Estábamos por el río Apaga, y los huambisas encontraron unas huellas -dijo Fushía-. Y me dejé meter el dedo a la boca por esos perros. Hay que seguirlas, patrón, estarán cargados de jebe, irán a entregar lo que han recogido en el año. Les hice caso, y seguimos las huellas, pero esos perros no iban tras el jebe, sino tras la pelea.

– Son huambisas -dijo Aquilino-. Ya debías conocerlos, Fushía. ¿Y así fue como se encontraron con los shapras?

– Sí, a las orillas del Pushaga -dijo Fushía-. No tenían ni una bola de jebe siquiera, y nos mataron un huambisa antes de desembarcar. Los otros se enfurecieron y no podíamos pararlos. No te figuras, Aquilino.

– Claro que me figuro, harían una carnicería terrible -dijo Aquilino-. Son los más vengativos de los paganos. ¿Mataron a muchos?

– No, casi todos los shapras tuvieron tiempo de meterse al monte -dijo Fushía-. Sólo había dos mujeres cuando entramos. A una le cortaron la cabeza, y la otra es la que tú conoces. Pero no fue fácil llevármela a la isla. Tuve que sacarles revólver, también a ella querían matarla. Así comenzó lo de la shapra, viejo.

¿Habían llegado dos huambisas? Lalita corrió al pueblo, el Aquilino prendido de su falda, y unas mujeres lloraban a gritos: habían matado a uno en el Pushaga, patrona, los shapras lo habían matado de un virote envenenado. ¿Y el patrón y los demás? No les había pasado nada, llegarían más tarde, venían despacio, traían mucha carga que habían recogido en un poblado aguaruna del Apaga. Lalita no regresó a la cabaña, se quedó junto a las lupunas, mirando la cocha, la boca del caño, esperando que aparecieran. Pero se cansó de esperar y estuvo andando por la isla, el Aquilino siempre prendido de su falda: la pileta de las charapas, las tres cabañas de los cristianos, el pueblo huambisa. Ya les habían perdido el miedo a las lupunas los paganos, vivían entre ellas, las tocaban, y las parientes del muerto seguían llorando, revolcándose en el suelo. El Aquilino corrió donde unas viejas que. trenzaban hojas de ungurabi. Hay que cambiar los techos, decían, o vendrá la lluvia, se entrará y nos mojará.

– ¿Cuántos años tendría la shapra cuando te la llevaste a la isla? -dijo Aquilino.

– Era muchachita, tendría unos doce -dijo Fushía-. Y estaba nueva, Aquilino, nadie la había tocado. Y no se portaba como un animal, viejo, correspondía al cariño, era mimosa como un cachorrito.

– Pobre la Lalita -dijo Aquilino-. Qué cara pondría al verla llegar contigo, Fushía.

– No te compadezcas de esa perra -dijo Fushía-. Lo que yo siento es no haberla hecho sufrir bastante a esa perra ingrata.

¿Eran feroces, peleadores? Quizá, pero buenos con el Aquilino. Le enseñaron a hacer flechas, arpones, lo dejaban jugar con las estacas que estaban limando para hacerse sus pucunas, y serían flojos para ciertas cosas, pero ¿no hicieron ellos las cabañas y los sembraditos y las mantas?, ¿no traían comida cuando se acababan las latas de don Aquilino? Y Fushía suerte que sean paganos y se contenten con la pelea y las venganzas, si hubiera que partir las ganancias con ellos nos quedaríamos pobres, y Lalita si se hacían ricos, Fushía, algún día, a los huambisas se lo deberían.

– De muchacho, en Moyobamba, íbamos en grupo a espiar a las mujeres de los lamistas -dijo Aquilino-. A veces una se alejaba y le caíamos sin ver si era vieja o joven, bonita o fea. Pero nunca puede ser lo mismo con una chuncha que con una cristiana.

– Es que con ésa me pasó una cosa distinta, viejo-lijo Fushía-. No sólo me gustaba tirármela, también quedarme echado con ella en la hamaca y hacerla reír. Y decía lástima no saber shapra para que hablásemos.

– Caramba, Fushía, te estás sonriendo -dijo Aquilino-. Te acuerdas de ésa y te pones contento. ¿Qué cosas tenías ganas de decirle?

– Cualquier cosa -dijo Fushía-, cómo te llamas, ponte de espaldas, ríete otra vez. O que ella me hiciera preguntas sobre mi vida, y yo contarle.

– Vaya, hombre -dijo Aquilino-. Te enamoraste de la chunchita.

