– Puede volver cuando quiera -dijo Nieves-. Venga a visitar a Bonifacia. Pero no se meta con la Lalita, porque soy muy celoso.

– Y con razón, don Adrián -dijo el sargento-. Es tan buena moza la señora, que yo también sería celoso.

– Muy bonita su atención, sargento dijo Lalita-. Pero ya sé que lo dice por decir, ya no soy buena moza. Antes sí, de joven.

– Pero si usted es una muchacha todavía -protestó el sargento.

– Ya no me fío -dijo Nieves-. Será mejor que no venga cuando yo no esté, sargento.

En la chacra, los perros seguían ladrando y, a ratos, se oían las voces de los chiquillos. Los insectos revoloteaban en torno al mechero de resina, los Nieves y el sargento bebían, charlaban, bromeaban, ¡práctico Nieves!, los tres volvieron la cabeza hacia el follaje de la ribera: la noche ocultaba la trocha que subía hasta Santa María de Nieva. ¡Práctico Nieves! Y el sargento: era el Pesado, qué pesado, qué le pasaba, a qué venía a molestarlo a estas horas, don Adrián. Los tres chiquillos invadieron la terraza. Aquilino fue hacia el práctico y le habló en voz baja: que subiera.

– Parece que hay que salir de viaje, sargento -dijo el práctico Nieves.

– Estará borracho -dijo el sargento-. No hay que hacerle caso al Pesado, cuando toma se le ocurren cosas.

La escalerilla crujió, tras el Aquilino surgió la gruesa silueta del Pesado, vaya, mi sargento, al fin lo encontraba, el teniente y los muchachos lo andaban buscando por todas partes, y que tuvieran buenas noches.

– Estoy franco -gruñó el sargento-. ¿Qué quieren conmigo?

– Las encontraron a las pupilas -dijo el Pesado-. Una cuadrilla de materos, cerca de un campamento, río arriba. Hace un par de horas llegó un propio a la misión. Las madres han levantado a todo el mundo, sargento. Parece que una de las criaturas está con fiebre.

El Pesado estaba en mangas de camisa, se hacía aire con el quepí, y ahora Lalita lo acosaba a preguntas. El práctico y el sargento se habían puesto de pie, sí, qué vaina, señora, había que irlas a buscar ya mismo. Ellos querían esperar hasta mañana, pero las monjitas convencieron a don Fabio y al teniente, y el sargento ¿iban a partir de noche? Sí, mi sargento, las madres tenían miedo que los materos se pasaran por las armas a las mayorcitas.

– Las madrecitas tienen razón -dijo Lalita-. Las pobres, tantos días en el monte. Apúrate Adrián, anda.

– Qué vamos a hacer -dijo el práctico-. Tómese un trago con el sargento, mientras voy a echar gasolina a la lancha.

– Me caerá bien, gracias -dijo el Pesado-. Qué vida nos dan ¿no es cierto, sargento? Siento haberlos interrumpido en media comida.

– ¿Las encontraron a todas? -dijo una voz, desde el tabique. Ellos miraron: una melena corta, un borroso perfil, un busto de mujer recortado junto a la ventana. La luz del mechero llegaba ralamente hasta allí.

– Menos a dos -dijo el Pesado, inclinándose hacia la ventana-. Menos a ésas de Chicais.

– ¿Por qué no las trajeron en vez de mandar avisar? -dijo Lalita-. Pero menos mal que las encontraron, gracias a Dios que las encontraron.

Si no tenían en qué traerlas, señora, y el Pesado y el sargento adelantaban las cabezas hacia el tabique, pero la silueta se había corrido y apenas asomaba ahora un fragmento de rostro, una sombra de cabellos. Al otro lado de la baranda, Adrián Nieves daba órdenes y se oía a los chiquillos agitando el agua, chapaleos, idas y venidas entre los helechos. Lalita les sirvió anisado y ellos bebieron a su salud, mi sargento, y el sargento a la salud de la señora, más bien, cacaseno.

– Ya sé que el teniente me cargó el trabajito -dijo el sargento-. Supongo que no iré solo, ¿no?, a buscar a las churres; ¿quién me acompaña?

– El Chiquito y yo -dijo el Pesado-. Y también va una monjita.

– ¿La madre Angélica? -dijo la voz del tabique y ellos volvieron a torcer los cuellos.

– Seguramente, porque la madre Angélica sabe de medicina -dijo el Pesado-. Para que cure a la enfermita.

– Denle quinina -dijo Lalita-. Pero un viaje no bastará, no entrarán todas en la lancha, tendrán que hacer dos o tres.

– Suerte que hay luna -dijo el práctico Nieves, desde la escalerilla-. En media hora estaré listo.

