– Un secreto que usted ni se huele, mi sargento -dijo el Pesado, bajando la voz-. Pero que no oigan los otros.

El Oscuro, el Chiquito y el Rubio conversaban en el mostrador con Paredes, que les servía unas copas de anisado. Un chiquillo salió de la cantina con tres ollitas de barro, cruzó la desierta plaza de Santa María de Nieva y se perdió en dirección a la comisaría. Un sol fuerte doraba las capironas, los techos y los tabiques de las cabañas, pero no llegaba hasta la tierra, porque una bruma blancuzca, flotante, que parecía venir del río Nieva, lo contenía a ras del suelo y lo opacaba.

– No están oyendo -dijo el sargento-. ¿Cuál es el secreto?

– Ya sé quién es la que está donde los Nieves -el Pesado escupió unas pepitas negras de papaya y se limpió con el pañuelo la cara sudada-, esa que nos dio tanta curiosidad la otra noche.

– ¿Ah, sí? -dijo el sargento-. ¿Y quién es?

– La que sacaba las basuras de las madres -susurró el Pesado, mirando de reojo hacia el mostrador-, la que botaron de la misión porque ayudó a escaparse a las pupilas.

El sargento se registró los bolsillos, pero sus cigarros estaban sobre la mesa. Encendió uno y chupó hondo, disparó una bocanada de humo: una mosca revoloteó con angustia dentro de la nube y escapó zumbando.

– ¿Y cómo averiguaste? -dijo el sargento-. ¿Te la presentaron los Nieves?

Haciéndose el tonto, mi sargento, el Pesado se iba a dar sus vueltecitas por la cabaña del práctico, y esa mañana la había visto, trabajando en la chacra con la mujer de Nieves: Bonifacia, así se llamaba. ¿No se habría equivocado el Pesado? Por qué iba a estar ésa con los Nieves, ¿acaso no era medio monja? No, desde que la botaron ya no era, no se ponía el uniforme y el Pesado la había reconocido ahí mismo. Un poco retaca, mi sargento, aunque tenía formas. Y debía ser jovencita, pero, sobre todo, que no les dijera nada a los otros.

– ¿Crees que soy un chismoso? -dijo el sargento-. Déjate de recomendaciones tontas.

Paredes trajo dos copitas de anisado y permaneció junto a la mesa, mientras el sargento y el Pesado bebían. Luego limpió el tablero con un trapo y volvió al mostrador. El Oscuro, el Rubio y el Chiquito salieron de la cantina y, en la puerta, una resolana rosada encendió sus rostros, sus cuellos. La bruma había crecido y, de lejos, los guardias parecían ahora mutilados, o cristianos vadeando un río de espuma.

– No te metas en líos con los Nieves que son mis amigos -dijo el sargento.

¿Y quién se iba a meter con ellos? Pero sería de locos no aprovechar la ocasión, mi sargento. Ellos eran los únicos que sabían, así que como buenos compañeros ¿no?, el Pesado le hacía el trabajito, ¿miti-miti, claro?, y se la pasaba ¿de acuerdo? Pero el sargento comenzó a toser, no le gustaban esos repartos, echaba humo por la nariz y por la boca, qué concha, por qué le iban a tocar las sobras.

– ¿Acaso no la vi primero, mi sargento? -dijo el Pesado-. Y averigüé quién era y todo. Pero fíjese, qué hace por aquí el teniente.

Señaló hacia la plaza y por allí venía el teniente, medio cuerpo afuera de la mancha gaseosa, pestañeando bajo el sol, con camisa limpia. Cuando emergió de la bruma, tenía húmedas de vapor la mitad inferior del pantalón y las botas.

– Venga conmigo, sargento -ordenó desde la escalerilla-. Don Fabio quiere vernos.

– No se olvide lo que le dije, mi sargento -murmuró el Pesado.

El teniente y el sargento se hundieron en la bruma hasta la cintura. El embarcadero y las cabañas bajas del contorno ya habían sido devorados por las olas de vapor, que arremetían ahora, altas y ondulantes, contra las techumbres y los barandales. En cambio, una luz diáfana abarcaba las colinas, los locales de la misión relumbraban intactos, y los árboles de troncos diluidos por la niebla, lucían sus copas limpias, y sus hojas, sus ramas y sus plateadas telarañas destellaban.

– ¿Subió donde las madrecitas, mi teniente? -dijo el sargento-. Les habrán dado unos azotes a las churres ¿no?

