, muy alta, iluminaba la terraza y en el cielo y el río había muchas estrellas; tras el bosque, suave valla de sombras, los contrafuertes de la cordillera eran unas moles violáceas. Al pie de la cabaña, entre los juncos y los helechos, chapoteaban las ranas y, en el interior, se oía la voz de Lalita, el chisporroteo del fogón. En la chacra, los perros ladraban muy fuerte: se peleaban por las ratas, sargento, cómo las cazaban, si viera. Se ponían bajo los plátanos haciéndose los dormidos y, cuando una se les acercaba, bum, al pescuezo. El práctico les había enseñado.

– En Cajamarca la gente come cuyes -dijo el sargento-. Los sirven con uñas, ojitos y bigotes. Son igualitos que las ratas.

– Una vez Lalita y yo hicimos un viaje muy largo, por el monte -dijo Nieves-. Tuvimos que comer ratas. La carne huele mal, pero es blandita y blanca como la del pescado. El Aquilino se intoxicó, casi se nos muere.

– ¿Se llama Aquilino el mayorcito? -dijo el sargento-. ¿El que tiene los ojitos chinos?

– Ese mismo, sargento -dijo Nieves-. ¿Y en su pueblo hay muchos platos típicos?

El sargento alzó la cabeza, ah, don Adrián, unos segundos quedó como extasiado, si entrara a una picantería mangache y probara un seco de chabelo. Se moriría del gusto, palabra, nada en el mundo se podía comparar y el práctico Nieves asintió: no había como la tierra de uno. ¿A veces no le daban ganas de volver a Piura al sargento? Sí, todos los días, pero uno no hacía sus gustos cuando era pobre, don Adrián: ¿él había nacido aquí, en Santa María de Nieva?

– Más abajo -dijo el práctico-. El Marañón es muy ancho ahí, y con la niebla no se ve la otra orilla. Pero ya me acostumbré en Nieva.

– Ya está lista la comida -dijo Lalita, desde la ventana. Sus cabellos sueltos caían en cascada sobre el tabique y sus brazos robustos parecían mojados-. ¿Quiere comer ahí afuera, sargento?

– Me gustaría, si no es molestia -dijo el sargento-. En su casa me siento como en mi tierra, señora. Sólo que nuestro río es más angostito y ni siquiera tiene agua todo el año. Y, en vez de árboles, hay arenales.

– No se parece en nada, entonces -rió Lalita-. Pero seguro que Piura también es lindo como aquí.

– Quiere decir que hay el mismo calorcito, los mismos ruidos -dijo Nieves-. A las mujeres la tierra no les dice nada, sargento.

– Era por bromear -dijo Lalita-. ¿Pero usted no se habrá molestado, no, sargento?

Qué ocurrencia, a él le gustaban las bromas, lo hacían entrar en confianza y, a propósito, ¿la señora era de Iquitos, no es cierto? Lalita miró a Nieves, ¿de Iquitos? Y, un instante, mostró su rostro: piel metálica, sudor, granitos. Al sargento le había parecido por la manera de hablar, señora.

– Salió de allá hace muchos años -dijo Nieves-. Raro que le notara el cantito.

– Es que tengo un oído de seda, como todos los mangaches -dijo el sargento-. Yo cantaba muy bien de muchacho, señora.

Lalita había oído que los norteños tocaban bien la guitarra y que eran de buen corazón, ¿cierto?, y el sargento, claro: ninguna mujer resistía las canciones de su pueblo, señora. En Piura cuando un hombre se enamoraba, iba a buscar a los amigos, todos sacaban guitarras y la muchacha caía a punta de serenatas. Había grandes músicos, señora, él conocía a muchos, a un viejo que tocaba el arpa, una maravilla, a un compositor de valses, y Adrián Nieves señaló a Lalita el interior de la cabaña: ¿no iba a salir ésa? Lalita encogió los hombros:

– Tiene vergüenza, no quiere salir -dijo-. No me hace caso. Bonifacia es como un venadito, sargento, de todo para las orejas y se asusta.

– Que al menos venga a dar las buenas noches al sargento -dijo Nieves.

– Déjenla, nomás -dijo el sargento-. Que no salga si no le provoca.

