– Alma, corazón y vida. Ah, esos valses que traen recuerdos. Vamos a bailar, chinita.

Arrastró a la Selvática sin mirarla, los dos se perdieron entre cuerpos aglomerados y sombras, y los León llevaban el compás con las manos y cantaban. Quieta y desagradable, la mirada de la Chunga permanecía ahora fija en Josefino, como si quisiera contagiarle su infinita pereza.

– Qué milagro, Chunguita -dijo Josefino-. Estás tomando.

– Tienes más miedo -dijo la Chunga y, un instante, una lumbre burlona apareció en sus ojos-. Cómo te has asustado, inconquistable.

– No hay motivo para asustarse -dijo Josefino-. Y ya ves cómo cumplo, no hubo ningún lío.

– Un miedo que no te cabe -rió sin ganas la Chunga-, que te hace temblar la voz, Josefino.

Las piernas desnudas del sargento colgaban de la escalerilla del puesto y alrededor todo ondulaba, las colinas boscosas, las capironas de la plaza de Santa María de Nieva, hasta las cabañas se balanceaban como tumbos al paso del viento tibio y silbante. El pueblo estaba puras tinieblas y los guardias roncaban, desnudos bajo los mosquiteros. El sargento encendió un cigarrillo y daba las últimas pitadas cuando, de improviso, tras el bosquecillo de juncos, silenciosa, traída por las aguas del Nieva, apareció la lancha, su choza cónica en la popa, unas siluetas evolucionando por cubierta. No había bruma y desde el puesto el embarcadero se divisaba claramente a la luz de la luna. Una figurilla saltó de la lancha, corrió esquivando las estacas de la playita, desapareció en las sombras de la plaza y, un momento después, ya muy cerca del puesto, reapareció y ahora el sargento podía reconocer el rostro de Lalita, su andar resuelto, su cabellera, sus fornidos brazos remando en torno a sus macizas caderas. Se incorporó a medias y esperó que ella llegara al pie de la escalerilla:

– Buenas noches, sargento -dijo Lalita-. Suerte que lo encontré despierto.

– Estoy de guardia, señora -dijo él-. Muy buenas. Le pido disculpas.

– ¿Por lo que está en calzoncillos? -rió Lalita-. No se preocupe, ¿acaso los chunchos no andan peor?

– Con este calor, tienen razón de andar calatos -el sargento, casi de perfil, se escudaba en la baranda-. Pero los bichos se banquetean con uno, todo el cuerpo me arde ya.

Lalita tenía la cabeza echada hacia atrás y la luz de la lamparilla del puesto alumbraba su rostro de granitos innumerables y resecos, y sus cabellos sueltos que ondulaban también, a sus espaldas, como un manto yagua de finísimas hebras.

– Estamos yendo a Pato Huachana -dijo Lalita-. Hay un cumpleaños y los festejos comienzan de mañanita. No pudimos salir antes.

– Qué más quieren, señora -dijo el sargento-. Tómense unas copitas a mi salud.

– También nos llevamos a los hijos -dijo Lalita-. Pero Bonifacia no quiso venir. No se le quita el miedo a la gente, sargento.

– Qué muchacha tan sonsa -dijo el sargento-. Perderse una oportunidad así, con lo raras que son las fiestecitas aquí.

– Estaremos allá hasta el miércoles -dijo Lalita-. Si la pobre necesita algo, ¿quisiera ayudarla?

– Con todo gusto, señora -dijo el sargento-. Sólo que usted ya ha visto, las tres veces que fui a su casa ni salió a la puerta.

– Las mujeres son muy mañosas -.dijo Lalita-, ¿todavía no se ha dado cuenta? Ahora que está solita, no tiene más remedio que salir. Dése una vueltecita por ahí, mañana.

– De todas maneras, señora -dijo el sargento-. ¿Sabe que cuando apareció la lancha creí que era el barco fantasma? Ése de los esqueletos, que se carga a los noctámbulos. Yo no era supersticioso, pero aquí me he contagiado de ustedes.

