– Siempre hablas mal del Pantacha -dijo Fushía-. Tienes buen corazón con todos, viejo, menos con él.

– Yo lo recogí y lo llevé a la isla -dijo Aquilino-. Si no hubiera sido por mí, ya estaría muerto hace tiempo. Pero me da asco. Se pone como un animal, Fushía. Peor que eso, mira sin mirar, oye sin oír.

– A mí no me da asco porque conozco su historia -dijo Fushía-. El Pantacha no tiene carácter y cuando sueña se siente fuerte, y se olvida de unas desgracias que le pasaron, y de un amigo que se le murió en el Ucayali. ¿Por dónde lo encontraste, viejo? ¿A esta altura, más o menos?

– Más abajo, en una playita -dijo Aquilino-. Estaba soñando, medio desnudo y muerto de hambre. Me di cuenta que andaba escapando. Lo hice comer y me lamió las manos, igual a un perro, como tú decías enantes.

– Sírveme una copita -dijo Fushía-. Y ahora voy a dormir veinticuatro horas. Hicimos un viaje malísimo, la canoa del Pantacha se volcó antes de entrar al caño. Y en el Pushaga tuvimos un encontrón con los shapras.

– Dásela al Pantacha o al práctico -dijo Lalita-. Ya tengo sirvientas, no necesito a ésta. ¿Para qué te la has traído?

– Para que te ayude -dijo Fushía-. Y porque esos perros querían matarla.

Pero Lalita se había puesto a lloriquear, ¿acaso no había sido una buena mujer?, ¿no lo había acompañado siempre?, ¿la creía tonta?, ¿no había hecho lo que él había querido? Y Fushía se desnudaba, tranquilo, arrojando las prendas al voleo, ¿quién era el que mandaba aquí?, ¿desde cuándo le discutía? Y por último qué mierda: el hombre no era como la mujer, tenía que variar un poco, a él no le gustaban los lloriqueos y, además, por qué se quejaba si la shapra no iba a quitarle nada, ya le había dicho, sería sirvienta.

– La dejaste desmayada, la bañaste en sangre -dijo Aquilino-. Yo llegué un mes después y la Lalita todavía estaba llena de moretones.

– Te contó que le pegué, pero no que ella quería matarla a la shapra -dijo Fushía-. Cuando yo me estaba durmiendo, la vi que agarraba el revólver y me dio cólera. Además, esa perra se vengó bien de las veces que le pegué.

– La Lalita tiene un corazón de oro -dijo Aquilino-. Si se fue con Nieves, no lo hizo por vengarse de ti, sino por amor. Y si quiso matar a la shapra, sería por celos, no por odio. ¿También de ella se hizo amiga, después?

– Más que de las achuales -dijo Fushía-. ¿Acaso no viste? No quería que se la pasara a Nieves, y decía mejor que se quede, es la que me ayuda. Y cuando Nieves se la pasó al Pantacha, ella y la shapra lloraron juntas. Le enseñó a hablar en cristiano y todo.

– Las mujeres son raras, es difícil entenderlas a veces -dijo Aquilino-. Vamos a comer un poco, ahora. Sólo que se han mojado los fósforos, no sé cómo voy a prender esta hornilla.