Al principio era como si no la vieran o ella no existiera. Lalita pasaba y ellos seguían machucando la chambira, sacando las fibras y no alzaban la cabeza. Después, las mujeres comenzaron a volverse, a reírse con ella, pero no le contestaban y ella ¿no le entenderían? ¿Fushía les prohibiría que le hablaran? Pero se jugaban con el Aquilino y, una vez, una huambisa corrió, los alcanzó, le puso al Aquilino un collar de semillas y conchas, esa huambisa que partió sin despedirse y no volvió nunca más. Y Fushía eso era lo peor de todo, venían cuando querían, se iban cuando les daba la gana, volvían a los tantos meses como si tal cual: era maldito lidiar con paganos, Lalita.

– La pobre les tenía pánico, se acercaba un huambisa y se tiraba a mis pies, me abrazaba temblando -dijo Fushía-. Les tenía más miedo a los huambisas que al diablo, viejo.

– A lo mejor la mujer que mataron en el Pushaga era su madre -dijo Aquilino-. Además, ¿acaso todos los paganos no odian a los huambisas? Porque son orgullosos, desprecian a todos, y más malvados que cualquiera otra tribu.

– Yo los prefiero a los otros -dijo Fushía-. No sólo porque me ayudaron. Me gusta su manera de ser. ¿Has visto a un huambisa de sirviente o de peón? No se dejan explotar por los cristianos. Sólo les gusta cazar y pelear.

– Por eso los van a desaparecer a todos, no va a quedar ni uno de muestra -dijo Aquilino-. Pero tú los has explotado a tu gusto, Fushía. Todo el daño que han hecho en el Morona, en el Pastaza y en el Santiago era para que tú ganaras plata.

– Yo era el que les conseguía escopetas y los llevaba donde sus enemigos -dijo Fushía-. A mí no me veían como patrón sino como aliado. Qué harán con la shapra ahora. Ya se la habrán quitado al Pantacha, seguro.

Las parientes del muerto seguían llorando y se punzaban con espinas hasta que brotaba sangre, patrona, para descansar, con la sangre mala se iban las penas y los sufrimientos, y Lalita a lo mejor era cierto, un día que sufriera se punzaría y vería. Y de pronto hombres y mujeres se levantaron y corrieron hacia el barranco. Se trepaban a las lupunas, señalaban la cocha, ¿ahí llegaban? Sí, de la boca del caño salió una canoa, un puntero, Fushía, mucha carga, otra canoa, Pantacha, Jum, más carga, huambisas y el práctico Nieves. Y Lalita fíjate Aquilino, cuánto jebe, nunca había visto tanto, Dios los ayudaba, pronto se harían ricos y se irían al Ecuador, y el Aquilino chillaba, ¿comprendería?, pero pobre el huambisa que habían matado.

– Se habrá quedado sin mujer y sin patrón -dijo Fushía-. Me buscaría por todas partes, el pobre, y habrá llorado y gritado de pena.

– No puedes compadecerte del Pantacha -dijo Aquilino-. Es un cristiano sin remedio, los cocimientos lo han vuelto loco. Ni se daría cuenta que te fuiste. Cuando llegué a la isla, esta última vez, no me reconoció siquiera.

– ¿Quién crees que me dio de comer desde que se fueron esos malditos? -dijo Fushía-. Me cocinaba, iba a cazar y a pescar para mí. Yo no podía levantarme viejo, y él todo el día junto a mi cama, como un perro. Habrá llorado, viejo, te aseguro.

– Hasta yo he tomado cocimiento, alguna vez -dijo Aquilino-. Pero el Pantacha se ha enviciado y se va a morir pronto.

Los huambisas descargaban las bolas negras, las pieles, chapoteaban entre las canoas, Lalita hacía adiós desde el barranco y, entonces, ella apareció: no era huambisa, ni aguaruna, y parecía vestida de fiesta: collares verdes, amarillos, rojos, una diadema de plumas, discos en las orejas, y una itípak larga con dibujos negros. Las huambisas del barranco también la miraban, ¿shapra?, shapra, murmuraban y Lalita cogió al Aquilino, corrió hasta la cabaña y se sentó en la escalerilla. Demoraban, a lo lejos se veía pasar a los huambisas, con el jebe al hombro, y al Pantacha que hacía tender los cueros al sol. Por fin vino el práctico Nieves, el sombrero de paja en la mano: habían ido lejos, patrona, y encontraron mucho remolino, por eso duró tanto el viaje y ella más de un mes. Habían matado a un huambisa, en el Pushaga, y ella ya sabía, los que llegaron esta mañana le habían contado. El práctico se puso el sombrero y se metió en su cabaña. Más tarde vino Fushía, y ella lo seguía. También su cara estaba de fiesta, muy pintada, y al caminar sonaban los discos, los collares, Lalita: le había traído esta sirvienta, una shapra del Pushaga. Andaba asustada con los huambisas, no entendía nada, tendría que enseñarle un poco de cristiano.