– Anda a avisarle al teniente que ya vamos, Pesado -dijo el sargento.

El Pesado asintió, dio las buenas noches y se alejó por la terraza. Al pasar junto a la ventana, la vaga silueta se hizo atrás, desapareció y reapareció cuando el Pesado descendía ya la escalerilla, silbando.

– Ven, Bonifacia -dijo Lalita-. Voy a presentarte al sargento.

Lalita tomó del brazo al sargento, lo llevó hasta la puerta y, segundos después, surgió un contorno de mujer en el umbral. El sargento estuvo con la mano tendida, observando confuso unas chispitas inmóviles, hasta que una pequeña forma sombría cortó la penumbra, unos dedos rozaron los suyos, mucho gusto, y escaparon: a sus órdenes, señorita. Lalita sonreía.

– Yo creí que él era como tú -dijo Fushía-. Y ya ves, viejo, qué equivocación tan terrible.

– A mí también me engañó un poco -dijo Aquilino-. No lo creía capaz de eso a Adrián Nieves. Parecía tan despreocupado de todo. ¿Nadie se dio cuenta cómo empezó la cosa?

– Nadie -dijo Fushía-; ni Pantacha, ni Jum; ni los huambisas. Maldita la hora en que nacieron esos perros, viejo.

– Ya está el odio otra vez en tu boca, Fushía -dijo Aquilino.

Y entonces Nieves la vio, arrinconada entre la jarra de greda y el tabique: grande, felpuda, negrísima. Se incorporó muy despacio de la barbacoa, su mano buscó ropas, unas zapatillas de jebe, una cuerda, porongos, una cesta de chambira, nada que sirviera. Ella seguía en el rincón, agazapada, sin duda lo espiaba por debajo de sus patas finas y retintas, reflejadas como una enredadera en la rojiza comba de la jarra. Dio un paso, descolgó el machete y ella no había huido, seguía al acecho, seguramente registraba cada movimiento suyo con sus ojillos perversos, su panza colorada estaría latiendo. De puntillas avanzó hacia el rincón, ella se replegó con súbita angustia, él golpeó y hubo como un crujido de hojarasca. Luego, el petate tenía una raja y manchitas negras, rojas; las patas estaban intactas, su vello era negro, largo, sedoso. Nieves colgó el machete y, en vez de volver a la barbacoa, permaneció junto a la ventana, fumando. Recibía en la cara el aliento y los rumores de la selva, con la brasa del cigarrillo trataba de quemar las alas de los murciélagos que rondaban por la tela metálica.

– ¿Nunca se quedaron solos en la isla? -dijo Aquilino.

– Una vez, porque el perro ese se enfermó -dijo Fushía-. Pero al principio todavía. En ese tiempo no pudo comenzar la historia, no se hubieran atrevido, me tenían miedo.

– ¿Hay algo que asuste más que el infierno? -dijo Aquilino-. Y, sin embargo, la gente hace maldades. El miedo no frena a la gente en todas las cosas, Fushía.

– Al infierno nadie lo ha visto -dijo Fushía-. Y ésos me veían a mí todo el tiempo.

– Más que sea, cuando un cristiano y una cristiana se tienen ganas no hay quien los pare -dijo Aquilino-. El cuerpo les quema, como si tuvieran llamas adentro. ¿Acaso no te ha pasado?

– Ninguna mujer me hizo sentir eso -dijo Fushía-. Pero ahora sí, viejo, ahora sí. Como si tuviera carbones bajo la piel, viejo.

Hacia la derecha, entre los árboles, Nieves divisaba fogatas, instantáneos perfiles de huambisas; a la izquierda, en cambio, donde había armado su cabaña Jum, todo era oscuridad. En lo alto, contra un cielo añil, se mecían los penachos de las lupunas y la luna blanqueaba la trocha que, después de bajar una pendiente de arbustos y de helechos, contorneaba la pileta de las charapas y seguía hasta la playita; la cocha debía estar azul, quieta y desierta. ¿Habrían seguido bajando las aguas de la pileta? ¿Estarían ya en seco las estacas, la red? Pronto aparecerían las charapas varadas en la arena, los rugosos pescuezos estirándose hacia el cielo, los ojos llenos de asfixia y de legañas, y habría que hacer saltar sus conchas con el filo del machete, cortar la carne blanca en cuarteles y salarlos antes que los corrompieran el sol, la humedad. Nieves tiró el cigarrillo e iba a soplar el mechero cuando tocaron el tabique. Levantó la tranca de la puerta y entró Lalita, envuelta en una itípak huambisa, sus cabellos hasta la cintura, descalza.