Lalita se persignó, lo hizo callar con la mano, sargento, ¿no veía que iban a viajar de noche?, cómo hablaba de esas cosas. Hasta el miércoles entonces, ah, y Adrián le mandaba saludos. Se alejó como había venido, corriendo y, antes de entrar al puesto a vestirse, el sargento esperó que la figurilla se dibujara otra vez entre las estacas y saltara a la lancha: compañero, le estaban tendiendo la cama. Se puso la camisa, el pantalón y los zapatos, despacio, cercado por la respiración tranquila de los guardias y la lancha estaría ya alejándose hacia el Marañón entre las canoas y las barcazas y, en la popa, Adrián Nieves hundiría y sacaría la pértiga. Esos selváticos, viajaban con casa y todo, como el viejo ese del Aquilino, ¿llevaría de verdad veinte años en los ríos?, qué costumbres. Se oyó roncar el motor, un bramido poderoso que borró los aleteos y rumores, el chirrido de los grillos y luego fue aminorando, alejándose y los ruidos del monte resucitaron uno tras otro, reconquistaron la noche: ahora, una vez más, reinaba sólo el runrún vegetal animal. Un cigarrillo entre los labios, la camisa arremangada hasta los codos, el sargento bajó la escalerilla atisbando en todas direcciones y fue hasta la cabaña del teniente: una respiración sofocada, casi trémula, atravesaba la tela metálica. Avanzó por la trocha, de prisa, entre graznidos indiferenciables, pupilas luminosas de búhos o lechuzas y la menuda, exasperada melodía de los grillos, sintiendo en la piel roces furtivos, picaduras como de alfiler, aplastando matas tiernas que crujían, hojas secas que susurraban al deshacerse bajo sus pies. Al llegar frente a la cabaña del práctico Nieves se volvió: unas transparencias blancuzcas velaban el pueblo, pero en lo alto de las colinas, la residencia de las madres lucía nítidamente sus paredes claras, sus calaminas brillantes, y también se divisaba el frontón de la capilla y su torre delgada y grisácea, empinada hacia la vasta oquedad azul. La muralla circular del bosque, agitada siempre de un suave temblor, profería sin tregua un ronroneo idéntico, una especie de inacabable bostezo gutural, y en la charca donde tenía sumidos los pies el sargento, sanguijuelas de cuerpos cálidos y gelatinosos chocaban furtivamente contra sus tobillos. Se inclinó, se mojó la frente, trepó la escalerilla. El interior de la cabaña estaba a oscuras y un olor intenso, diferente al del bosque, subía desde los horcones, como si hubiera allí restos de comida o algún cadáver descompuesto y entonces, en la chacra, ladró un perro. Alguien podía estar observando al sargento desde la abertura que separaba el tabique del techo, dos de esas rumorosas lucecitas podían ser ojos de mujer y no luciérnagas: ¿era o no era un mangache?, ¿dónde se le había ido la braveza? Recorría de puntillas la terraza, mirando a todos lados, el perro seguía aullando a lo lejos. La cortina estaba corrida y el boquete negro de la cabaña exhalaba olores densos.

– Soy el sargento, don Adrián -gritó-. Perdóneme que lo despierte.

Algo atolondrado, un instantáneo trajín o un gemido, y de nuevo el silencio. El sargento se llegó hasta el umbral, alzó la linterna y la encendió: una pequeña luna amarilla y redonda vagaba nerviosamente sobre jarras de greda, mazorcas, ollas, un balde de agua, don Adrián: ¿está usted ahí? Tenía que hablarle, don Adrián, y mientras el sargento balbuceaba, la luna escalaba el tabique, ligera y pálida, mostrando repisas repletas de latas, reptaba por las tablas y ávidamente iba de un brasero apagado a unos remos, de unas mantas a un rollo de cuerdas y, de pronto, una cabeza que se hundía, unas rodillas, dos brazos plegándose: buenas noches, ¿no estaba don Adrián?