Era una vieja ya, vivía sola y su único compañero era el asno, ese piajeno de pelaje amarillento y andares lentos y rumbosos, en el que todas las mañanas cargaba las canastas con la ropa recogida la víspera en casas de principales. Apenas cesaba la lluvia de arena, Juana Baura salía de la Gallinacera, una vara de algarrobo en la mano con la que, de tanto en tanto, estimulaba al animal. Torcía donde se interrumpe la baranda del Malecón, descendía a saltitos una cuesta polvorienta, pasaba bajo los soportes metálicos del Viejo Puente y se instalaba allí donde el Piura ha mordido la orilla y forma un pequeño remanso. Sentada en un pedrusco del río, el agua hasta las rodillas, comenzaba a refregar, y el asno, mientras tanto, como lo haría un hombre ocioso o muy cansado, se dejaba caer en la mullida playa, dormía, se asoleaba. A veces había otras lavanderas con quienes conversar. Si estaba sola, Juana Baura exprimía un mantel, canturreaba, unas enaguas, curandero ladrón casi me matas, jabonaba una sábana, mañana es primer viernes, padre García me arrepiento de lo que he pecado. El río había blanqueado sus tobillos y sus manos, los conservaba lisos, frescos y jóvenes, pero el tiempo arrugaba y oscurecía cada vez más el resto de su cuerpo. Al entrar al río, sus pies acostumbraban a hundirse en un blando lecho de arena; a veces, en lugar de la débil resistencia habitual, encontraban una materia sólida, o algo viscoso y resbaladizo como un pez atrapado en el fango: esas minúsculas diferencias eran lo único que alteraba la idéntica rutina de las mañanas. Pero ese sábado oyó, de pronto, un sollozo a sus espaldas, desgarrador y muy próximo: perdió el equilibrio, cayó sentada al agua, la canasta que llevaba en la cabeza se volcó, las prendas se iban flotando. Gruñendo, manoteando, Juana recuperó la canasta, las camisas, los calzoncillos y vestidos, y entonces vio a don Anselmo: tenía la cabeza desmayada entre las manos y el agua de la orilla mojaba sus botas. La canasta cayó al río de nuevo y, antes que la corriente la colmara y sumergiera, Juana estaba en la playa, junto a aquél. Confusa, balbuceó algunas palabras de sorpresa y de consuelo, y don Anselmo seguía llorando sin alzar la cabeza. «No llore», decía Juana, y el río se adueñaba de las prendas, las alejaba silenciosamente. «Por Dios, cálmese, don Anselmo, qué le ha pasado, ¿está enfermo?, el doctor Zevallos vive al frente, ¿quiere que lo llame?, no sabe qué susto me ha dado.» El piajeno había abierto los ojos, los miraba oblicuamente. Don Anselmo debía llevar allí un buen rato, su pantalón, su camisa y sus cabellos estaban salpicados de arena, y su sombrero caído junto a sus pies casi había sido cubierto por la tierra. «Por lo que más quiera, don Anselmo», decía Juana, «qué le pasa, tiene que ser algo muy triste para que llore como las mujeres». Y Juana se persignó cuando él levantó la cabeza: párpados hinchados, grandes ojeras, la barba crecida y sucia. Y Juana «don Anselmo, don Anselmo, diga si puedo ayudarlo», y él «señora, la estaba esperando» y su voz se quebró. «¿A mí, don Anselmo?», dijo Juana, los ojos muy abiertos. Y él asintió, devolvió la cabeza a los brazos, sollozó y ella «pero don Anselmo», y él aulló «se murió la Toñita, doña Juana», y ella «¿qué dice, Dios mío, qué dice?», y él «vivía conmigo, no me odie», y la voz se le quebró. Estiró entonces con gran esfuerzo uno de sus brazos y señaló el arenal: la verde construcción relampagueaba bajo el cielo azul. Pero Juana Baura no la veía. A tropezones alcanzaba el Malecón, corría y chillaba despavorida, a su paso se abrían ventanas y asomaban rostros sorprendidos.