– Ya las perdonaron -dijo el teniente-. Esta mañana las sacaron al río. La superiora me dijo que la enfermita estaba mejor.

En la escalerilla de la cabaña del gobernador se sacudieron los pantalones mojados y frotaron sus suelas llenas de barro contra los peldaños. El cuadriculado de la tela metálica que protegía la puerta era tan diminuto que ocultaba el interior. Les abrió una aguaruna vieja y descalza, entraron y adentro hacía fresco y olía a verduras. Las ventanas estaban cerradas, el cuarto permanecía en la penumbra, y se distinguían confusamente los arcos, fotografías, pucunas y haces de flechas prendidos en las paredes. Unas mecedoras floreadas circundaban la alfombra de chamira y don Fabio había aparecido en el umbral de la pieza contigua, teniente, sargento, risueño y enjuto bajo la calva luminosa, la mano estirada: ¡había llegado la orden, figúrense! Dio una palmada al oficial en el hombro, ¿cómo estaban?, hacía gestos afables, ¿qué les parecía la noticia?, pero antes ¿un refresco?, ¿unas cervecitas?, ¿no parecía mentira? Dio una orden en aguaruna y la vieja trajo dos botellas de cerveza. El sargento apuró su vaso de un trago, el teniente pasaba el suyo de una mano a la otra y tenía los ojos errabundos y preocupados, don Fabio bebía, como un pajarito, sorbos ligerísimos.

– ¿Les comunicaron la orden por radio a las madres? -dijo el teniente.

Sí, esta mañana, y a don Fabio le habían avisado de inmediato. don Julio decía siempre ese ministro está torpedeando la cosa, es mi peor enemigo, no saldrá nunca. Y era la pura verdad, ya veían, cambió el Ministerio y la orden vino volando.

– Después de tanto tiempo -dijo el sargento-. Yo hasta me había olvidado de los bandidos, gobernador.

Don Fabio Cuesta sonreía siempre: tenían que partir cuanto antes para estar de regreso antes de las lluvias, no les recomendaba las crecidas del Santiago, las palisadas y los remolinos del Santiago, ¿a cuántos cristianos se habrían cargado esas crecidas?

– Sólo tenemos cuatro hombres en el puesto y no es bastante -dijo el teniente-. Porque, además, tiene que quedarse un guardia aquí, cuidando la comisaría.

Don Fabio guiñó un ojo con picardía, pero si el nuevo ministro era amigo de don julio, amigo. Había dado todas las facilidades y no iban a ir solos sino con soldados de la guarnición de Borja. Y ellos ya habían recibido la orden, teniente. El oficial bebió un trago, ah, y asintió sin entusiasmo: bueno, ése era otro cantar. Pero no se lo explicaba, y movía perplejamente la cabeza, ese asunto ahora era como la resurrección de Lázaro, don Fabio. Así andaban las cosas en nuestra patria, teniente, qué quería él, ese ministro demoraba y demoraba creyendo perjudicar sólo a don Julio, sin darse cuenta qué terrible daño les hacía a todos. Más valía tarde que nunca ¿no?

– Pero si ya no hay denuncias contra esos ladrones, don Fabio -dijo el teniente-. Si la última fue al poco tiempo de llegar yo a Santa María de Nieva, fíjese cuánto ha pasado.

¿Y eso qué importaba, teniente? No habría denuncias por este lado, pero sí por otro, y además, esos forajidos tenían que pagar su deuda, ¿les servía más cervecita? El sargento aceptó y, nuevamente, vació su vaso de un trago: no era por eso, gobernador, sino que a lo mejor hacían un viaje de balde, qué iban a estar los rateros ahí todavía. Y si se adelantaban las lluvias, cuánto tiempo podían quedarse enterrados en el monte. Nada, nada, sargento, tenían que estar en la guarnición de Borja dentro de cuatro días, y otra cosa que el teniente debía saber: éste era un asunto que don Julio se tomaba muy a pecho. Los forajidos le habían hecho perder tiempo y paciencia, algo que él no perdonaba. ¿No decía el teniente que soñaba con salir de aquí? don Julio lo ayudaría si todo iba bien, la amistad de ese hombre valía oro, teniente, don Fabio lo sabía por experiencia.

– Ah, don Fabio -sonrió el oficial-, qué bien me conoce usted. Ya puso el dedo en la llaga.