La luna se había detenido sobre el bulto que formaba la mujer encogida, su luz rancia temblaba sobre unas caderas inmóviles. ¿Por qué se hacía la dormida? El sargento le estaba hablando y ella no le contestaba, por qué era así, dio dos pasos y la cabeza se hundió un poco más bajo los brazos, por qué, señorita: la piel era tan clara como el disco que la recorría, una itípak color crudo cubría su cuerpo de las rodillas a los hombros. El sargento sabía tratar a la gente, por qué le tenía miedo, ¿acaso venía a robar? El sargento se pasó la mano por la frente y la luna vibró, se enloqueció, la mujer había desaparecido y ahora la aureola amarilla la buscaba, rescataba unos pies, unos tobillos. Seguía en la misma posición, pero ahora el cuerpo tendido delataba un escalofrío, un movimiento que se repetía por ráfagas brevísimas. Él no era ladrón, sargento no era poca cosa, tenía sueldo, casa y comida, no necesitaba robarle a nadie, y tampoco estaba enfermo. ¿Por qué era así, señorita? Que se levantara, sólo quería que conversaran un rato, para conocerse mejor, ¿bueno? Dio otros dos pasos y se acuclilló. Ella había dejado de temblar y era ahora una forma rígida, no se la sentía respirar, por qué le tenía miedo, a ver, y el sargento alargó una mano, a ver, temerosamente hacia sus cabellos, no había que tenerle miedo, chinita, el contacto de unos filamentos ásperos en la yema de los dedos y, como una revolución en la sombra, algo duro se elevó, golpeó y el sargento cayó sentado, manoteando a oscuras. La luna dibujó un segundo una silueta que cruzaba el umbral, en la terraza gruñían los tablones bajo los pies precipitados que huían. El sargento salió corriendo y ella estaba en el otro extremo, inclinada sobre la baranda, sacudiendo la cabeza como una loca, chinita, no vayas a tirarte al río. El sargento resbaló, miéchica, y siguió corriendo, qué te has creído, pero que viniera, chinita, y ella seguía danzando, rebotando contra la baranda, atolondrada como un insecto prisionero en el cristal del mechero. No se tiraba al río, ni le respondía, pero cuando el sargento la atrapó por los hombros, se revolvió y lo enfrentó como un tigrillo, chinita, ¿por qué lo arañaba?, el tabique y la baranda comenzaron a crujir, ¿por qué lo mordía?, amortiguando el jadeo sordo de los dos cuerpos que forcejeaban, ¿pero por qué lo rasguñaba, chinita?, y la ansiosa, rechinante voz de la mujer. La piel, la camisa y el pantalón del sargento estaban húmedos, el aliento del bosque era una oleada solar que iba colmándolo, empapándolo, chinita. Ya había conseguido sujetar sus manos, con todo su cuerpo la aplastaba contra el tabique y, de pronto, la pateó, la hizo caer y cayó junto con ella, ¿no se había hecho daño, sonsita? En el suelo, ella se defendía apenas pero gemía más fuerte, y el sargento parecía enardecido, chinita, chinita, carajeaba apretando los dientes, ¿viste? E iba encaramándose poco a poco sobre ella, mamita. Él venía a conversar nomás, y ella había sido, bandida, ella lo había puesto así, chinita, y bajo el cuerpo del sargento el cuerpo de ella se mostraba resbaladizo pero resignado. Se movió ligeramente cuando la mano del sargento tironeó la itípak y se la arrancó, y luego permaneció quieta, mientras él le acariciaba los hombros mojados, los senos, la cintura, chinita: lo tenía loco, se soñaba con ella desde el primer día, ¿por qué se había escapado?, sonsita, ¿no estaba también arrechita? Ella lanzaba un sollozo a veces, pero no luchaba ya, y permanecía dura e inerte, o blanda e inerte, pero juntaba los muslos con obstinación, sonsa, chinita, ¿por qué hacía eso, a ver?, que lo abrazara un poquito, y la boca del sargento pugnaba por separar esos labios soldados y todo su cuerpo se había puesto a ondular, a golpear contra el otro, chinita, qué malita, qué le hacía, por qué no quería y abría su boquita, sus piernas, mamita: se soñaba con ella desde el primer día. Luego, el sargento se sosegó y su boca se apartó de los labios cerrados, su cuerpo se hizo a un lado y quedó extendido de espaldas sobre los tablones, respirando fatigosamente. Cuando abrió los ojos, ella estaba de pie, mirándolo, y sus ojos fosforecían en la penumbra, sin hostilidad, con una especie de asombro tranquilo. El sargento se incorporó, apoyándose en la baranda, estiró una mano y ella se dejó tocar los cabellos, la cara, chinita, cómo lo había dejado, qué sonsita era, tirando cintura lo había dejado, y agresivamente la abrazó y la besó. Ella no hizo resistencia y, después de un momento, con timidez, sus manos se posaron sobre la espalda del sargento, sin fuerza, como descansando, chinita: ¿nunca había conocido hombre hasta ahora, di? Ella se arqueó un poco, se empinó, pegó su boca al oído del sargento: no había conocido hasta ahora, patroncito, no.