Julio Reátegui alza la mano: ya bastaba, que se fuera. El cabo Roberto Delgado se endereza, suelta la correa, se limpia el rostro congestionado y sudoroso y el capitán Quiroga: te pasaste, ¿era sordo o no entendía las órdenes? Se acerca al urakusa tendido, lo mueve con el pie, el hombre se queja débilmente. Se estaba haciendo, mi capitán, se las quería dar de vivo, ya iba a ver. El cabo carajea, se frota las manos, toma impulso, patea y, al segundo puntapié, como un felino el aguaruna salta, caramba, tenía razón el cabo, tipo resistente, y corre veloz, cobrizo, agazapado, el capitán creía que se les había pasado. Sólo quedaba uno, señor Reátegui, y además Jum, ¿a él también? No, a ese cabeza dura se lo llevaban a Santa María de Nieva, capitán. Julio Reátegui bebe un sorbo de su cantimplora y escupe: que trajeran al otro y acabaran de una vez, capitán ¿no estaba cansado? ¿Quería un traguito? El cabo Roberto Delgado y dos soldados se alejan hacia la cabaña de los prisioneros, por el centro del claro. Un sollozo quiebra el silencio del poblado y todos miran hacia las carpas: la chiquilla y un soldado forcejean cerca del barranco, borroso contra un cielo que oscurece. Julio Reátegui se pone de pie, hace una bocina con sus manos: ¿qué le había dicho, soldado? Que no viera, por qué no la metía a la carpa y el capitán ¡so carajo!, el puño en alto: que jugara con ella, que la entretuviera. Una lluvia menuda cae sobre las cabañas de Urakusa y del barranco suben nubecillas de vapor, el bosque envía hacia el claro bocanadas de aire caliente, el cielo ya está lleno de estrellas. El soldado y la chiquilla desaparecen en una carpa y el cabo Roberto Delgado y dos soldados vienen arrastrando a un urakusa que se para frente al capitán y gruñe algo. Julio Reátegui hace una seña al intérprete: castigo por faltar a la autoridad, nunca más pegarle a un soldado, nunca engañando patrón Escabino, sino volverían y castigo sería peor. El intérprete ruge y acciona y, mientras tanto, el cabo toma aire, se frota las manos, coge la correa, señor. ¿Traduciendo?, sí, ¿entendiendo?, sí y el urakusa, bajito, ventrudo, va de un lado a otro, brinca como un grillo, mira torcido, trata de franquear el círculo y los soldados giran, son un remolino, lo traen, lo llevan. Por fin, el hombre se queda quieto, se tapa la cara y se encoge. Aguanta a pie firme un buen rato, rugiendo a cada correazo, luego se desploma y el gobernador alza la mano: que se fuera, ¿ya estaban listos los mosquiteros? Sí, don Julio, todo listo, pero mosquiteros o no, al capitán le habían devorado la cara todo el viaje, le quemaba, y el gobernador cuidadito con Jum, capitán, no lo fueran a dejar solo. El cabo Delgado ríe: no se escaparía ni siendo brujo, señor, estaba amarrado y además habría guardia toda la noche. Sentado en el suelo, el urakusa mira de reojo a unos y a otros. Ya no llueve, los soldados traen leña seca, encienden una hoguera, brotan llamas altas junto al aguaruna que se soba el pecho y la espalda suavemente. ¿Qué esperaba, más azotes? Hay risas entre los soldados y el gobernador y el capitán los miran. Están en cuclillas ante la fogata, el chisporroteo enrojece y deforma sus rostros. ¿Por qué esas risitas? A ver, tú, y el intérprete se acerca: mareado quedando. Mi capitán. El oficial no entendía, que hablara más claro y Julio Reátegui sonríe: era el marido de una de las mujeres de la cabaña, y el capitán ah, por eso no se iba el bandido, ya entendía. Era cierto, Julio Reátegui también se había olvidado de esas damas, capitán. Sigilosos, simultáneos, los soldados se levantan y se acercan apiñados al gobernador: ojos fijos, bocas tensas, miradas ardientes. Pero el gobernador era la autoridad, don Julio, a él le tocaban las decisiones, el capitán era un simple ejecutante. Julio Reátegui examina a los soldados enquistados unos en otros; sobre los cuerpos indiferenciables, las cabezas están avanzadas hacia él, el fuego de la hoguera relumbra en las mejillas y en las frentes. No sonríen ni bajan los ojos, esperan inmóviles, las bocas entreabiertas, bah, el gobernador encoge los hombros, si tanto insistían. Impreciso, anónimo, un murmullo vibra sobre las cabezas, la ronda de soldados se escinde en siluetas, sombras que cruzan el claro, ruido de pisadas, el capitán tose y Julio Reátegui hace una mueca desalentada: éstos ya eran medio civilizados, capitán, y cómo se ponían por unos espantajos llenos de piojos, nunca acabaría de entender a los hombres. El capitán tiene un acceso de tos, ¿pero acaso en la selva no se pasaban tantas privaciones, don julio?, y manotea frenético alrededor de su cara, no había mujeres en la selva, se agarraba lo que se encontraba, se da una palmada en la frente, y por último ríe nervioso: las jovencitas tenían tetas de negras. Julio Reátegui alza el rostro, busca los ojos del capitán, éste se pone serio: naturalmente, capitán, eso también era cierto, a lo mejor se ponía viejo, a lo mejor si fuera más joven se hubiera ido con los soldados donde esas damas. El capitán se golpea ahora el rostro, los brazos, don julio, se iba a dormir, se los estaban comiendo los bichos, hasta creía haberse tragado uno, tenía pesadillas a veces, don Julio, en sueños se le venían encima nubes de mosquitos. Julio Reátegui le da una palmadita en el brazo: en Nieva le conseguiría algún remedio, era peor que estuviera fuera, de noche había tantos, que durmiera bien. El capitán Quiroga se aleja a trancos hacia las carpas, su tos se pierde entre las risotadas, carajos y llantos que estallan en la noche de Urakusa como ecos de una lejana fiesta viril. Julio Reátegui enciende un cigarrillo: el urakusa sigue sentado frente a él, observándolo de reojo. Reátegui expulsa el humo hacia arriba, hay muchas estrellas y el cielo es un mar de tinta, el humo sube, se extiende, se desvanece, y a sus pies la hoguera ya está boqueando como un perro viejo. Ahora el urakusa se mueve, va alejándose a rastras, impulsándose con los pies, parece nadar bajo el agua. Más tarde, cuando la hoguera está apagada, se oye un chillido, ¿del lado de la cabaña?, brevísimo, no, de las carpas, y Julio Reátegui echa a correr, una mano sujetando el casco, arroja la colilla al vuelo, sin detenerse cruza el umbral de la carpa y los chillidos cesan, cruje un catre y en la oscuridad hay una respiración alarmada: ¿quién estaba ahí?, ¿usted, capitán? La chiquilla estaba asustada, don Julio, y él había venido a ver, parecía que el soldado la asustó, pero el capitán ya le había echado un par de carajos. Salen de la carpa, el capitán ofrece un cigarrillo al gobernador y éste lo rechaza: él se encargaría de ella, capitán, no tenía que preocuparse, que fuera a acostarse nomás. El capitán entra a la carpa vecina y Julio Reátegui, a tientas, regresa hacia el catre de campaña, se sienta a la orilla. Su mano suavemente toca un pequeño cuerpo rígido, recorre una espalda desnuda, unos cabellos resecos: ya estaba, ya estaba, no había que tenerle miedo a ese bruto, ya se había ido ese bruto, felizmente que había gritado, en Santa María de Nieva estaría muy contenta, ya vería, las monjitas serían muy buenas, iban a cuidarla mucho, también la señora Reátegui la cuidaría mucho. Su mano acaricia los cabellos, la espalda, hasta que el cuerpo de la chiquilla se ablanda y su respiración se tranquiliza. En el claro siguen los gritos, carajos, más enardecidos y bufos y hay carreras y bruscos silencios: ya estaba, ya estaba, pobre criatura, que durmiera ahora, él vigilaría.