– No se puede cambiar de vida tan rápido -dijo Lalita-. Sólo ha estado entre mujeres, y la pobre tiene miedo a los hombres. Dice que son como víboras, le habrán enseñado eso las madrecitas. Ahora se ha ido a esconder a la chacra.

– Tienen miedo al hombre hasta que lo prueban -dijo Nieves-. Entonces cambian, se vuelven devoradoras.

Lalita se hundió en la habitación y, un momento después, regresó su voz, a ella no le caía, ligeramente enojada, nunca le habían dado miedo los hombres y no era devoradora, ¿por quién decía eso, Adrián? El práctico se rió a carcajadas y se inclinó hacia el sargento: era una buena mujer la Lalita pero, eso sí, tenía su carácter. Pequeño, muy delgado, de piel clara y ojos rasgados y vivaces, Aquilino salió a la terraza, buenas noches, traía el mechero porque estaba oscuro, y lo colocó sobre la baranda. Tras él, otros dos chiquillos -pantalones cortos, cabellos lacios, pies descalzos-, sacaron una mesita. El sargento los llamó y, mientras les hacía cosquillas y reía con ellos, Lalita y Nieves trajeron frutas, pescados cocidos al humo, yucas, qué buena cara tenía todo eso, señora, unas botellas de anisado. El práctico distribuyó raciones de comida a los tres chiquillos y éstos partieron, en dirección a la escalerilla de la chacra: sus churres eran muy graciosos, don Adrián, así decían en Piura a las criaturas, señora, y al sargento, en general, le gustaban los churres.

– Salud, sargento -dijo Nieves-. Por el gusto de tenerlo aquí.

– Bonifacia se asusta de todo pero es muy trabajadora -dijo Lalita-. Me ayuda en la chacra y sabe cocinar. Y cose muy bonito. ¿Vio los pantaloncitos de los chicos? Se los hizo ella, sargento.

– Pero tienes que aconsejarla -dijo el práctico-. Así, tan tímida, nunca encontrará marido. Usted no sabe lo callada que es, sargento, sólo abre la boca cuando le preguntamos algo.

– Eso me parece bien -dijo el sargento-. A mí no me gustan las loras.

– Entonces, Bonifacia le gustará mucho -dijo Lalita-. Se puede pasar la vida sin decir ni ay.

– Le voy a contar un secreto, sargento -dijo Nieves-. Lalita quiere casarlo con Bonifacia. Así me anda diciendo, por eso me hizo invitarlo. Cuídese, todavía está a tiempo.

El sargento adoptó una expresión entre risueña y nostálgica, señora, él había estado una vez por casarse. Acababa de entrar a la Guardia Civil y encontró una mujer que lo quería y él también a ella, su poquito. ¿Cómo se llamaba?, Lira, ¿qué pasó?, nada, señora, lo trasladaron de Piura y Lira no quiso seguirlo y así se acabó el romance.

– Bonifacia iría con su compañero a cualquier parte -dijo Lalita-. En la montaña, las mujeres somos así, no ponemos condiciones. Tiene que casarse con alguna de aquí, sargento.

– Ya ve usted, cuando a Lalita se le mete algo en la cabeza, no para hasta que se cumple -dijo Nieves-. Las loretanas son unas bandidas, sargento.

– Qué simpáticos son ustedes -dijo el sargento-. En Santa María de Nieva dicen qué huraños los Nieves, nunca se juntan con nadie. Y, sin embargo, señora, en tanto tiempo que llevo aquí, ustedes son los primeros que me invitan a su casa.

– Es que a nadie le gustan los guardias, sargento -dijo Lalita-. ¿No ve que son tan abusivos? Arruinan a las muchachas, las enamoran, las dejan encinta y se mandan mudar.

– ¿Y entonces cómo quieres casar a Bonifacia con el sargento? -dijo Nieves-. Una cosa no va con la otra.

– ¿No me dijiste acaso que el sargento era distinto? -dijo Lalita-. Pero quién sabe si será cierto.

– Es cierto, señora -dijo el sargento-. Soy un hombre derecho, un buen cristiano, como dicen acá. Y un amigo como no hay dos, ya verá. Les estoy muy agradecido, don Adrián, de veras, porque me siento muy contento en su casa.